BROMISTA EMBROMADO

Con el rabillo del ojo, Pete vio aproximarse la piedra y gritó:

—¡Apártate, Pam!

Su hermana se movió un poco en el preciso instante en que iba a alcanzarle la piedra. Ésta pasó por encima de su cabeza. Y entonces asomó a la vista el tirador de la piedra. ¡Era Joey Brill!

Bobby Reed corrió hacia ellos. Su atacante era Joey, que había ido a buscar más piedras.

—¡Ayudadme! —Chilló Bobby—. ¡Ayudadme!

Cuando Joey se fijó en la presencia de los hermanos Hollister, quedó tan sorprendido que se detuvo en seco. Eso dio a Pete la posibilidad de actuar rápidamente. Antes de que el muchacho mal intencionado hubiera podido arrojar otra piedra, Pete se abalanzó contra él. Juntos los dos chicos rodaron por el suelo.

Aunque Joey era más ancho y de más estatura que Pete, éste tenía más agilidad. El mayor de los Hollister supo ponerse en pie con prontitud y, cuando Joey se levantó, Pete le dio un buen puñetazo en la nariz.

—¡No es justo! —gruñó Joey a voces—. Sois tres contra uno. ¡Ya me tomaré el desquite contigo!

Y después de decir aquello, Joey escapó corriendo hacia el Puente de Piedra.

Ahora que el molesto camorrista les había dejado solos, Pete y Pam prestaron atención a Bobby que había huido hacia la cabaña y estaba en pie junto a la puerta.

—¿Qué ha pasado? —le preguntó Pete, acercándose.

Bobby explicó que Joey le molestaba frecuentemente, sobre todo en los últimos tiempos, desde que vendía hortalizas y bollos por encargo del granjero Gillis.

—Se come los bollos y luego el granjero me castiga —siguió diciendo Bobby—. Hoy, cuando Joey me ha encontrado, yo había vendido ya todos los bollos y por eso se ha puesto furioso.

—¡Mira que atreverse a hacer una cosa así con un chico más pequeño que él! —masculló Pete con desagrado.

—Al menos esta vez no se ha salido con la suya —se consoló Bobby—. Gracias por ayudarme.

—Nos alegramos mucho de haber podido hacerlo —le aseguró Pam—. También tú nos ayudaste a nosotros. ¿Es tuyo este pan?

—Sí. Muchas gracias. Me lo dejé delante de vuestra tienda, ¿verdad?

—¿Es para tu madre? —indagó Pam.

—No. Es para el señor Gillis. Mamá no está aquí —dijo con tristeza el muchachito—. Está fuera y yo he venido a ver si había alguna carta. Estoy con el granjero Gillis hasta que mamá vuelva. Pero ese hombre me trata muy mal.

Luego, Bobby contó a los dos Hollister que sus padres y él habían vivido en una granja, en el Oeste. Por desgracia, su padre murió y la señora Reed no era lo bastante fuerte para poder realizar sola todos los trabajos de la granja.

—Así que mamá se decidió a escribir a mi bisabuelo, que vive en Shoreham. Es nuestro único pariente. Se llama Moses Twigg.

Cuando Pete y Pam oyeron aquello, se miraron el uno al otro sorprendidos. ¿No sería aquél el Viejo Moe que ponía los aros de metal en las colas de algunos peces…? Después de todo, Moe era el diminutivo de Moses…

Bobby siguió contándoles que su madre había escrito a Moses Twigg, preguntándole si ella y Bobby podían ir al Este y ayudarle en la tienda de artículos de caza y pesca que el anciano tenía hacía muchos años.

—Pero mi bisabuelo no contestó a la carta de mamá —se lamentó el muchacho—. Así que ella pensó que lo mejor era que viniésemos a Shoreham y solucionásemos las cosas hablando directamente, en los billetes del tren nos gastamos todo el dinero.

—¿Y encontrasteis a tu abuelo? —quiso saber Pam.

—No —contestó Bobby—. Nos han dicho que la tienda del bisabuelo Twigg se incendió hace unos años. Él desapareció misteriosamente y nunca han vuelto a saber de él.

—¡Qué horror! —exclamó Pam.

—¿Y por qué te ha dejado aquí tu madre? —le preguntó Pete.

Bobby respondió que la señora Reed había regresado al Oeste a buscar trabajo y por eso le había dejado a él con el granjero Gillis. Cuando su madre tuviera trabajo y hubiese ahorrado un poco de dinero, volvería a buscar a Bobby.

—Lo que más quiero es que mamá vuelva pronto —murmuró Bobby, mientras por sus mejillas empezaban a resbalar las lágrimas—: El señor Gillis no es amable conmigo. La única persona que me gusta de la granja es la señora Bindle, el ama de llaves.

—Pues vamos a verla —propuso Pam—. A lo mejor esa señora te deja venir a casa a jugar y comer con nosotros.

A Bobby le entusiasmó la idea y los tres niños corrieron a la granja Gillis, que estaba a un kilómetro de distancia. La señora Bindle, una mujer corpulenta y maternal, dio su permiso para que Bobby fuese de visita a casa de los Hollister. Bobby demostraba estar mil veces más contento de lo que los pequeños Hollister le habían visto nunca.

Cuando llegaron los tres a casa, se echaron a reír todos a un tiempo, viendo que la pequeñita Sue y un gordinflón de dos añitos que se llamaba Stevie y vivía en una de las casas vecinas, estaban intentando jugar al croquet.

Stevie se agachaba hacia el suelo y, en lugar de la maza, utilizaba las manecitas gordezuelas para empujar la pelota. En cuanto a Sue, se desgañitaba, luchando por enseñarle cómo debía empujar la pelota con el mazo.

—No, no, Stevie lo «hase ací» —replicaba el diminuto jugador, haciendo pasar la pelota bajo los aros con su manecita.

—Ya se nota que es un pequeñajo —dijo Sue con un suspiro, dirigiéndose a los demás.

En aquel momento llegó la madre de Stevie por la puerta trasera de su casa.

—¡Stevie! ¡Stevie! —llamó la señora.

Pero, como el pequeñito no le hacía caso, Sue le advirtió:

—Te llama tu mamá.

Le cogió de una mano y, suavemente, quiso arrastrarle hacia su jardín. Pero el gordinflón no quería volver a su casa y se dejó caer sobre la hierba con tal fuerza que hizo que Sue perdiera el equilibrio y cayese sobre él. La niña volvió a levantarse en seguida y siguió tirando de él. Imposible. El «peque» no estaba dispuesto a levantarse.

—Nene no «tere» ir a casa —declaró testarudo el niño.

—¡Stevie! —volvió a llamar su madre, con voz ya inquieta.

Todo aquel rato. Pete, Pam y Bobby habían estado observando a los pequeños, haciendo esfuerzos para no soltar la carcajada. Pero la escena era tan divertida que por fin se les escaparon unas risillas.

Entonces Pam se acercó a los niños y propuso:

—Sue, guapa, si quieres te ayudaremos.

—No —contestó Sue, muy decidida—. Stevie es mi amiguito y tengo que llevarle a su casa yo.

Se quedó unos minutos muy seria y pensativa, y al fin dijo:

—¡Ya lo sé! A lo mejor puedo llevarle a su casa con una galleta.

Y Sue corrió a la cocina y regresó con una estupenda galleta de gran tamaño. Tan pronto como Stevie la vio, se levantó de la hierba y echó a andar hacia Sue con toda la prisa que sus gordísimas piernecillas le permitían.

—Stevie, ¿quieres la galleta? —decía Sue.

Y teniendo mucho cuidado de no acercársela demasiado al chiquitín, echó a andar hacia la casa del niño, sin dejar de enseñarle la golosina. Stevie, relamiéndose ya, seguía a la mano extendida que le enseñaba la galleta.

—¡Ven, Stevie! ¡Ven! —le llamaba Sue.

Y la niña utilizó aquel truco hasta que llevó a su amiguito a su jardín. La madre del pequeño se echó a reír y dio las gracias a Sue quien, entonces, entregó la galleta al gordito y echó a correr hacia su casa, donde los demás la esperaban para ir a comer.

Pete presentó a Bobby a la señora Hollister y le explicó que aquel niño no había podido localizar a su bisabuelo.

En seguida, los niños se sentaron a comer una sabrosa sopa y unos riquísimos bocadillos de ternera asada.

—¿Qué hay de postre? —quiso saber el goloso Ricky.

La madre contestó que se trataba de una sorpresa y a los pocos minutos les servía unas copas rebosantes de helado. Bobby se reía sin cesar y aseguraba que hacía mucho tiempo que no lo pasaba tan bien. Cuando acabaron la comida, entre todos recogieron las cosas de la mesa y salieron a jugar.

De repente, Holly gritó con desespero:

—¡Qué malísimo es Joey! Ya sabía yo que estaría haciendo alguna diablura.

El chico estaba amartillando en el suelo uno de los puentecillos del croquet.

—¡Estate quieto! —le gritó Pete, corriendo hacia él.

Joey huyó hacia uno de los lados de la casa, seguido por Zip que ladraba indignado. Y entonces el chico tropezó con el tarro que Ricky dejó junto al bordillo. ¡El tarro donde el pecosillo había capturado al abejorro!

La tapa saltó al suelo y el insecto salió volando, se posó en el tobillo de Joey, que seguía corriendo, y le dio un picotazo.

—¡Huy! ¡Huy! —se quejó Joey.

Y pensando que podía haber más abejorros por ahí, el chico salió del jardín de los Hollister a toda velocidad y corrió a su propia casa.

Mientras los niños observaban cómo el otro desaparecía, la señora Hollister salió a la puerta para decir que llamaban a Pete por teléfono.

Era Tinker. Dijo que dos personas ya habían llevado peces más grandes que el de Pete y que toda la ciudad hablaba del concurso.

—He pensado que te gustaría venir a ver los peces.

—Ya lo creo —repuso Pete.

Cuando Pete les dijo a los demás lo que le comunicó Tinker, todos sintieron enormes deseos de ir a ver a los peces. Bobby fue quien mostró mayor entusiasmo. Parecía haber olvidado todas sus preocupaciones y corrió alegremente con los Hollister a la puerta principal.

Mas de improviso su carita reflejó una expresión de miedo. Bobby se detuvo y se quedó mirando fijamente el coche que había aparcado delante de la casa.

—¿Qué pasa? —le preguntó Pam, dándose cuenta de la extraña expresión de los ojos del chiquillo.

—Pues… tengo miedo. Van a reñirme. —Y Bobby alargó un dedo al tiempo que decía—: Aquel que sale del coche es el señor Gillis.

Los demás niños también se habían quedado parados ahora y contemplaban en silencio al hombre que había empezado a subir por el camino. Tomando a Bobby por un hombro, el granjero dijo con voz furiosa:

—¿Qué significa esto de esconderse aquí, bribón? ¡Tu obligación es estar en la parte baja de la ciudad, vendiendo las hortalizas y los bollos que yo te doy!

Bobby intentó hacerles comprender que la señora Bindle le había dado permiso para ir a comer con sus nuevos amigos, pero el señor Gillis no le hizo el menor caso.

—No es la señora Bindle quien está encargada de ti. ¡Soy yo! Tu madre espera que seas útil en algo mientras estás en mi casa. Así que vuelve conmigo.

Ya había empezado a empujar a Bobby hacia el coche, cuando de pronto se volvió hacia los Hollister y rugió:

—¡Vosotros tenéis la culpa de esto! No os mezcléis en mis asuntos o lo lamentaréis.

Sin más, el granjero empujó a Bobby al interior del coche y cerró con un portazo. Luego, dio la vuelta alrededor del coche para sentarse en la parte correspondiente al conductor y se alejó calle abajo, con gran ruido del motor.

Los hermanos Hollister se miraron unos a otros, y al fin Holly declaró:

—El señor Gillis es un hombre malo.

—A mí también me lo parece, viendo cómo trata a Bobby —dijo Pam.

—Voy a contárselo a mamá —resolvió Holly, que echó a correr hacia la casa, volviendo al poco acompañada de la señora Hollister.

—Mamá, ¿por qué ese hombrote no trata bien a Bobby Reed? —decía Holly.

—Me habría gustado estar aquí —suspiró la señora Hollister—. A lo mejor yo habría podido persuadir al señor Gillis de que permitiese a Bobby quedarse con nosotros.

—Podríamos comprar a Bobby todos los bollos —se le ocurrió a Pam—. ¿Por qué no habré pensado en eso antes?

—Ahora temo que ya sea demasiado tarde —opinó la madre.

Todos los niños estaban muy entristecidos, pensando lo que le habría ocurrido a su amiguito.

—Por lo menos, que no le haya pegado ese hombre —deseó Pam fervientemente.

—¡Pobre Bobby! —Se compadeció Holly—. ¿Creéis que el señor Gillis hablaba en serio cuando nos dijo que nos prohibía volver a ver a Bobby?