UN NIÑO DESAPARECE

Los Hollister se apartaron un poco, pero lo que caía desde el puente fue a parar directamente sobre sus cabezas.

¡Era barro! ¡Montones de barro!

—¡Ah! —gritó Ricky, mientras se quitaba el que le había caído en los ojos.

El barro había caído en sus cabellos y había resbalado luego por sus rostros. Las ropas quedaron totalmente sucias. Sue lloraba.

—¿Quién ha podido gastarnos una broma tan odiosa? —se preguntó Pam, enfadadísima.

—Yo tengo ya una idea de quién ha sido —anunció Pete.

Y corrió a uno de los terraplenes de la carretera que atravesaba el puente.

Miró hacia el puente, pero no había nadie allí. Dándose la vuelta, Pete miró en la dirección opuesta. Alguien desaparecía en aquel momento entre los matorrales de un lado del camino.

Pete corrió todo lo velozmente que pudo hacia allí, pero, cuando llegó a los matorrales, la persona fugitiva había desaparecido. Se aproximaba un coche y Pete levantó las manos para indicar que se detuviera.

—Hola. ¿Tú por aquí? —dijo una voz amable.

—Hola, señor Finder. ¿Ha visto usted a un chico corriendo por el campo?

—Sí. Hace unos segundos ha salido un muchacho de los arbustos. Corría hacia allí.

Ya entonces, el señor Finder había dado un buen vistazo a Pete y extrañado por el aspecto del muchachito preguntó:

—¿Qué ha pasado? ¿Te has caído en un barrizal? Cuando Pete explicó lo que les acababa de suceder, a él y a sus hermanos, el señor Finder aseguró que se trataba de una broma de muy mal gusto.

—¿Y tienes una idea de quién puede ser el bromista? —preguntó—. Tiene que ser alguien que esté enterado de que buscáis al viejo Moe.

—Yo creo que era Joey Brill. Es la única persona de la ciudad que se empeña en hacernos la vida imposible. Se habrá enterado de que queremos encontrar a Moses Twigg para favorecer a Bobby. Como Joey no aprecia tampoco a Bobby.

Los demás niños llegaban ahora por el camino. ¡Qué aspecto tenían!

Pam había intentado limpiar con agua la cabecita de Sue, pero lo único que consiguió fue que el barro disuelto resbalara por la carita sonrosada de la pequeña. El vestido azul de Holly tenía enormes manchones oscuros y la camisa de Ricky estaba totalmente embadurnada de barro.

El señor Finder se ofreció a llevarles y los Hollister aceptaron inmediatamente. Pete ayudó a sus hermanos a entrar en el coche, advirtiendo a Sue que se sentara en el suelo para que no ensuciase la tapicería.

Pete se sentó delante, junto al señor Finder. Cuando el coche se puso en marcha, el señor del banco dijo:

—Olvidé deciros por qué tengo interés en encontrar pronto a Moses Twigg.

—Dijo usted que era porque ese señor tiene dinero en el banco —le recordó Pete.

—Sí, pero no os dije que ese dinero lleva en el banco diecinueve años. Si continúa un año más en el banco, me temo que se perderá.

—¿Por qué? —preguntó Pete.

El señor Finder explicó que, cuando un dinero lleva ingresado en un banco más de veinte años sin que nadie lo reclame, pasa al estado.

—¿Y eso quiere decir que Bobby y su madre no podrían cobrarlo?

—Me temo que no.

—Entonces tenemos que darnos mucha prisa para encontrar a Moses Twigg —opinó Ricky.

—Tienes razón, hijo.

Entonces el señor Finder detuvo su coche junto a la acera de la casa de los Hollister y sus pasajeros saltaron al suelo, dieron las gracias al amable señor y corrieron a ver a su madre.

Al verles, ella se quedó mirándoles fijamente, con incredulidad. En seguida, temiendo que estuvieran heridos, gritó:

—¡Dios mío! Pero ¿qué os ha pasado?

—Estamos bien, mamá —la tranquilizó Pam—. Todo lo que tenemos es suciedad.

Y la niña contó a su madre cómo les habían echado una lluvia de barro, y añadió que creían que el malintencionado bromista había sido Joey.

—Seguramente ese chico se cree muy gracioso murmuró, enfadada, la señora Hollister.

E inmediatamente se dispuso a lavar la cabeza a Sue, mientras los demás niños se bañaban y cambiaban de ropas.

Aquella noche, a la hora de la cena, la familia Hollister en pleno estuvo hablando largo rato. El señor Hollister rió de buena gana cuando Ricky contó cómo tuvieron todos que andar a gatas por la oficina del señor Kent, intentando «cazar» la rana, los camaleones y la serpiente.

—Eso me recuerda una ocasión en que vuestro tío Russ y yo, cuando teníamos aproximadamente vuestra edad, cogimos una rana gigante en una charca.

—Cuéntanoslo, papá —rogó Holly, a quien encantaba oír a su padre contar cosas de su infancia.

—Tuvimos un trabajo inmenso para poder cazar la rana —empezó el señor Hollister—. Estuvimos siguiéndola alrededor de la charca durante cerca de una hora hasta que, al fin, yo pude arrastrarme sigilosamente hasta ella. Pero, cuando me agaché a cogerla, perdí el equilibrio y caí en el fango. Tío Russ tuvo que sacarme por los pies, para que no escapase la rana.

—¿Y pudisteis llevárosla a casa? —quiso saber Holly.

—Sí, pero en casa volvimos a encontrar dificultades. Tía Emma había ido de visita y a ella no le gustan las ranas. Así que yo buscaré una fiambrera vieja, con un agujero en la tapa, y eché agua dentro. Tío Russ metió la rana allí. Entonces nos marchamos al sótano para construir una bonita jaula a la rana y, al cabo de un ratito, oímos chillar a tía Emma. A la pobre se le había ocurrido levantar la tapa de la fiambrera y la rana le había saltado a la cabeza.

Los niños estallaron en risas estrepitosas.

—¿Y tu mamá os dejó quedaros con la rana? —se interesó Pam.

—No. Tía Emma se había asustado tanto, que mi madre opinó que lo mejor era devolver la rana a la charca —explicó el señor Hollister, entre risas—. De todos modos, creo que el pobre animal estaba allí más feliz.

Pete habló a su padre de todo cuanto hicieron en las oficinas del periódico y de cómo habían conocido al señor Finder, quien también estaba intentando encontrar a Moses Twigg.

—Ya veo que hoy habéis estado efectuando una tarea detectivesca de gran importancia —dijo el padre—. ¡Seguid, seguid trabajando así!

—Papá, ¿no podrías llevarnos en el coche hasta la granja del señor Gillis? —preguntó Pete—. Necesito ver a Bobby para que me diga si sabe cuándo vuelve su madre.

—¿Y por qué no telefoneas? —propuso el señor Hollister.

En cuanto acabó el postre, Pete fue al teléfono y marcó el número de la granja. Dejó que el timbre sonase largo rato, pero nadie le contestó.

—¿No podríamos ir, papá? —insistió Pete, suplicante—. A lo mejor todos están por los alrededores de la casa y por eso no oyen el teléfono.

—Está bien —accedió el señor Hollister—. ¡Todos al coche!

Los niños fueron a la granja, pero quedaron desilusionados porque allí no hallaron al señor Gillis, ni a la señora Bindle, ni a Bobby.

—Volveremos mañana —propuso Pete.

De regreso a la ciudad, los Hollister fueron mirando por las ventanillas del coche, por si veían a Bobby. Pam pensaba que el niño podía haber salido a vender bollos. Pero no le vieron por ninguna parte y, al fin, el señor Hollister llevó a su familia de regreso a casa.

Los niños se metieron en la cama, muy cansados, pero todos se durmieron pensando en Bobby y preguntándose dónde podría estar su amiguito.

—Espero que ese granjero tan malo no le haya hecho nada… —pensó Pam, mientras se iba quedando dormida.

Y, después de aquello, ya no pensó en nada más hasta la mañana siguiente, cuando ya brillaba alegremente el sol. Holly se despertó a los pocos minutos y las dos se divirtieron mientras hablaban sobre lo que debía decirle a Bobby Reed.

Bajaron todos al comedor y estaban a medio desayuno cuando oyeron hablar sonoramente, aunque no entendieron las palabras.

—¿Oís? —dijo Pete—. Hablan por un altavoz. Mamá, ¿me dejas salir un momento a ver qué es?

La señora Hollister repuso que le daba permiso, si volvía en seguida, y Pete corrió a fuera. Regresó a los pocos minutos, anunciando:

—Sí. Es un altavoz. Hablan desde un coche de la policía que se acerca por la calle.

Al oír aquello, todos los niños pidieron permiso para levantarse de la mesa y salieron corriendo.

—Vamos hasta el final de la calle para verlo —propuso Pam.

Mientras se aproximaban al coche policial que avanzaba lentamente, los Hollister vieron que el conductor era Cal Newberry. El agente Newberry era un simpático policía que había ayudado a los Hollister a resolver el primer misterio con que se tropezaron en Shoreham.

—¿Qué está diciendo? —indagó Sue. De vez en cuando, Cal detenía su coche, se llevaba un micrófono a la boca y pronunciaba unas palabras por él. Escuchando atentamente, los niños se enteraron de lo que Cal decía:

—Bobby Reed ha desaparecido. Bobby Reed ha desaparecido. ¿Nadie ha visto a Bobby Reed?