¡Qué confusión se produjo! La gigantesca rana empezó a saltar enloquecida. Los camaleones desaparecieron bajo el escritorio del señor Kent y la serpiente fue a refugiarse en una pila de papeles situada sobre la máquina de escribir.
—¡Ahora sí que has hecho una cosa horrible! —exclamó Holly.
—No quería hacer esto —se defendió Ricky lloroso, mientras se esforzaba por coger a la rana.
Y en aquel preciso momento entraron dos hombres en la oficina. Al ver a los Hollister husmeando por todas partes quedaron asombradísimos.
—Pero ¿qué ocurre aquí? —exclamó uno de los recién llegados, que era un hombre alto y de piel curtida.
—Se han salido todos —explicó Holly, apuradísima—. Lo ha hecho mi hermano, pero ha sido sin querer.
—Ya lo veo —dijo el señor que, inesperadamente, se echó a reír, diciendo—: Me parece que se alegran de encontrarse libres.
El otro hombre, que era delgado y llevaba gafas, soltó una risilla y comentó:
—En su despacho siempre ocurre algo, señor Kent. Y los dos señores se agacharon por el suelo, como los Hollister, intentando atrapar los animalitos que huían. Al principio no tuvieron suerte, pero, por fin, Holly utilizó una papelera vacía y capturó la rana.
—¡Ya no saltarás más! —gritó Holly, jubilosa, metiendo la mano en la papelera y cogiendo la rana por una pata.
Hizo aquello con facilidad porque había aprendido con sus hermanos a coger ranas a la orilla del lago. El señor Kent levantó la tapa de la vitrina y Holly dejó caer el animalito.
Los camaleones tenían un color tan parecido al de la alfombra que resultó muy difícil distinguirles. Los niños y los dos hombres se arrastraban por todas partes, buscando por debajo de cada uno de los muebles.
Al fin, Ricky encontró uno de los camaleones en un rincón, cerca del archivo, y logró cogerle antes de que se hubiera deslizado detrás del mueble.
—¡Aquí está el otro! —anunció Pam.
Estaba cerca de la ventana y había visto al camaleón trepando por un pliegue de la cortina. El animalillo quedaban lejos de su alcance, pero Pam no tardó en darle caza.
—¡Qué risa! —Exclamó Ricky—. Esto es igual que un rodeo del Oeste.
La serpiente fue más difícil de encontrar. De todos modos, Pete acabó encontrándola junto a las zarigüeyas y la apresó.
Cuando todos los animales fueron devueltos a su casa, el señor Kent dijo, riendo:
—Mi mujer me advirtió que no trajera estos bichejos a la oficina. Lo que ha ocurrido me está bien empleado.
Ricky pidió perdón al señor Kent por haber dejado salir a sus animales.
—No te preocupes por eso —le tranquilizó el señor Kent, apoyando una mano en la cabeza de Ricky—. Te perdono lo que has hecho si me proporcionas un «lopadapulos».
—¿Y qué es eso? —preguntó Ricky, sin comprender que el señor Kent le estaba gastando una broma.
—Lo sabrás cuando lo encuentres. Es primo carnal del «nosecuantos».
Entonces Ricky se dio cuenta de la burla y se echó a reír, también. El señor Kent se sentó ante su mesa y pidió a los demás que tomasen asiento. No había bastantes sillas para todos, de modo que los muchachos se acomodaron en los brazos de las butacas en que se sentaron las niñas.
—Y ahora decidme qué es lo que queréis de mí, jovencitos —pidió el periodista.
Pete le dijo quiénes eran él y sus hermanos, y explicó que habían acudido a él para hacerle una pregunta.
—Éste es mi amigo, el señor Finder —les presentó el señor Kent—. Trabaja en el banco, pero le gusta venir a hablar conmigo sobre pesca.
—De eso mismo queremos hablar también nosotros.
Y Pete contó al señor Kent todo lo relativo al pez payaso con un aro en la cola que ellos habían pescado.
—Por un motivo muy importante, tenemos que averiguar quién es el Viejo Moe. ¿Por casualidad le conoce usted? —preguntó Pete al señor del periódico.
El señor Kent repuso que lamentaba no tener noticia alguna de aquella persona, y que también a él le gustaría averiguar quién era; podría constituir un buen reportaje para el periódico.
—Ya nos han informado alguna vez de que se han pescado peces con aro y una inscripción, pero no ha habido manera de resolver el misterio sobre el Viejo Moe.
—A nosotros nos parece que tenemos ya una pista —intervino Pam—. ¿No han oído ustedes hablar de Moses Twigg, un señor que desapareció?
Los dos señores intercambiaron miradas y el señor Finder preguntó a Pam por qué aquello le parecía una pista. La niña les habló, entonces, de Bobby Reed y de su madre, quienes hacía mucho tiempo que no sabían nada del bisabuelo de Bobby. Como Moses Twigg era un gran pescador podía ser que se hubiera marchado a alguna parte para hacer experimentos con los peces.
—¿Qué clase de experimentos? —preguntó el señor Kent, ya muy interesado.
Pam repuso que no lo sabía exactamente… A lo mejor quería comprobar cuánto crecían o alguna otra cosa, en los peces que no fueran pescados.
—Aunque ya han pescado varios —dijo Pete.
El señor Kent dio un sonoro puñetazo en su mesa y sonrió a los hermanos Hollister, al decir:
—¡Vaya! ¡Vaya! Los hombres aficionados a la pesca, de toda la región, llevan un año intentando resolver el misterio de esos peces y vosotros, muchachitos, sois quienes habéis dado la mejor idea.
—Lo malo es que no podemos encontrar al Viejo Moe —dijo Holly—. ¿No puede usted ayudarnos?
Mientras el señor Kent meditaba sobre el asunto, su amigo, el señor que trabajaba en el banco, comentó:
—Es un asunto muy extraño. Precisamente he venido aquí a poner un anuncio en el periódico, relativo a Moses Twigg.
Muy sorprendidos, los niños miraron al señor Finder y le preguntaron por qué iba a poner un anuncio.
—Porque, cuando Moses Twigg desapareció, dejó en el banco una buena cantidad de dinero. Quisiéramos saber si ese hombre aún vive, porque, en caso contrario, su dinero iría a parar a los herederos.
—¡Los herederos serán Bobby y su madre! ¡Con la falta que les hace el dinero! —exclamó Pam.
El señor Finder sacó un cuadernito de su bolsillo y anotó la dirección de la cabaña donde vivían el amiguito de los Hollister y su madre. Dijo que, tan pronto como la señora Reed volviera de viaje, se pondría en contacto con ella. ¿Querrían tener la amabilidad los Hollister de decirle cuándo regresaba aquella señora, si es que podían averiguarlo por mediación de Bobby?
Los niños prometieron comunicárselo en cuanto lo supieran. Entonces el señor Finder sacó un pliego de papel que, según dijo, era el texto para el anuncio, y lo dejó sobre la mesa del periodista. El señor Kent leyó en voz alta:
«Se recompensará bien a la persona que proporcione información sobre Moses Twigg, el cual había residido en Shoreham».
—¡Una recompensa! —dijo Pete, casi a gritos—. Me gustaría ganar esa recompensa.
El señor Finder sonrió, al contestar:
—Pues al paso que vais, no me sorprendería que la ganaseis vosotros. —Y luego añadió—: Ahora tengo que irme. ¿Se encargará usted de la inserción de mi anuncio, señor Kent?
El señor Finder se puso en pie y los niños también se levantaron, comprendiendo que ya habían hecho perder bastante tiempo al señor Kent. Éste les acompañó hasta la puerta y, entonces, se le ocurrió preguntar a los Hollister si habían visitado alguna vez la redacción de un periódico y, como los niños contestaron que no, él propuse:
—¿Os gustaría ver el proceso que sigue la inserción del anuncio del señor Finder, desde el principio hasta el fin?
—¡Ya lo creo! ¡Sería estupendo! —declaró Pam. El señor Kent descolgó el teléfono y los niños le oyeron dar orden a alguien de que detuvieran las máquinas de imprimir. Al momento, aquel ruido infernal que llevaba sonando ininterrumpidamente y que hacía estremecerse el edificio, cesó de oírse.
—Seguidme —dijo el señor Kent, abriendo la marcha para bajar las escaleras.
Ante todos les llevó a un despacho donde había sentado un joven a quien presentó a los Hollister, diciéndoles que era el encargado de los anuncios. El hombre dio el visto bueno al anuncio del señor Finder, haciendo una anotación en el papel, y lo devolvió a señor Kent.
Luego, se encaminaron todos juntos hasta una máquina de componer tipos. Los dedos de señor Kent trabajaron allí tan rápidamente que los niños no podían seguir sus movimientos. Luego, el hombre se volvió a sus pequeños visitantes, diciendo:
—A ver si lo imprimimos ahora mismo.
El molde cayó en un casillero y el señor Kent preguntó a Ricky si le gustaría llevarlo al siguiente lugar. Advirtió que estaba demasiado caliente para cogerlo, así que dio al niño su pañuelo para que lo envolviera con él.
Todos se aproximaron a la enorme rotativa, la cual estaba ahora parada. El señor Kent dijo al hombre encargado de las máquinas que iba a sustituir el anuncio por algo que imprimiría en la portada. El hombre miró inmediatamente la placa metálica y del centro sacó tres hileras de letras que se llaman tipos de imprenta. Con gran rapidez insertó allí el anuncio relativo a Moses Twigg. Luego, el señor Kent le indicó que continuase las operaciones.
El hombre pulsó un interruptor y, al momento, la gigantesca máquina volvió a funcionar. El ruido que hacía era tanto que Holly se llevó las manos a los oídos, con lo que el señor Kent y el otro hombre se echaron a reír.
—Si estuvierais un tiempo por aquí, pronto os acostumbraríais —aseguró el señor Kent, quien, después, se volvió a Pete para preguntarle—: ¿Te gustaría tener el primer periódico que salga de prensa con el anuncio sobre Moses Twigg? Podrás llevártelo a casa.
Pete se estremeció de emoción ante la idea de tener aquel primer periódico y acompañó al señor Kent al otro extremo de la gran rotativa, por donde los periódicos, completos ya, volvían a salir, bien doblados y preparados para la venta.
Llegaron a aquella parte de la máquina en el momento en que salía el primer ejemplar en que ya iba insertado el anuncio relativo a Moses Twigg. Pete cogió el periódico y leyó en voz alta el anuncio.
—¡Bueno! ¡Esperemos que ganéis vosotros la e-compensa! —dijo, sonriente, el señor Kent.
Luego se despidió de los niños, quienes salieron de las oficinas del periódico. Los Hollister corrieron a casa y, emocionadísimos, enseñaron el periódico a su madre, declarando que pensaban seguir haciendo averiguaciones hasta encontrar a Moses Twigg. Además, esperaban que aquel hombre fuese el Viejo Moe, porque así resolverían dos misterios a un tiempo.
—Desde luego, sería asombroso que lo consiguieseis —opinó la señora Hollister—. ¡Ah, Pete! Hace un rato hubo una llamada telefónica para ti. Pero no ha querido decir quién era; sólo ha dicho que llamaría más tarde.
En aquel momento, sonó el teléfono y Pete corrió a coger el auricular; oyó que una voz chillona que parecía de mujer decía:
—Me he enterado que desea usted saber algo sobre el Viejo Moe.
Pete estaba nerviosísimo.
—Desde luego —repuso—. ¿Es que usted sabe algo de él?
—Ya lo creo. Le contaré un secreto si se reúne usted conmigo dentro de unos minutos en el Puente de Piedra.
Antes de que Pete hubiera podido preguntar cómo se llamaba la misteriosa persona con la que estaba hablando, ésta cortó la comunicación. Pete explicó a su madre lo que acababan de decirle y pidió permiso para acudir al Puente de Piedra. La señora Hollister frunció el ceño y declaró que el modo de obrar del misterioso personaje que había llamado por teléfono era muy poco lógico.
—Pero debemos hacer averiguaciones, ¿no crees? —repuso Pete.
—Es verdad —concordó Pam—. Si queremos ser buenos detectives, mamá, no podemos dejar de comprobar ni una sola pista. Yo iré con Pete.
La señora Hollister accedió a dejarles ir, pero antes les advirtió:
—Los buenos detectives deben ser también muy precavidos.
Pete y Pam prometieron no complicarse en nada que pudiera resultar peligroso, e iban a marcharse ya, cuando Ricky suplicó que le dejase ir, también. Y Holly, al oírle, declaró que ella debía acompañarles, si es que se trataba de una aventura.
—Y yo «tamén» —empezó a decir Sue. La señora Hollister sonrió.
—Cuantos más seáis, menos peligrosa resultará la aventura, supongo yo.
Y dio su consentimiento para acudir al Puente de Piedra a todos sus hijos. Los cinco hermanos se pusieron en marcha, llenos de excitación. Pam llevaba a Sue de la mano. Cruzaron una explanada y siguieron por un camino que conducía hasta el Puente de Piedra.
Al poco tiempo llegaban a la orilla del río y muy poco después al viejo puente. Los niños miraron a su alrededor, pero no vieron a nadie.
—Puede que, al final, esa persona misteriosa haya decidido no venir —dijo Pam.
—También puede ser que hayamos llegado nosotros antes —se le ocurrió pensar a Pete.
Esperaron varios minutos. En vista de que nadie aparecía, Holly dio la idea de que tal vez la persona del teléfono se refería al otro lado del puente.
—Iremos hasta allí —concordó Pete—. Pero no os metáis en el agua.
Los cinco se mantuvieron en la orilla, mientras pasaban bajo el puente. En el momento en que llegaban al otro lado, por encima de ellos una voz sonora anunció:
—¡Yo soy el viejo Moe!
Y, a aquellas palabras, siguió una chillona carcajada que les asustó muchísimo. Sue se abrazó a Pam y Holly y Ricky empezaron a temblar.
—¡Yo soy el Viejo Moe! —repitió la voz.
Los niños levantaron la cabeza para mirar a lo alto del puente. ¡Y entonces algo empezó a caer en dirección a sus cabezas!