La señorita Honey

MATILDA empezó la escuela un poco tarde. La mayoría de los niños empezaban antes de los cinco años, pero los padres de Matilda, a los que, en todo caso, no les preocupaba mucho la educación de su hija, se olvidaron de hacer los arreglos precisos con anticipación. Cuando fue por primera vez a la escuela, tenía cinco años y medio.

La escuela para niños del pueblo era un edificio tristón de ladrillo, llamado Escuela Primaria Crunchem. Albergaba a unos doscientos cincuenta niños, de edades comprendidas entre cinco y poco menos de doce años. La directora, la jefa, la suprema autoridad de este establecimiento, era una dama terrible, de mediana edad, llamada señorita Trunchbull.

A Matilda, como es natural, le asignaron la clase inferior, donde había otros dieciocho niños, aproximadamente de su misma edad. La profesora era la señorita Honey, que no tendría más de veintitrés o veinticuatro años. Tenía un bonito rostro ovalado pálido de madonna, con ojos azules y pelo castaño claro. Su cuerpo era tan delgado y frágil que daba la impresión de que, si se caía, se rompería en mil pedazos, como una figurita de porcelana.

La señorita Honey era una persona apacible y discreta; que nunca levantaba la voz y a la que raramente se veía sonreír, pero que, sin duda, tenía el don de que la adoraban todos los niños que estaban a su cargo. Parecía comprender perfectamente el desconcierto y el temor que tan a menudo embarga a los niños a los que, por primera vez en su vida, se les agrupa en una clase y se les dice que tienen que obedecer lo que se les ordene. Cuando hablaba a un desconcertado y melancólico recién llegado a la clase, el rostro de la señorita Honey desprendía una casi tangible sensación de cordialidad.

La señorita Trunchbull, la directora, era totalmente diferente. Se trataba de un gigantesco ser terrorífico, un feroz monstruo tiránico que atemorizaba la vida de los alumnos y también de los profesores. Despedía un aire amenazador, aun a distancia, y cuando se acercaba a uno, casi podía notarse el peligroso calor que irradiaba, como si fuera una barra metálica al rojo vivo. Cuando marchaba por un pasillo —la señorita Trunchbull nunca caminaba, siempre marchaba como una tropa de asalto, con largas zancadas y exagerado balanceo de brazos—, se oían sus resoplidos al acercarse y, si por casualidad se encontraba un grupo de niños en su camino, se abría paso entre ellos como un tanque, y los niños tenían que apartarse a derecha e izquierda. Gracias a Dios, no nos topamos con muchas personas así en el mundo, aunque las hay y todos nos encontramos, por lo menos, con una de ellas en la vida. Si le pasa a usted, compórtese igual que si se hallara ante un rinoceronte furioso en la selva: súbase al árbol más cercano y quédese allí hasta que se haya ido. Es casi imposible describir a esta mujer, con sus excentricidades y su aspecto, pero intentaré hacerlo un poco más adelante. Dejémosla de momento y volvamos a Matilda y su primer día en la clase de la señorita Honey.

Tras pasar lista, la señorita entregó un cuaderno de ejercicios a cada alumno.

—Supongo que habréis traído vuestros lápices —dijo.

—Sí, señorita Honey —respondieron al unísono.

—Bien. Éste es el primer día de escuela para vosotros. Es el principio de once largos años de escuela, por lo menos, que tenéis que pasar todos vosotros. Y seis de esos años los pasaréis aquí, en la Escuela Crunchem, donde, como sabéis, la directora es la señorita Trunchbull. Ella quiere que haya una estricta disciplina en la escuela y, si queréis un consejo, haced todo lo posible para comportaros bien en su presencia. No discutáis nunca con ella. No la repliquéis nunca. Haced siempre lo que diga. Si os enfrentáis a ella, puede haceros papilla. No es cosa de risa, Lavender. Suprime esa sonrisa de tu cara. Haríais bien en recordar que la señorita Trunchbull es muy severa con cualquiera que se sale de las normas de esta escuela. ¿Habéis entendido lo que quiero decir?

—Sí, señorita Honey —canturrearon dieciocho excitadas vocecillas.

—Por mi parte —prosiguió la señorita Honey—, quiero ayudaros a que aprendáis todo lo posible mientras estéis en esta clase. Sé que eso os facilitará luego las cosas. Así, pues, espero que para finales de semana sepáis todos la tabla de multiplicar por dos y, al final del curso, que hayáis aprendido las tablas de multiplicar hasta doce. Si las aprendéis, os ayudará enormemente. Veamos ahora. ¿Alguno de vosotros sabe la tabla de multiplicar por dos?

Matilda levantó la mano. Era la única.

La señorita Honey miró atentamente a la pequeñaja de pelo oscuro y cara redonda y seria sentada en la segunda fila.

—Magnífico —dijo—. Levántate, por favor, y dila hasta donde sepas.

Matilda se puso en pie y comenzó a decir la tabla de multiplicar por dos. Cuando llegó a «dos por doce, veinticuatro», no se detuvo. Siguió con «dos por trece, veintiséis», «dos por catorce, veintiocho», «dos por quince, treinta», «dos por dieciséis…».

—¡Basta! —dijo la señorita Honey. Había escuchado deleitada aquel tranquilo recital y preguntó—. ¿Hasta dónde sabes?

—¿Hasta dónde? —dijo Matilda—. La verdad es que no lo sé, señorita Honey. Bastante más, supongo.

La señorita Honey se tomó unos instantes para digerir aquella curiosa afirmación.

—¿Crees —preguntó— que sabrías decirme cuántas son dos por veintiocho?

—Sí, señorita Honey.

—¿Cuántas son?

—Cincuenta y seis, señorita Honey.

—Veamos algo más difícil, como, por ejemplo, dos por cuatrocientas ochenta y siete. ¿Sabrías decirme cuántas son?

—Sí, creo que sí —dijo Matilda.

—¿Estás segura?

—Claro que sí, señorita Honey, estoy segura.

—Entonces dime cuántas son dos por cuatrocientas ochenta y siete.

—Novecientas setenta y cuatro —respondió al instante Matilda.

Hablaba tranquila y cortésmente, sin ningún alarde de presunción.

La señorita Honey miró a Matilda totalmente asombrada, pero cuando volvió a hablar lo hizo sin alterar el tono de voz.

—Eso es estupendo —dijo— pero, por supuesto, multiplicar por dos es mucho más fácil que por otros números mayores. ¿Sabes alguna otra tabla de multiplicar?

—Eso creo, señorita Honey. Creo que sí.

—¿Cuáles, Matilda? ¿Hasta cuál sabes?

—No… no lo sé exactamente —respondió Matilda—. No sé lo que quiere usted decir.

—Quiero decir que si sabes la tabla de multiplicar del tres.

—Sí, señorita Honey.

—¿Y la del cuatro?

—Sí, señorita Honey.

—Bueno, ¿cuántas sabes, Matilda? ¿Sabes todas hasta la del doce?

—Sí, señorita Honey.

—¿Cuántas son doce por siete?

—Ochenta y cuatro —respondió Matilda.

La señorita Honey hizo una pausa y se echó hacia atrás en su asiento, tras la mesa desnuda que había frente a la clase. Se sentía totalmente desconcertada por aquella situación, pero tuvo buen cuidado en no demostrarlo. Nunca se había encontrado con una niña de cinco años, ni siquiera de diez, que supiera multiplicar con tal facilidad.

—Espero que estéis escuchando esto —dijo dirigiéndose al resto de la clase—. Matilda es una chica muy afortunada. Tiene unos padres maravillosos que ya la han enseñado a multiplicar por un montón de números. ¿Fue tu madre la que te enseñó, Matilda?

—No, señorita Honey, no.

—Entonces tienes que tener un padre magnífico. Debe de ser un profesor excelente.

—No, señorita Honey —dijo Matilda reposadamente—. Mi padre no me ha enseñado.

—¿Quieres decir que has aprendido sola?

—No lo sé muy bien —dijo honradamente Matilda—. Es sólo que no encuentro muy difícil multiplicar un número por otro.

La señorita Honey aspiró profundamente y dejó escapar luego el aire con lentitud. Volvió a mirar a la chiquilla de ojos brillantes que permanecía de pie junto a su pupitre, con aspecto sensato y solemne.

—Dices que no te resulta difícil multiplicar un número por otro —dijo la señorita Honey—. ¿Podrías explicarme eso un poco más?

—¡Oh! —exclamó Matilda—. No estoy muy segura.

—Por ejemplo —dijo la señorita Honey—, si te pregunto cuántas son catorce por diecinueve… no, eso es demasiado difícil…

—Doscientas sesenta y seis —dijo Matilda, suavemente.

La señorita Honey la miró. Luego cogió un lápiz y realizó la operación con rapidez en un papel.

—¿Cuánto dijiste que era? —preguntó, levantando la vista.

—Doscientas sesenta y seis —respondió Matilda.

La señorita Honey dejó el lápiz, se quitó las gafas y se puso a limpiar los cristales con un pañuelo de papel. La clase estaba callada, observándola y aguardando lo que vendría a continuación. Matilda seguía de pie junto a su pupitre.

—Bueno, dime una cosa, Matilda —inquirió la señorita Honey, que seguía limpiando las gafas—. Procura decirme exactamente lo que sucede dentro de tu cabeza cuando tienes que efectuar una multiplicación como ésa. Evidentemente, tienes que calcularla de alguna forma, pero parece que sabes la respuesta casi al instante. Fíjate en lo que acabas de decir, catorce multiplicado por diecinueve.

—Yo… yo, simplemente, apunto catorce en mi cabeza y lo multiplico por diecinueve —aclaró Matilda—. No sé cómo explicarlo de otra forma. Siempre me he dicho que si lo hacía una pequeña calculadora de bolsillo, por qué no iba a poder hacerlo yo.

—Claro, claro —asintió la señorita Honey—. El cerebro humano es una cosa asombrosa.

—Yo creo que es mucho mejor que un trozo de metal —afirmó Matilda—. Una calculadora no es más que eso.

—Cierto —dijo la señorita Honey—. De todas formas, en esta escuela no se permite tener calculadoras de bolsillo.

La señorita Honey comenzaba a sentir estremecimientos. No le cabía la menor duda de que se encontraba ante un cerebro matemático verdaderamente extraordinario y en su mente empezaron a revolotear palabras como niña genial y niña prodigio. Sabía que esa clase de maravillas surgen en el mundo de vez en cuando, aunque sólo una o dos veces en un centenar de años. Al fin y al cabo, Mozart sólo tenía cinco años cuando comenzó a componer piezas para piano, y hay que ver a lo que llegó.

—No es justo —dijo Lavender—. ¿Cómo puede hacerlo ella y nosotros no?

—No te preocupes, Lavender, pronto lo aprenderás —respondió la señorita Honey, mintiendo entre dientes.

Al llegar a ese punto, la señorita Honey no pudo resistir la tentación de explorar más profundamente la mente de aquella asombrosa niña. Sabía que debería prestar alguna atención al resto de la clase, pero estaba demasiado emocionada para abandonar el tema.

—Bien —dijo, aparentando dirigirse a toda la clase—, dejemos de momento los números y veamos si alguno de vosotros sabe ya deletrear. Levantad la mano los que sepáis deletrear la palabra «gato».

Se alzaron tres manos. La de Lavender, la de un chico pequeño llamado Nigel y la de Matilda.

—A ver, Nigel, deletrea «gato».

Nigel deletreó la palabra.

La señorita Honey decidió hacer una pregunta que, normalmente, no se le hubiera ocurrido hacer el primer día de clase.

—No sé —dijo— si alguno de vosotros tres, que sabéis deletrear la palabra «gato», habéis aprendido a leer un grupo de palabras que forman una frase.

—Yo lo sé —dijo Nigel.

—Yo también —dijo Lavender.

La señorita Honey se dirigió a la pizarra y escribió con la tiza la frase «Yo ya he aprendido a leer frases largas». La había puesto difícil a propósito y sabía que había pocos niños de cinco años que fueran capaces de leerla.

—Nigel, ¿sabes lo que dice?

—Es muy difícil —dijo Nigel.

—¿Y tú, Lavender?

—La primera palabra es «yo» —dijo Lavender.

—¿Alguno de vosotros puede leer la frase entera? —preguntó la señorita Honey, aguardando el «sí» que estaba segura que escucharía de Matilda.

—Sí —dijo Matilda.

—Adelante —dijo la señorita Honey.

Matilda leyó la frase sin la menor vacilación.

—Eso está muy bien —dijo la señorita Honey, haciendo la afirmación de su vida—. ¿Cuánto puedes leer, Matilda?

—Creo que puedo leer la mayoría de las cosas, señorita Honey —respondió Matilda—, aunque no siempre entiendo el significado.

La señorita Honey se levantó y salió rápidamente del aula, regresando al cabo de treinta segundos con un grueso libro. Lo abrió al azar y lo dejó sobre el pupitre de Matilda.

—Éste es un libro de poesía humorística —dijo—. Veamos si eres capaz de leer en voz alta.

Tranquilamente, sin una pausa y a buena velocidad, Matilda comenzó a leer:

Un sibarita, cenando en Siso

encontró un ratón de buen tamaño en su guiso.

—No grite —el camarero le dijo—

ni se lo diga a nadie, pues de fijo

los demás querrán también otro en su plato.

Algunos niños captaron el lado humorístico de la rima y se rieron. La señorita Honey preguntó:

—¿Sabes lo que es un sibarita, Matilda?

—Alguien que es muy exquisito con la comida —respondió Matilda.

—Es correcto —dijo la señorita Honey—. ¿Y sabes, por casualidad, cómo se llama ese tipo de poesía?

—Se llama quintilla —explicó Matilda—. Ésta es preciosa. Tiene mucha gracia.

—Es muy conocida —aclaró la señorita Honey, recogiendo el libro y regresando a su mesa frente a la clase—. Una quintilla ingeniosa es muy difícil de escribir —añadió—. Parecen fáciles, pero, desde luego, no lo son.

—Lo sé —dijo Matilda—. Yo he escrito algunas, pero las mías no son nada buenas.

—Has escrito algunas, ¿eh? —preguntó la señorita Honey, más asombrada que nunca—. Bien, Matilda, me encantaría mucho escuchar una de esas quintillas que dices que has escrito. ¿Te acuerdas de alguna?

—Bien —dijo Matilda, dudando—. Ahora mismo, mientras estábamos sentados he intentado hacer una sobre usted, señorita Honey.

—¿Sobre mí? —exclamó la señorita Honey—. Bueno, oigámosla, ¿no?

—No me atrevo a recitarla, señorita Honey.

—Recítala, por favor —pidió la señorita Honey—. Te prometo que no me va a molestar.

—Creo que sí, señorita Honey, porque he incluido su nombre de pila y por eso no quiero recitarla.

—¿Cómo sabes mi nombre de pila? —preguntó la señorita Honey.

—Antes de entrar oí a otra profesora llamándola —respondió Matilda—. La llamó Jenny.

—Insisto en escuchar esa quintilla —dijo la señorita Honey, desplegando una de sus raras sonrisas—. Levántate y recítala.

Matilda se puso en pie de mala gana y muy despacio, y muy nerviosa, recitó su quintilla:

Lo que de Jenny todos tenemos en mente

es si probablemente

hay en esta escuela bendita

chicas de cara tan bonita.

La respuesta a eso es: «¡Ninguna!».

El rostro pálido y agradable de la señorita Honey enrojeció. Luego, volvió a sonreír una vez más. Esta vez fue una sonrisa más abierta, una sonrisa de puro placer.

—Vaya, gracias, Matilda —dijo, aún sonriendo—. Aunque no dice la verdad, me parece una quintilla realmente buena. ¡Oh, Dios mío, tengo que procurar acordarme de ella!

Desde la tercera fila de pupitres, dijo Lavender:

—Es buena. A mí me ha gustado.

—También dice la verdad —afirmó un chico llamado Rupert.

—Claro que dice la verdad —dijo Nigel.

La clase había comenzado ya a congeniar con la señorita Honey, aunque ella apenas se había fijado en ninguno de ellos, a excepción de Matilda.

—¿Quién te ha enseñado a leer, Matilda? —preguntó.

—He aprendido sola, señorita Honey.

—¿Y has leído libros tú sola? Me refiero a libros para niños.

—He leído todos los que hay en la biblioteca pública de la calle Mayor, señorita Honey.

—¿Te gustaron?

—Desde luego, me gustaron muchos de ellos —contestó Matilda—, pero otros los encontré insulsos.

—Dime uno que te haya gustado.

—Me gustó El león, la bruja y el armario —dijo Matilda—. Creo que C. S. Lewis es un escritor muy bueno, pero tiene un defecto. En sus libros no hay pasajes cómicos.

—En eso tienes razón —dijo la señorita Honey.

—Tampoco hay pasajes cómicos en los de Tolkien.

—¿Crees que todos los libros para niños deben tener pasajes cómicos? —preguntó la señorita Honey.

—Sí —dijo Matilda—. Los niños no son tan serios como las personas mayores y les gusta reírse.

La señorita Honey estaba sorprendida del sentido común de aquella niña tan pequeña.

—¿Y qué vas a hacer ahora que ya has leído todos los libros para niños? —preguntó.

—Estoy leyendo otros libros —aclaró Matilda—. Los pido prestados en la biblioteca. La señora Phelps es muy amable conmigo. Me ayuda a elegirlos.

La señorita Honey estaba apoyada en su mesa de trabajo, mirando maravillada a la niña. Había olvidado por completo al resto de la clase.

—¿Qué otros libros? —murmuró.

—Me encanta Charles Dickens —dijo Matilda—. Me hace reír mucho, especialmente el señor Pickwick.

En ese momento sonó el timbre del pasillo indicando el final de la clase.