Cuando los niños oyeron que Bobby había desaparecido se acercaron al agente Cal. Éste, al verles, detuvo el coche y les informó de que nadie había visto a Bobby desde la mañana anterior. La señora Bindle y la policía habían mirado por todas partes, pero no se le había encontrado.
—¡Oh, pobre Bobby! —Se compadeció Pam—. ¿No habrá tenido un accidente?
—Confiamos en que no.
Pete pensó que todo lo que ocurría era que Bobby se había escapado a causa de los malos tratos que le daba el señor Gillis, y así se lo dijo al policía.
—Podría ser —admitió el agente Cal—. Pero conozco bien a Bobby y no creo que sea de los que huyen de las cosas molestas. Sabe soportar los inconvenientes de la vida.
—Es verdad —dijo Pam—. Y, además, Bobby quiere a la señora Bindle.
El policía les dijo que ya debía marcharse para seguir su búsqueda.
—Nosotros le buscaremos también —afirmó Pete.
Al agente Cal le pareció bien la idea, aunque se preguntó cómo iban los Hollister a encontrar a un muchacho a quien la policía no había sido capaz de hallar.
—Haremos que venga Zip —dijo Ricky—. Es un perro pastor, pero tan listo como un perro policía.
Cal sonrió y, antes de marcharse, les dijo:
—Podéis probarlo.
Ricky dio un sonoro silbido y, al instante, desde una esquina de la casa, salió Zip a la carrera. Se detuvo delante de los niños, con las orejas muy tiesas, como esperando órdenes.
—Vas a hacer de perro detective —le comunicó Holly, mientras le acariciaba.
Después de decir a sus padres lo que querían hacer, los cuatro niños trataron de cómo empezar la búsqueda de su amigo.
—Podemos ir primero a la granja para que Zip huela la pista —opinó Pete.
El señor Hollister les llevó en el coche para averiguar si había noticias recientes de Bobby. Cuando llamaron a la puerta, salió a abrirles la señora Bindle; tenía los ojos enrojecidos de llorar y todos comprendieron que no había novedades respecto al niño desaparecido.
—Venimos para ayudarle a encontrar a Bobby —dijo Pete—. Señora Bindle, le presento a mi padre.
—Buenos días, señor Hollister —saludó ella—. ¡Esto es algo horrible, horrible! ¿Cómo voy a explicarle una cosa así a la señora Reed?
—No pierda las esperanzas —dijo el señor Hollister—. Probablemente Bobby estará aquí antes de que su madre regrese.
—Puede que nuestro perro sepa encontrar la pista por el olor —añadió Pam—. ¿No tiene usted alguna ropa de Bobby para que Zip pueda olería?
La señora Bindle dijo que los Hollister eran muy amables al prestarse a ayudar. En seguida fue a la habitación de Bobby y regresó con un jersey y un zapato. Pete lo cogió todo y llamó a Zip.
—¡Anda, Zip! Huele esto.
El perro pareció comprender perfectamente lo que los niños querían de él, pues en seguida olfateó el jersey y el zapato.
—¡Ahora busca! —ordenó Pete.
El perro bajó el hocico hacia el suelo y empezó a corretear de un lado a otro ante la puerta de la casa.
—¡Vaya! —gritó Ricky, cuando al poco Zip echó a andar en línea recta.
Mientras Pete, Ricky y Holly seguían a Zip, Pam se entretuvo un momento con la señora Bindle para hacerle una pregunta.
—¿Se ha llevado Bobby alguna ropa para mudarse? —indagó.
El ama de llaves de la granja repuso que no. Bobby no se había llevado más que un pan.
—Eso fue lo que me hizo suponer que había ido a pescar —siguió diciendo la mujer—. ¡Ay, Dios mío, espero que no le haya sucedido nada!
—Estoy seguro de que Bobby se encontrará perfectamente —intervino el señor Hollister, deseoso de tranquilizar a la buena señora.
—En cuanto tengamos alguna pista de Bobby se lo diremos.
Y una vez dicho esto, Pam corrió para alcanzar a sus hermanos.
Zip, entre tanto, seguía olfateando. Pensando en lo que la señora Bindle había dicho, Pam quedó muy sorprendida al ver que el perro se encaminaba directamente a la ciudad, y no al río. Por fin, Zip llegó al «Centro Comercial» y allí se detuvo un rato y estuvo oliendo ante el escaparate.
—Bobby debió de venir aquí a mirar los peces —reflexionó Pete.
—El pobre tenía tantas ganas de ganar el premio que se habrá marchado a pescar —adujo Holly.
De pronto Zip se puso otra vez en marcha, seguido de los cuatro Hollister, por un sendero que llevaba hasta la orilla del río. Cuando llegaron a una parte por donde cruzaban las vías del tren, Zip se detuvo y empezó a olfatear por un lado y por otro, unos instantes.
—A lo mejor Bobby se paró aquí porque quería subir a un tren —pensó Ricky.
Pero Holly declaró que Bobby no habría sido tan tonto como para intentar subir a un tren en marcha, ni siquiera aunque fuese un tren de mercancías que avanzase despacio. Probablemente se detuvo un momento a descansar o a mirar hacia un lado y otro de las vías, antes de cruzarlas.
A los pocos minutos, Zip prosiguió su búsqueda cruzando las vías y corrió por el camino en dirección al río Muskong, con el hocico casi pegado al suelo.
Al fin, el fiel perro pastor condujo a sus amos hasta la orilla del río próxima al Puente de Piedra, se acercó hasta el agua y se detuvo. Allí estuvo unos instantes dando resoplidos y mirando a los niños. Era indudable que el perro había perdido la pista en aquel preciso lugar.
—¡Oh, Dios mío! —exclamó Holly—. ¿No será que el pobrecito Bobby se cayó al agua y se ahogó?
—¡Huy, no pienses esas cosas! —suplicó Pam, escalofriada.
Y de pronto Pete gritó con extrañeza:
—¡Mirad! Aquella barca vieja ha desaparecido. Sí, aquella que sacamos del agua…
Los cuatro Hollister miraron con asombro hacia el fangoso lugar donde antes se hallaba la vieja embarcación.
—Si Bobby intentó ir a pescar en esa barca no creo que llegase muy lejos —dijo Pete, muy preocupado.
Aterrados al pensar en que el muchachito hubiera podido meterse en la vieja barca y marchado río abajo, los niños buscaron por los alrededores de aquel lugar. No viendo la barca por ninguna parte, acabaron sentándose, mientras pensaban en lo que debían hacer.
—No podemos embarcarnos por el río solos —suspiró Pam—. ¿Quién podría acompañarnos? ¿Querrá venir papá?
—No. He oído que hoy estaba todo el día fuera de la ciudad. Pero ya sé —dijo Pete—. Conozco una persona que sí querrá acompañarnos.
—¿Quién?
—Bill el Soltero.
Bill el Soltero era un hombre de anchos hombros y carácter amable que se pasaba la mayor parte del tiempo al aire libre, haciendo deportes. Una vez en que Pete estuvo encargado de atender los negocios en el «Centro Comercial» durante una hora, vendió a aquel señor una canoa. Se llamaba William Barlow, pero en la ciudad todos le conocían por Bill el Soltero.
—Pues vamos en seguida a ver si quiere llevarnos —decidió Pam, impaciente.
Los Hollister volvieron rápidamente a casa y Pete se apresuró a buscar en el listín el número de teléfono de Bill. Afortunadamente, Bill estaba en casa.
Cuando Pete le contó lo que ocurría respecto a Bobby y le preguntó si él podría ayudarles a buscar al muchacho, Bill el Soltero dijo que estaría dispuesto inmediatamente.
—Pero sólo podré llevar en la barca a dos de vosotros —les advirtió—. Nos encontraremos dentro de media hora en el Puente de Piedra.
La señora Hollister decidió que serían Pam y Pete quienes marchasen a reunirse con Bill el Soltero. Después de despedirse, Pete y Pam volvieron a toda prisa a la orilla del río. No tardaron mucho en llegar y ver a Bill en su canoa; éste se acercó a la orilla y mantuvo quieta la embarcación, mientras los niños saltaban a ella.
—Tú rema delante —dijo Bill a Pete—. Yo llevaré el timón, y tú, Pam, puedes sentarte en medio y nos servirás de vigía.
Apoyando su remo en la orilla, Bill dio un fuerte empujón, con lo cual la canoa se encontró en mitad de la corriente. Empezaron por remar corriente abajo, porque Bill consideró muy poco probable que Bobby hubiera podido ir corriente arriba en una barca vieja y estropeada. Habría sido casi del todo imposible para un muchacho de su edad y estatura remar contra la corriente.
A los pocos minutos pasaron ante una pequeña lancha anclada cerca de una curva del río, donde la corriente no era muy fuerte. En la lancha había dos hombres, pescando.
Pete se dirigió a ellos, preguntando:
—¿No han visto ustedes por aquí a un chico que iba solo en una barca muy vieja?
—No —le respondieron.
—¿Llevan ustedes mucho tiempo aquí? —indagó Bill.
—Estamos desde las cinco de esta mañana.
—Entonces, Bobby tuvo que pasar antes de esa hora —dijo Bill a los niños—. Eso suponiendo que pasara en alguna ocasión por aquí.
Más allá se encontraron ante una barca anclada junto a la orilla. Uno hombre estaba manipulando el motor de fuera borda. Bill y los Hollister le preguntaron si sabía algo de un muchacho que debía de haber pasado por allí.
—No —respondió el hombre—. He estado casi toda la mañana luchando por arreglar este odioso motor y habría visto a cualquier chico que hubiese pasado cerca de mí.
Los de la canoa siguieron adelante, aunque ya empezaban a desanimarse. Cada vez que veían una embarcación, preguntaban a sus ocupantes si habían visto a Bobby, pero nadie podía darles información sobre el muchacho.
Transcurrido un rato vieron que ante ellos tenían un bonito paisaje. A la otra orilla del río se veía una larga fila de barquitas muy pequeñas.
—Van a celebrar una competición —dijo Pete. Eso dio a Pam una idea… Si Bobby había ido en aquella dirección, seguramente se habría detenido allí para ver la carrera.
—Vamos a ver si está allí —propuso la niña—. Si no le vemos, podemos preguntar a los concursantes si han visto a Bobby Reed.
—De acuerdo —accedió Bill el Soltero. Remaron en dirección a un grupo de chiquillos que se encontraban en la margen izquierda del río. Todos aplaudían y levantaban los brazos, mientras, una tras otra, las barquitas iban ocupando sus puestos para la competición. Pete y Pam miraban a los chicos con toda atención, intentando descubrir a Bobby entre ellos. Pero Bobby no estaba allí.
Con precaución, para no estorbar a las pequeñas barquitas de vela, Bill condujo la canoa hasta un joven que parecía tener algo que ver con la competición.
—¿No ha visto usted a un chico que se llama Bobby y que puede haber pasado por aquí en una lancha muy vieja? —le preguntó Pete.
El hombre no se había fijado en ningún muchacho que hubiera pasado en una lancha vieja, pero sugirió que preguntasen a los niños que estaban reunidos en la orilla. Pete hizo lo que el hombre le acababa de indicar y fue preguntando a los chicos de uno en uno, hasta que un pequeño pelirrojo le repuso:
—Hace una media hora había un chico al que no conozco. No le había visto nunca.
Pam se puso nerviosísima al oír aquello.
—¿Era un niño de diez años, con los ojos castaños? —preguntó.
—No sé de qué color tenía los ojos, pero era tan alto como yo.
—Entonces, puede ser el chico que buscamos —reflexionó Pete—. ¿Hacia dónde se fue?
—Estuvo un rato viendo el concurso; luego se fue por aquellos bosques.
—¿Quiere usted esperarse un poquito, mientras nosotros vamos a inspeccionar? —pidió Pam a Bill.
—De acuerdo. Pero no vayáis lejos.
Pete y Pam echaron a correr en la dirección que el pelirrojo les había indicado. Mientras se iban internando entre los árboles y matorrales, los niños gritaban:
—¡Bobby, Bobby! ¿Dónde estás?
Pero nadie les contestaba. Pronto llegaron a un caminillo y Pam consideró que cualquiera que pasase por el sendero en que ellos se encontraban habría seguido dicho caminillo. De modo que tomaron aquella dirección, llamando continuamente y con grandes gritos a Bobby. Habían recorrido ya un trecho, cuando Pete dijo:
—¡Silencio! ¡He oído algo!
Al principio, Pam creyó que aquello no era más que el nombre de Bobby que ellos pronunciaban y que el eco repetía. Pero, al fin, se convenció de que lo que se oía era una contestación, en voz que sonaba muy lejana, muy apagada.
—¿Crees que le habremos encontrado? —Preguntó Pam, entusiasmada, mientras ella y su hermano aceleraban el paso—. Bobby, ¿estás ahí?
—Aquí estoy. ¿Qué queréis?
Pete y Pam salieron, entonces, a un claro del bosque donde un muchachito estaba cogiendo fresas. Se encontraba de espaldas a los Hollister, pero, cuando éstos se acercaron, él se volvió para preguntar:
—¿Me llama mi madre?
Pete y Pam se quedaron mirándole, asombrados. ¡Aquel niño no era Bobby Reed!
—¿Te llamas Bobby, acaso? —preguntó Pam.
—Sí. Claro. Pero ¿quiénes sois vosotros? Me parece que no os conozco.
—No. No nos conoces —admitió Pete—. Mi hermana y yo estamos buscando a otro Bobby. A Bobby Reed. ¿Le has visto tú?
—No.
Los dos hermanos se sintieron muy desanimados. Cuando regresaban hacia la orilla del río, Pete dijo:
—Esto es más difícil que la caza de patos silvestres.
Cuando llegaron a la canoa se instalaron en ella y comunicaron a Bill el fracaso que acababan de sufrir.
—Es una lástima —concordó Bill—. Pero buscaremos en otros sitios.
Se pusieron otra vez en marcha y cada uno de ellos iba pensando en los lugares a donde podía haberse dirigido Bobby. Al cabo de un rato, Bill comentó:
—Si Bobby ha pasado por el río en la barca vieja, hay una persona que le habrá visto.
—¿Quién es? —preguntaron los dos niños a un tiempo.
—Hug, el que hace barquitos en miniatura.
Los Hollister habían oído hablar de Hug. Era un hombre que vivía junto al río, donde se dedicaba a hacer barquitos en miniatura para venderlos a los visitantes. Se pasaba todo el día en el desembarcadero y, por lo tanto, veía necesariamente a todo el que pasaba.
Muy pronto, los tres viajeros de la canoa se encontraron ante el desembarcadero de Hug. Bill condujo la embarcación hacia la orilla y el hombre se levantó para saludarles.
—Buenos días —dijo—. ¿Me compran una canoa en miniatura?
—No —repuso Bill—. Estamos buscando a un niño que se ha perdido. Nos parece que se ha marchado por el río en una embarcación vieja.
Hugh masculló:
—¡Hum!
Y volvió a sentarse, sin duda molesto por no haber hecho una venta. Pam le preguntó amablemente:
—¿No ha visto usted pasar por aquí a un niño que iba solo, en una barca muy vieja?
El hombre se rascó la cabeza y repuso:
—Pues sí. Ahora que lo pienso, creo que le vi pasar.
Los Hollister volvieron a sentirse emocionados.
—¿Cuándo? —indagaron rápidamente.
—Vi pasar por aquí a un chico en una vieja barca ayer al mediodía —explicó Hugh—. La corriente arrastraba y el crío no hacía más que sacar agua de la embarcación a toda prisa. No comprendo cómo aquel trasto se mantenía a flote.
—¡Ooooh! ¡Era Bobby! ¡Seguro que era Bobby! —exclamó Pam, que no podía dominar su nerviosismo.