Cuando el pez payaso fue a parar a la calzada, al volcarse el cubo, los dos hermanos Hollister prorrumpieron en un grito. El conductor, al ver el cubo y el róbalo rodando calle abajo, frenó con el tiempo justo.
Pete corrió a apoderarse del pez, pero éste resbaló de sus manos. Ricky, que ya había recuperado el cubo, fue en ayuda de su hermano.
—¡Jo! ¡Jo! No podréis cogerle —les gritó Joey, antes de marcharse corriendo.
Ni Pete, ni Ricky le hicieron caso, porque estaban demasiado ocupados con intentar recuperar el pez. Cada vez que uno de ellos lo tocaba, el róbalo daba un tremendo salto.
—Va a morirse antes de que podamos meterle en el acuario —se lamentó Pete.
Mientras él y Ricky batallaban por coger el pez, un chiquillo que estaba cerca dejó una cesta y una hogaza de pan que tenía en las manos y corrió a ayudarles. Era el mismo muchachito a quien el hombre de mal aspecto estuvo riñendo en la orilla del río.
El chiquillo actuó rápidamente y cogió el pez por las agallas. Colaborando los tres, el pez acabó por dejar de dar saltos y pudo ser llevado a la tienda.
—¡Eh, Tinker! —llamó Pete a un hombre alto que estaba atendiendo a un cliente—. ¿Quiere ayudarnos a meter este pez en el acuario?
Tinker, un hombre muy amable a quien los Hollister tenían contratado para ayudarles en el «Centro Comercial», se excusó con el cliente y abrió una puertecilla situada en la parte interior del escaparate. Los tres muchachitos entraron y metieron el pez en el acuario.
—¿Está muerto? —se asustó Ricky, viendo que el róbalo se quedaba en un rincón, sin moverse.
—Yo creo que no —dijo Pete, dando un empujoncito al pez—. ¿Ves cómo mueve la cola?
Mientras los tres miraban atentamente, el pez empezó a moverse con lentitud. Primero se enderezó y, después de hacer unas cuantas cabriolas, empezó a nadar normalmente.
—¡Vaya! —dijo el muchachito que les había ayudado—. No creí que pudieseis recuperarlo.
—No habríamos podido si tú no nos hubieses ayudado —respondió Pete, reflexivo—. Muchas gracias.
—¿Cómo te llamas? —quiso saber Ricky.
—Bobby Reed —contestó sonriente, el muchacho—. He oído hablar de vosotros. Sois los hermanos Hollister, ¿verdad? ¿Los felices Hollister?
—Sí. Yo soy Pete y éste es Ricky.
—Yo creo que Joey Brill ha tirado el cubo a propósito —opinó Bobby.
—Ya lo sé. Hemos tenido otras peleas con él antes —repuso Pete.
Cuando los Hollister llegaron por primera vez a Shoreham, Joey había querido asustarles, diciéndoles que en su casa había fantasmas.
—Bueno, pues, cuando Joey vea al pez todavía vivo en el acuario, sabrá que su mala intención no ha valido de nada —se consoló Ricky.
Los muchachos se deslizaron por la puertecilla del escaparate hasta la tienda, y casi tropezaron con Pam Hollister que llegaba con una gran cartulina, un lápiz y un pincel.
—¿Para qué es eso? —preguntó Ricky.
—Mirad.
Pam se inclinó sobre el mostrador y empezó a dibujar unas grandes letras en la cartulina, con el lápiz.
—¡Ah! Esto va a ser el cartel anunciador del gran concurso de pesca —comprendió Pete, que luego explicó a Bobby de qué se trataba.
Los chicos observaron cómo Pam acababa de dibujar las letras que luego pintó de color, teniendo mucho cuidado de que las letras le quedasen muy iguales.
—¡Estupendo! —exclamó Pete, admirando el bien acabado cartel, en donde se leía:
GRAN CONCURSO DE PESCA
25 dólares de premio, en mercancías, para la persona que pesque el róbalo más grande en el río
Muskong. El concurso finalizará dentro de dos semanas.
LOS PECES DEBERÁN TRAERSE VIVOS
A Los pocos minutos, la pintura se habia secado, y Pete colocó el cartel en el escaparate, cerca del acuario. Inmediatamente se aglomeró gente a la entrada de la tienda y los Hollister salieron a escuchar los comentarios.
—Bueno, bueno… —murmuraba un señor gordo—. Soy capaz de pescar el pez más grande…
—Y yo también —presumió otro hombre.
Un muchacho grandullón, después de leer el cartel, preguntó en voz alta, pero como hablando consigo mismo:
—¿A qué estoy esperando? Voy a buscar la caña y pescaré ahora mismo un róbalo.
Y, mientras los demás reían, el muchacho se alejó corriendo.
Cuando Pete volvió la cabeza, se dio cuenta, de pronto, de que Bobby no estaba allí.
—¿A dónde ha ido Bobby? —preguntó Pete a su hermano.
—No lo sé. Pero mira… Ahí está el pan que dejó en el bordillo. Se ha ido y sólo se ha llevado el cesto.
Pete fue a recoger el pan que iba envuelto en un papel encerado, en el que se leía la dirección de la panadería de Miller.
—Seguramente iba a un recado cuando se paró a ayudarnos —opinó Pete.
Cuando contó a Pam lo que había ocurrido, la niña propuso que fueran a llevar aquel pan a casa del amable muchachito.
—Pero no sé dónde vive —repuso Pete. Pam, que miraba al extremo de la calle, dijo:
—Allí viene Dave Meade. Tal vez él sepa cuál es la dirección de ese chico.
Dave era un jovencito alto, de simpático aspecto, que contaba la misma edad que Pete y a quien los niños habían conocido en una fiesta infantil, a poco de llegar a la ciudad. Tenía el cabello negro y lacio, y siempre se le caía sobre la frente, por mucho que se lo peinase.
Cuando Pete le preguntó si conocía a Bobby Reed, Dave contestó que sí. Bobby y su madre, que eran muy pobres, vivían en una cabaña, en la parte baja del río Muskong. La cabaña no quedaba lejos del Puente de Piedra.
—No podéis equivocaros de sitio, porque tiene una chimenea de ladrillo rojo que está medio rota —explicó Dave.
Pete y Pam decidieron ir a llevar el pan a Bobby. Ricky dijo que él quería volver a casa para jugar a la pelota con sus amigos y Dave le acompañó, en la bicicleta de Pete, llevando el cubo en que habían transportado el pez.
—Hasta luego —dijo Pete. Y él y Pam marcharon hacia la casa de Bobby Reed.
No tardaron mucho los dos hermanos en llegar al camino que conducía al río y al poco tenían ante sus ojos el Puente de Piedra.
—Mira —exclamó Pam, señalando hacia el río—. Me parece que es nuestro perro.
Los niños vieron que entre los arbustos de la orilla del agua asomaba la cola de un perro, moviéndose continuamente.
—Sí. Es Zip. Otra vez está buscando ranas —dijo Pete.
Zip era el fiel perro pastor de los Hollister. Frecuentemente, acompañaba a los niños en sus aventuras y, en más de una ocasión, les había salvado de un conflicto.
Pete se llevó dos dedos a la boca y silbó con fuerza. El rabo perruno dejó de moverse y el animal volvió la cabeza y miró a su alrededor. Cuando vio a los niños. Zip dio un salto y corrió a su encuentro.
—¿Qué? —preguntó Pete, acariciándole la cabeza—. ¿Cómo va la pesca de ranas hoy?
El perro lamió las manos de Pete y volvió hacia la orilla del río, ladrando.
—Ya sé lo que quiere —aseguró Pam—. Le gustaría ir a buscar una ramita al río.
Ella y Pete corrieron tras el perro hasta la orilla del agua. Pete cogió una ramita y la arrojó con fuerza al centro de la corriente y, al momento, Zip se lanzó al agua, persiguiendo la rama. Nadando con toda rapidez, le dio alcance, la cogió entre los dientes y regresó hacia la orilla.
Ya se acercaba, cuando se detuvo a mirar algo que se encontraba medio sumergido en las aguas. Los niños vieron que se trataba de una vieja lancha. En la proa de la embarcación, cerca del ancla, estaba una tortuga de agua, tomando el sol.
Después de volver la cabeza y dirigir una rápida ojeaba a los niños, Zip soltó la ramita y avanzó rápidamente hacia la vieja lancha.
—Zip va a cazar la tortuga —dijo Pam, riendo. Pero Zip produjo demasiado alboroto y la tortuga se apresuró a deslizarse por uno de los costados de la lancha y desapareció en el agua. Zip chapoteó unos minutos, buscando a la tortuga, pero al fin fue a recoger la ramita, y, saliendo del agua, la dejó a los pies de los niños.
—Buen chico —aplaudió Pam—. ¡Pero, hombre! No te sacudas el agua encima de mí.
Luego, Pam volvió a tirar la ramita al río y Zip se echó de nuevo al agua para recogerla, mientras Pete miraba la vieja lancha, diciendo:
—Me gustaría saber de quién es.
—Parece que está abandonada —opinó la niña.
—Pues si no perteneciera a nadie, entre Ricky y yo podríamos arreglarla. No creo que esté muy estropeada.
Pete dejó el pan en la orilla, y a continuación se quitó los zapatos y los calcetines y remangó las vueltas de sus pantalones. Hundió los pies en el agua y cogió el ancla metálica a la que iba unida una enmohecida cadena. Al levantar el ancla, que estaba cubierta de algas Pete dijo:
—Esta lancha hace mucho que no se utiliza. No me extraña que esté tan hundida en el agua.
Pete tiró de la embarcación hacia la orilla para revisarla mejor. Todo el maderamen del suelo parecía en buen estado.
—¿Por qué no volcamos la barca para que salga el agua? —propuso Pam—. Yo te ayudaré.
Zip ladró un par de veces, como queriendo indicar a sus amitos que prefería que jugaran con él. Pero en seguida se conformó y, meneando el rabo, se quedó mirando cómo Pete y Pam inclinaban la barca hacia un lado, de modo que el agua salió como un torrente.
—Muy bien. Ahora la volveremos a echar al agua. Una, dos y tres.
La quilla chapoteó en el agua y la embarcación quedó a flote.
—¡Vaya! No está mal —exclamó Pete—. Se filtra un poco el agua, pero esos agujeros pueden taparse bien. Voy a remar un poco.
Viendo en la orilla un larguero de madera, Pete lo cogió para emplearlo como remo.
—Salta, Pam. Te llevaré a dar un paseo —ofreció y, como Zip aulló lastimosamente, Pete añadió—: Tú también, amigo. Salta a bordo.
Zip dio un brinco hasta la proa de la barca y Pam ocupó el asiento central. Pete dio unos empujoncitos a la embarcación para ayudar a que se pusiera en movimiento, y luego saltó a la popa y empezó a remar.
—Se está filtrando mucha agua ahora —dijo Pam, quitándose los zapatos—. No vayas más lejos.
—Tienes razón. Costaría mucho trabajo volver a sacar a flote esta barca estando más adentrados en el agua.
Y Pete remó describiendo un amplio círculo y se encaminó a la orilla.
—¡Date prisa! —pidió Pam, mientras el agua iba entrando cada vez más rápidamente.
Pete remó con todas sus fuerzas y pronto la quilla chocó en tierra. Para entonces, la lancha estaba medio llena de agua.
—¡Zambomba! —exclamó Pete, cuando salieron—. Este cascarón necesita un buen arreglo.
Sacó la embarcación hacia la orilla y echó el ancla en el agua. Los niños se pusieron los calcetines y zapatos, y reanudaron la marcha. Acababan de pasar bajo el Puente de Piedra, cuando Pam dijo:
—Ya veo la chimenea roja, Pete. Allí.
Un poco más arriba se divisaba una vieja cabaña situada en una elevación del terreno y medio oculta entre los árboles. Cuando llegaron allí, los Hollister pudieron ver en las ventanas unas lindas cortinillas floreadas, pero por lo demás la casa parecía derruida. La techumbre estaba medio hundida y la pintura, de color amarillo, estaba desconchada.
Los dos hermanos estaban a punto de aproximarse a la puerta y llamar, cuando oyeron voces procedentes de la parte trasera.
—¡No tengo nada! —gritaba alguien con indignación.
Otra voz repuso con grandes gritos:
—¡Sí tienes! Dame alguno, si no quieres que te pegue.
A aquello siguió una carrera entre los arbustos y Bobby Reed apareció enloquecido. Tenía el rostro congestionado y le faltaba el aliento. Con una mano apretaba fuertemente su cesta.
—¡Bobby! —llamó Pete—. Te estábamos buscando. ¿Has…?
Pero el asustado chiquillo se encontraba demasiado aterrado para fijarse en él.
Corriendo hacia 1Bobby volvió la cabeza para mirar hacia atrás y, a causa de ello, no pareció ver una rama atravesada en el camino. Tropezó en ella y cayó sobre una de sus rodillas, estando a punto de dejar caer el cesto.
—¡Oh! —exclamó Pam, temiendo que Bobby se hubiera herido.
Sin embargo, el muchachito volvió a ponerse en pie y huyó velozmente hacia la casa. Pero, mientras él corría, una piedra surgió como una flecha de entre el arbolado.
¡Y la piedra iba directamente hacia la cabeza de Pam!