ERA EL ALBA de un día de primavera de 1944. Un coche militar alemán procedente de la vieja carretera de los Giovi se disponía a torcer por un cruce cuando estalló un neumático y perdió la dirección. El conductor logró frenar a tiempo. El suboficial de las SS saltó a tierra, examinó la cubierta y extrajo un clavo de cuatro puntas.
—Mire, mi coronel —dijo, mostrándolo al oficial que asomó la cabeza por la ventanilla posterior—. Otro maldito clavo de esos malditos partisanos de este maldito país… Es el cuarto, y no tenemos más neumáticos de recambio…
—Busque un teléfono y llame al mando de la Gestapo de Génova.
¡Un teléfono! El sargento miró alrededor como si esperase ver alguno entre las rocas. En cambio, vio a un hombre que cruzaba el viaducto.
—¡Eh, usted! ¡Manos arriba! ¡Acérquese! —le gritó en alemán, amenazándolo con la pistola.
El hombre se pegó a la pared.
—¡Le he dicho que se acerque! —volvió a gritar el suboficial.
—Es inútil gritar, sargento —intervino el coronel, apeándose del coche—, sobre todo en una lengua que ese paisano probablemente no conoce. —Y dirigiéndose al viandante añadió en perfecto italiano—: Dispense, señor, ¿podría indicarnos un teléfono?
Tranquilizado por aquel tono cortés el hombre se acercó. Rozaba los cincuenta y vestía con distinción.
—A estas horas no es fácil —dijo—. Los bares están cerrados… ¿Han pinchado?
—Por cuarta vez y ya no nos quedan ruedas de recambio.
—Si es sólo eso, ahí detrás del recodo hay un garaje.
—Gracias —dijo el coronel. Y tradujo al alemán la información a sus hombres, que salieron a paso ligero—. ¿Un cigarrillo? —ofreció, acercando una pitillera de oro al viandante.
—Gracias —dijo éste, cogiéndola y tendiendo a su vez una cerilla encendida.
—¿Genovés?
—Napolitano.
—¡Ah, Nápoles…! El año pasado, precisamente en esta época, estaba en Nápoles, en el Hotel Vesubio. Por la mañana abría las ventanas y tenía el mar ante mí… Mergellina… Posilipo… Capri… Sorrento… Nos ha disgustado mucho dejar Nápoles… En cambio, sus conciudadanos se pusieron tan contentos, que nos tiraban cosas de alegría.
—Bueno, yo, en realidad, no soy precisamente napolitano, pues nací en Sora y, a decir verdad, me considero más bien romano.
—Tampoco en Roma nos quieren mucho.
—¿Reside usted allí?
—He vuelto a residir. Hasta cursé en ella parte de mis estudios. Pero ahora llevo seis meses en Milán.
—¿Se encuentra bien allí?
—En absoluto. Clima desagradable, habitantes hostiles y rebeldes. A ustedes los italianos no les agrada mucho esta guerra.
—En general, decimos que no queremos la guerra…, ni aun cuando es justa y necesaria como ésta…
—¿Cree usted que es justa y necesaria?
—¿Usted no, señor…?
—Müller. Coronel Wilhelm Müller…
—Grimaldi… Ingeniero Fabio Grimaldi…
—Grimaldi… Grimaldi… Conocí a un Grimaldi hace muchos años… Era director y compositor de música… ¿Pariente suyo, quizá?
—¡El maestro Grimaldi era mi tío, coronel…! ¡Pobre hombre!
—¿Por qué? ¿Ha muerto?
—Hace dos meses. Diabetes.
—¡Oh, cuánto lo siento! Fue mi profesor. ¡Cuánto lo siento! Ah, aquí vienen mis hombres con la rueda arreglada… Su información nos ha sido muy valiosa, ingeniero. Espero tener el gusto de volverle a ver…
—Yo también, coronel…
El hombre se alejó. Pero apenas volvió la esquina, sacó del bolsillo un manojo de llaves y se puso a tocarlas escrupulosamente.
El sol se estaba poniendo cuando Grimaldi entró de puntillas en una alcoba que olía a afeites ordinarios y a cremas de baja calidad. Se quitó la chaqueta, la arrojó sobre un diván, se desanudó la corbata y tras sentarse en una butaca, se dispuso a quitarse los zapatos.
—¿Qué hora es? —preguntó una voz ronca de mujer.
—Las cinco y media. Duerme, gorrioncito.
Del gorrioncito sólo se veía una masa de pelo negro que formaba una mancha sobre la almohada. Pero el drapeado de la sábana acusaba curvas más bien pronunciadas.
—¿También has perdido esta noche?
Grimaldi no contestó.
—Me gustaría saber por qué juegas, si pierdes siempre.
—¿Ha telefoneado alguien?
—No lo sé; pregúntaselo a Maria.
Descalzo, salió al corredor, lo atravesó y, sin llamar, abrió otra puerta.
—¿Quién va? —dijo una voz asustada de mujer.
—Soy yo, estrellita. ¿Ha telefoneado alguien?
La muchacha, que se despertó de un sobresalto, se incorporó sobre las almohadas sin cuidar demasiado de taparse.
—Ha telefoneado dos veces el abogado Borghesio.
—¿Nadie más?
—No… Es decir, sí: la señora Camelli.
—Cantelli, estúpida. ¿Qué dijo?
—Dijo: «diga al coronel que han liberado a mi hermano».
—¡¿Cómo, liberado?!
—Pues ¿qué sé yo?
—¿Liberado…? ¿Estás segura?
—Eso dijo.
—¡Oh, maldita sea! Liberado, ¿comprendes? ¡Ahora ponen en libertad a gente así, gratis, esos cretinos…! ¿Gratis?
—Además, han traído un paquete. Está en el comedor. No sé lo que contiene.
—Yo sí que lo sé, hasta sin abrirlo… ¡Salchichones! ¡No saben enviar más que salchichones! Nuestras cárceles deben de estar llenas de enfermos del hígado.
Y salió rezongando:
—¡Liberado…! ¡Lo han puesto en libertad!
Entró en el dormitorio sin hacer ruido, y permaneció un instante escuchando la respiración de su mujer. Convencido de que estaba dormida de nuevo, comenzó a hurgar con circunspección primero en la cómoda y luego en los cajones.
—Es inútil que busques —le advirtió una voz—. Los he escondido.
—Gorrioncito, es por un par de días —respondió él acercándose a la cama—. Te juro que los desempeñaré enseguida.
—¿Como los pendientes?
—Escúchame, Valeria. Quiero ser sincero. Se trata de una cuestión de vida o muerte, no de una deuda de juego. Si durante el día de mañana no entrego cincuenta mil liras a Walter, mandarán a Alemania al hijo de Borghesio.
—¿Y a mí qué me importa?
—No seas inhumana, gorrioncito. Me bastaría con aquel collarcito…
—Y con aquel espejito y aquella cadenita… No. Si quieres algo, coge, entonces, el anillo que me regalaste el mes pasado: ése con el zafiro oriental. Está ahí, sobre la cómoda.
El hombre titubeaba con aire avergonzado.
—Creíste habérmela dado con queso, ¿eh? ¡Pobre atontado! Todavía ha de nacer quien se la dé con queso a Valeria… No dije nada porque soy una señora.
En aquel momento el coronel Müller salía del baño y, poniéndose una bata de toalla, entró en el dormitorio, donde, ante el té humeante, lo aguardaba el capitán Schrantz.
—Bienvenido, mi coronel.
—Gracias, capitán. Ha tenido usted olfato al elegir este hotel como sede de nuestras oficinas. Bonitas habitaciones, servicios eficientes… Una gota de leche, gracias… Necesitaba verdaderamente un té caliente, después de ese pésimo viaje… Cuatro neumáticos al traste y el ametrallamiento de un caza a la salida de Tortona… Pero no podía explicarle por teléfono los motivos… Siéntese, capitán. Y atiéndame bien… Tengo todas las razones para suponer que la próxima noche, entre las dos y las cuatro, desembarcará en cierto punto de la Costa de Levante que luego le diré el general de la Rovere. No sé quién será, pero tiene un hermoso nombre. Y parece que su misión reviste cierta delicadeza. Creo que vendrá en submarino. De cualquier modo, el desembarco será anunciado por un mensaje que dirá: «Ha llegado el afinador…». Nosotros lo dejaremos llegar. Actuaremos cuando tengamos la absoluta seguridad no sólo de capturarlo, sino de capturarlo vivo… ¿Me he explicado, capitán? Vivo… El hombre debe de saber muchas cosas… Y solamente hablan los vivos. Los muertos, no… Este té es excelente. En Milán es pésimo… Ahora déjeme descansar un par de horas… Pero, mientras tanto, empiece a estudiar los puntos de posible atraque para un sumergible entre Santa Margherita y Camogli… Es necesario saberlos y controlarlos todos… Usted dirigirá personalmente la operación…
Debajo de la habitación reservada al coronel Müller estaba la de las «informaciones» señalada con el número 25. Toda Génova la conocía al menos de oídas. Quienquiera que tuviese un pariente o un amigo en la cárcel, era allí donde acudía a buscarlo, a pedir noticias, a solicitar permiso para mandarle algo. Un mostrador transversal separaba a los visitantes de los funcionarios: un sargento, un soldado y una mecanógrafa, los tres más bien corteses y casi afables.
La oficina se abría al público a las ocho. Pero aquella mañana, desde las siete y media, dos señoras —una anciana y la otra joven— estaban sentadas en uno de los cuatro bancos que amueblaban la antesala. Pese a la ropa un poco usada, se adivinaba que pertenecían a una familia acomodada. La anciana tenía los ojos enrojecidos por el llanto y el rostro descompuesto de dolor. La joven, en cambio, parecía petrificada, y su mirada, aunque la posara sobre su compañera, mostraba algo de dureza y hostilidad.
Fueron las primeras en ser atendidas. Y fue la anciana quien proporcionó al sargento Walter las informaciones sobre su caso.
—Se trata de mi hijo… Ésta es mi nuera… El teniente Michele Riva… Lo detuvieron el jueves pasado en Savona. Y no sabemos por qué, ni adonde le han conducido. Mi hijo jamás se metió en política. Ha combatido en África y en Albania. Hasta le concedieron una medalla de plata.
—¿Ha dicho Riva, señora? —preguntó el sargento, hojeando un registro.
—Riva, Michele, hijo del difunto Tommaso… Detenido el jueves pasado…
El sargento encontró el nombre y se quedó mirándolo. Pero no podía verse qué expresión tenía su rostro, pues lo tenía inclinado sobre la hoja. Lo alzó al oír una voz que le decía en mal alemán:
—Guten Morgen… ¿Molesto?
En la puerta apareció Grimaldi con el uniforme de mayor de la Guardia Nacional Republicana.
—Siéntese, mayor… ¿Puedo servirle en algo?
—Por favor… Primero las señoras.
Y se inclinó ante ellas dando un taconazo.
—Al teniente Michele Riva —dijo Walter, sin dejar de mirar el registro e imprimiendo a su voz cierta solemnidad— lo detuvieron acusado de pertenecer a bandas armadas que operan contra la seguridad de nuestras tropas y contra el Gobierno legítimo de Saló.
—¿Legítimo? —saltó la joven.
Walter se encogió de hombros.
—Dispénsela —dijo la señora anciana—, mi nuera está casada hace tan sólo unos meses y la ha trastornado tanto… Son momentos tan difíciles…
—Ah, sí —intervino el mayor, acercándose—, son momentos terriblemente difíciles para todos. Y haría falta mucha comprensión por ambas partes… Desgraciadamente, esta campaña de odio…
—¡Vámonos, mamá! —suplicó la joven, llevándose a la vieja señora—. ¡Vámonos! ¿No te dije que no hacía falta venir siquiera?
Cuando desaparecieron, Grimaldi le guiñó un ojo a Walter, quien abrió una puertecita y lo invitó a entrar en su despacho.
—He visto al abogado —murmuró el mayor en tono de conspiración—. No he podido encontrar las cien mil liras, pero en compensación me ha dado algo que vale cien veces más. ¡Mira qué maravilla! Un zafiro oriental montado en platino… Las piedras no temen la inflación…
—Lo siento mucho, pero yo quiero las cien mil liras.
—No digas tonterías. Esto vale lo menos trescientas mil…
—Tanto mejor para ti. Lo vendes y te metes doscientas mil en el bolsillo. Yo quiero los cuartos. El dinero, o mañana tu protegido se va a Alemania en un vagón precintado… ¿Has comprendido?
El mayor llegó al final de la escalera más bien deprimido, pero se reanimó al ver a las dos Riva que se habían entretenido en el hall. Evidentemente, la anciana quería hacer otra tentativa y la joven trataba de disuadirla.
Grimaldi se quedó pensativo durante unos momentos. Pero se dirigió hacia ellas. Y, rozándolas, murmuró apresuradamente:
—Síganme hasta el bar de enfrente. Pero sin hacerse notar, por favor…
Y desapareció a través de la puerta giratoria. Las dos damas se miraron. Y cuando la joven estaba a punto de decirle algo, la otra le advirtió con una energía de la que hasta entonces no había dado prueba.
—No me interesa saber quién es ese hombre, ni lo que quiere o puede hacer. Mi hijo se halla en peligro de muerte. Yo, su madre, tengo el deber de intentar cualquier cosa por salvarlo. Tú, decide lo que quieras…
Se marchó, sola. La nuera la alcanzó en la acera y se puso a su lado sin decir palabra. El bar estaba atestado, pero el mayor las esperaba apoyado en la barandilla de la escalera del fondo. Al verlas entrar, empezó a subirla. Las dos señoras lo siguieron a distancia hasta el altillo, donde había otro salón semidesierto que a través de una gran cristalera daba a la calle.
—Con su permiso…, mayor Grimaldi —dijo el oficial, dando un taconazo e inclinándose antes de sentarse—. Siéntense… —Dio unas palmadas y cuando acudió el camarero pidió tres cafés—. Les ruego perdonen la manera brusca con que las he invitado a seguirme. Pero espero que hayan comprendido las razones de ello. El uniforme no me protege de las sospechas, todo lo contrario. No es fácil de llevar…
—Nadie le ha obligado… —interrumpió la joven.
—No, ciertamente. Nadie me obligaría siquiera a socorrer, en el límite de lo posible, se entiende, a quienes están en apuros… Y usted, señora, me parece que está con el agua al cuello, si he comprendido bien su caso… Por otra parte, estas cintas azules creo que me eximen de justificarme… Hay momentos en los que es muy difícil decidir cuál es el camino del deber y del honor. Nadie puede estar seguro de haber elegido el justo… Por lo que he oído, su hijo y su marido ha escogido el opuesto al mío… No, no, no quiero saber hasta qué punto se ha complicado y lo que ha hecho. Sé tan sólo que en este momento es él quien me necesita a mí… ¿Tiene usted algo que objetar, señora? —preguntó el mayor.
La joven calló, con gran alivio de la suegra, que murmuró con una voz en la que temblaba la esperanza:
—¿Puede usted verdaderamente hacer algo?
El mayor encendió un cigarrillo en espera de que el camarero hubiese servido las consumiciones.
Luego respondió lentamente:
—No lo sé, señora. Creo ser uno de los pocos oficiales italianos en los que los camaradas alemanes tienen confianza. Tal vez porque jamás les he ocultado que cuando un italiano está en peligro yo no dejo de intentarlo todo por salvarlo cualquiera que sea el campo en el que milite… Y no me fijo siquiera en los medios… ¿Me explico?
—¡No! —dijo la joven.
—¿No?
—Escuche, mayor, es mejor hablar con claridad. Cuando dice «medios», ¿usted qué entiende? ¿Dinero? ¿Y cuánto?
—¡Pero, Carla! —imploró la suegra.
—No le reprenda, señora —dijo Grimaldi con indulgencia—. Su nuera ha captado perfectamente el nudo del problema. Sólo comete el error de creer que este problema lo he creado yo… No, yo lo sufro como todos. Y si alguna culpa tengo, es la de querer ayudar a los demás a levantarse cuando tropiezan…
—¿Entonces…? —insistió la joven—. ¿La tarifa?
—Tampoco soy yo quien la fija… Pero espero hacérsela saber cuanto antes. Dígame dónde y cómo…
—Nuestra casa está en Savona —se apresuró a responder la suegra—, pero en este momento vivimos en el Grand Hotel de Génova… Puede encontrarnos a cualquier hora del día. Señoras Maria y Carla Riva… Perdone, mayor, las palabras de mi nuera… Es tan joven y está tan trastornada…
—Naturalmente, señora… Dijo Grand Hotel, ¿verdad? Espero poder darles algunas noticias mañana mismo…
A través de la cristalera vio alejarse a las dos señoras por la acera; la joven delante, seria y altiva, y la anciana detrás, en actitud suplicante. Echó unas monedas sobre la mesa y salió a su vez.
Media hora después llamaba a la puerta de un carrugio[2].
—Está cerrado. Se abre a las dos —rezongó una voz de mujer desde el otro lado.
—Ábrame, por favor. He de comunicar algo urgente a la señorita Olga. Soy un pariente suyo.
La puertecita se entreabrió y un rostro de vieja comadre apareció en el quicio.
—Está comiendo —dijo, mirándolo recelosa.
—No importa: llámela igualmente.
La vieja se puso a subir arrastrando las chancletas y desapareció por el primer rellano. Se escuchó un rumor de voces, que se apagó enseguida como cuando se abre y se cierra una puerta.
Luego otra voz descendió de lo alto:
—¿Quién es?
—Soy yo, Olga —respondió el mayor, tras haber subido unos peldaños para que pudieran verlo.
Inclinada sobre la barandilla del rellano, Olga, acaso por el uniforme, de momento no lo reconoció. Luego se estremeció:
—¡Giovanni!
Grimaldi apresuró el paso, tendiendo los brazos como para abrazarla. Pero el rostro de Olga, ya de por sí más bien duro, se ensombreció de improviso.
—¿Cómo has sabido que estaba aquí?
—Hace unos días me encontré con una amiga tuya…
—¿Qué amiga?
—Evelina.
—¿Hace unos días? ¡Pero si lleva dos semanas fuera…!
—Quería venir enseguida, pero…, como ves, me han llamado a filas.
—Ya lo veo. Deben de tener verdadera necesidad de hombres para… Y ahora, ¿por qué has venido?
—Pues… Tenía ganas de volver a verte. Y pensaba que tú también las tendrías…
—¡No me digas…!
—¿Me he equivocado?
—Sí, te has equivocado… Te has equivocado de veras…
Grimaldi inclinó la cabeza.
—Bueno, entonces dispénsame, Olga, si he interrumpido tu almuerzo… Adiós…
Y sin levantar la vista del suelo empezó a bajar las escaleras. Estaba casi abajo, cuando otra voz resonó en el rellano:
—¡Olga, que se te enfría todo!
Grimaldi se volvió y vio asomarse a una mujerona vestida de negro.
—¡Señora Vera! —exclamó.
—¡Giovanni…! ¿Tú aquí?
Grimaldi volvió a subir de dos en dos los peldaños y fue a refugiarse sobre el pecho de la mujerona, que le había abierto los brazos.
—¿Cómo está, señora Vera? ¿Cómo usted aquí, en Génova?
—La casa de Livorno fue bombardeada. He tenido que abrir otra aquí… ¿Has comido?
—La verdad, no, todavía no…
—Come un bocado con nosotras… Que no, hombre, no molestas, no digas estupideces. Nos complace mucho… ¿Verdad, Olga?
—¿Por qué me lo pregunta? Usted es la dueña e invita a quien quiera…
—¡Uf, qué mal carácter, hijita! Si no te moderas un poco… Chicas, venid aquí. Os presento a un viejo amigo mío y de Olga…
Las chicas eran siete y acogieron con visible agrado a aquel único comensal masculino, y más si iba de uniforme. Grimaldi se sentó a la derecha de Vera, que le llenó el plato de sopa, y justo enfrente de Olga. En el salón, de un estilo liberty barato, como en el resto de la casa, reinaba una atmósfera familiar y cálida. Muchas vírgenes velaban en las paredes, cada una con su lamparilla encendida.
—¡Fíjate bien, Giovanni querido! Hoy me esperaba cualquier cosa menos volver a verte, y con este traje… Hiciste bien, ¿sabes? Hiciste bien en alistarte. Para mí, fíjate, quien no se alista con la excusa del antifascismo es un emboscado… ¿Dónde estuviste estos dos últimos años?
—Un poco por aquí, un poco por allá…
—Un poco arriba, un poco abajo… —añadió Olga, con el mismo tono.
Grimaldi la miró con una sonrisa algo amarga.
—Exactamente así: un poco arriba, un poco abajo… —Y volviéndose a Vera, añadió con tono jovial—: Usted, en cambio, siempre arriba… La encuentro muy bien… ¿Qué tal va el trabajo?
—Así, así… Con el toque de queda a las nueve, comprenderás que… Además, la gente tiene demasiadas preocupaciones. Y ya sabes lo que se dice…
—Lo sé. Lo sé por experiencia, porque también yo tengo muchas preocupaciones… La incorporación a filas… No he hecho nada para evitarlo, porque yo pienso igual que usted, señora Vera… Pero me ha caído encima cuando me estaba dedicando a una nueva actividad… Bien es verdad que a lo mejor puedo llevarla adelante igualmente…
—¿De qué se trata?
—Compro y vendo joyas…
—Como antes… —interrumpió Olga.
—No, no como antes. Aquellas joyas de entonces ya no puedo comprarlas y, por lo tanto, mucho menos venderlas… Ahora compro y vendo estas…
Y se sacó del bolsillo el anillo con el zafiro. La señora Vera lo cogió, se puso las gafas para verlo mejor y se lo mostró a las chicas, que se habían agrupado a sus espaldas. Todas ellas gorjearon a la vez:
—¡Qué bonito! ¡Qué maravilla! Déjame verlo… Permíteme…
Solamente Olga no hacía caso y seguía contemplando al mayor, que rehuía su mirada.
—¡Magnífico! —exclamó la señora Vera.
—Ah, sí, no es por decirlo… Es de la mujer de un jerarca que lo está pasando mal: el marido sé que ha quedado en Sicilia… Es un momento propicio para comprar: hay muchísima gente que pasa apuros y malvende… Desgraciadamente, hace falta un capital que yo no tengo. Es una inversión segura, pues la lira va rodando, en tanto que las piedras… Pero yo he de contentarme con ser intermediario… Esto, de poder guardarlo en una caja de caudales, dentro de seis meses es medio millón. Pero entre yo y las cajas de caudales siempre hubo incompatibilidad de caracteres; así que he de conformarme con una comisión de diez mil liras sobre las cien mil que cuesta.
La señora Vera continuaba jugando con la alhaja en sus manazas, pálidas y sudorosas, tentada pero a la par temerosa.
En un momento de silencio resonó la voz de Olga:
—Lo compro yo.
—¿Tú? —dijo Grimaldi—. Si ni siquiera lo has visto…
—No lo compro por gusto, sino por negocio… ¿No has dicho que es una inversión segura?
—Sin duda, lo es. Pero… creo que la señora Vera tiene prioridad…
—No, no —dijo la mujerona—, por favor… Si ella lo quiere…
—Voy a buscar un cheque —dijo Olga, levantándose.
—Pero… verdaderamente…
—¿No te fías?
—Claro que me fío, pero…
Olga había desaparecido ya.
—No la veías hace mucho tiempo, ¿verdad? —murmuró la señora Vera—. Ha cambiado mucho… Siempre está nerviosa, se pelea con todo el mundo… ¡Qué lástima! Una mujer guapa como ella, joven aún… Si no fuese porque la quiero como a una hermana…
Pero se calló al ver entrar a la chica. Olga firmó el cheque y se lo tendió al mayor.
El hombre lo tomó sin decir nada. Luego, lentamente, lo dobló en dos partes, luego en cuatro, después en ocho. Y sin levantar los ojos sobre los presentes, lo rompió en trozos pequeños, se levantó y, ante el estupor general, salió de la estancia.
Había bajado algunos peldaños, cuando la voz de Olga lo llamó:
—¡Vanni!
Se volvió para mirarla. Ella le tendió el anillo. Grimaldi lo arrojó al suelo y lo pisoteó con el tacón, haciéndolo añicos.
—Si lo hubiese comprado la señora Vera o alguna de las chicas, ¿habrías aceptado el dinero?
El mayor asintió.
—¿Y por qué de mí no?
—¿Y tú por qué me has dado el dinero sabiendo que el anillo es falso?
Olga le puso una mano en el hombro.
—Sube —le dijo.
Él la siguió dócilmente.
Cuando estuvieron en la habitación, Olga abrió un pequeño cajón de la cómoda, sacó un fajo de billetes de mil liras y lo tiró sobre la cama.
—Es todo lo que tengo. Habrá unas ochenta mil liras… ¿Te bastan?
Y al ver que él no se movía, se los metió ella misma en el bolsillo de la chaqueta.
—Olga, ¿por qué haces esto?
—No lo sé. Sé tan sólo que lo hago gustosamente. Y hoy día son tan pocas las cosas que hago a gusto… Ahora bien, vete de aquí y no vuelvas más. ¿Has comprendido, Giovanni? ¡Nunca más!
—¡Niñas, al salón! —resonó la voz de la encargada.
Olga salió.
Grimaldi, al quedarse solo, sacó del bolsillo los billetes de mil e hizo un ademán de tirarlos sobre la cama. Pero se contuvo y empezó a contarlos. Eran ochenta y dos mil. Permaneció un momento indeciso. Luego, con un encogimiento de hombros que era a la par de despreocupación y de desprecio para consigo mismo, los dobló y se los metió de nuevo en el bolsillo.
Al bajar las escaleras, se cruzó con Olga, que subía precediendo a un cliente. Ella desvió la mirada. Grimaldi tenía la suya clavada en el suelo.
Antes de tomar un taxi, se detuvo en otro bar, adquirió una ficha, la introdujo en la ranura del teléfono y, al obtener línea, marcó un número:
—¿Oiga…? ¿Está el abogado…? ¡Ah! ¿Es usted, señora…? Bueno, cuando vuelva dígale que todo está a punto… Señora, por favor, le contaré los detalles a su marido mañana. Pero me apremiaba, entre tanto, tranquilizarles a ustedes completamente… Le repito que todo está a punto… ¿Va bien? No me dé las gracias, señora. Hasta la vista.
Subió al vehículo y cuando llegó frente al hotel se apeó diciéndole al conductor que lo aguardase. Subió casi corriendo la escalera hasta la habitación 25. Pero Walter no estaba. La mecanógrafa le dijo que había tenido que ir de servicio a Sestri y que no volvería hasta última hora de la tarde. El mayor esbozó un gesto de despecho. Descendió la escalera con paso lento y, subiendo de nuevo al taxi, dio otras señas al chófer. Luego lo pensó mejor y lo hizo cambiar de dirección. Pocos minutos después atravesaba la verja de un hotelito de la periferia, cruzó el pequeño jardín, llamó a una puerta y cuando oyó que corrían la mirilla, gritó su nombre. La puerta se abrió sobre un hall presuntuoso. Grimaldi anduvo con paso seguro hacia la derecha, abrió una puerta y al entrar gritó:
—¡Banco!
Algunas personas de ambos sexos se apiñaban alrededor de una mesa cubierta con un tapete verde. Todos se volvieron a mirar con cierto respeto al recién llegado que, con el monóculo calado, avanzaba con aires autoritarios. El crupier, con la espátula, le puso delante dos cartas. Grimaldi las miró y las tiró abiertas sobre la mesa.
—¡Ocho!
—¡Nueve! —respondió el crupier, descubriendo las suyas.
—Suivi! —replicó el mayor, sentándose en medio de los jugadores que se habían apresurado a hacerle sitio.
Cuando, a las dos de la madrugada, las sirenas de la defensa antiaérea se pusieron a aullar, Grimaldi no tenía en el bolsillo más que tres de los ochenta y dos billetes de mil que Olga le había dado.
—¡Banco! —repitió en medio del general barullo.
Pero nadie le hizo caso. Metiéndose precipitadamente en el bolsillo las fichas y derribando sillas y copas, todos escaparon a refugiarse en el paso subterráneo contiguo. Grimaldi se repartió las cartas a sí mismo y a un adversario imaginario. Luego descubrió las propias: había hecho nueve. Descubrió las del adversario: había hecho siete. Se escucharon, lejanos, los estallidos de algunas bombas. Grimaldi repartió de nuevo las cartas: hizo siete y el adversario seis. Otra racimo de bombas estalló más cerca y la luz se apagó. Grimaldi encendió una vela y siguió jugando. Ocho, nueve, nueve, ocho… Seguramente, por vez primera en su vida le sonreía la más descarada, pero también la más inútil de las fortunas.
En el mismo momento en que se desarrollaba aquel duelo entre el cielo y la tierra, un submarino británico emergía cautamente a la superficie del mar de Canogli. Los marineros botaron una lancha de goma y ayudaron a subir a ella a un hombre vestido con una sahariana y unos pantalones de pana embutidos en polainas de cazador.
—¡Gracias! ¡Buena suerte! —gritó el hombre al comandante que le despedía con la mano desde la toldilla.
—Good luck!— respondió éste, disponiéndose a seguirlo con el catalejo.
La lancha desapareció en la oscuridad. Transcurrió media hora. Después, desde tierra firme, al mismo tiempo que cesaba la señal de alarma, llegó el parpadeo de luz de una lámpara de bolsillo. El comandante exhaló un suspiro de alivio, y antes de ordenar la inmersión, entregó una nota al radiotelegrafista que se encontraba a su lado. Un instante después, la estación de radio aliada en Nápoles recibía un mensaje cifrado que decía: «Por la Franchi… Ha llegado el afinador».
El afinador, una vez hundida la lancha, se acurrucó detrás de una roca en espera del alba. Era un hombre de unos cincuenta años, de perfil aguileño y pelo cortado a lo cepillo. No parecía en absoluto emocionado por aquella aventura. Ocultando la cabeza en una oquedad de la roca, encendió un cigarrillo. Luego extrajo la cartera del bolsillo y examinó uno tras otro los papeles. Una fotografía de mujer lo dejó perplejo. Pero tras un breve titubeo la rompió en pequeños pedazos que luego enterró en un hoyo excavado en el suelo.
Se había quedado casi dormido cuando la claridad del cielo le advirtió que había llegado el momento. Debía conocer muy bien los parajes, pues se encaminó resueltamente por un sendero que al cabo de un centenar de metros desembocaba en la carretera. El afinador se asomó a ella con circunspección para explorarla. Estaba desierta. Pero por el recodo de un viraje, un poco más allá, aparecía el morro de una camioneta.
El afinador se fue en aquella dirección y vio a un hombre al volante, enfundado en un impermeable, que le hizo señas de subir a su lado. Obedeció ágilmente. Pero mientras se cerraba la portezuela a sus espaldas y el motor se ponía en marcha, sintió un cañón de pistola en la nuca. La empuñaba uno de los dos SS agazapados detrás. En medio de ellos había otro hombre de paisano, pero desplomado contra el respaldo; un hilo de sangre le manaba de la boca.
No se pronunció palabra alguna. Petrificado, el afinador se sentó de espaldas a los dos hombres armados, con las manos en alto. No tardó mucho en comprender que el muerto debía de ser el partisano que venía a esperarlo. Y aún menos tardó en darse cuenta de que muy pronto habría de envidiar su suerte.
No fue, pues, con la esperanza de salvarse, sino tan sólo por el deseo de acabar cuanto antes por lo que, cuando el vehículo aminoró la marcha en una curva, empujó con el codo la manilla de la portezuela y, una vez abierta, se lanzó afuera.
—¡No disparéis! ¡No disparéis! —rugió en alemán el conductor, dando un súbito frenazo. Pero una ráfaga había crepitado ya, y el hombre, que intentaba incorporarse, cayó abatido junto al borde del precipicio.
—Dumm…! Verrucht…! Schwein…! —gritó el chófer al que disparó, al acudir al lado del caído, que lanzaba estertores.
Los subalternos de Müller decían de él que sería capaz de leer con tono aplacado y voz cortés hasta la condena de muerte de su propia madre. Schrantz tuvo confirmación de ello cuando, con la cabeza inclinada, hubo de referirle lo acaecido. El coronel, en bata, escuchó hasta el final, sin interrumpirlo nunca, sorbiendo su té. Luego alargó los brazos.
—Me desagrada, capitán. Creí poder contar con usted. Y me ha decepcionado. Le encarecí la importancia de capturar al general de la Rovere. Pero vivo, no cadáver. Usted no debió limitarse a transmitir mis órdenes. Debió haberlas cumplido personalmente.
—Traté de hacerlo, mi coronel. Pero desconocíamos el punto exacto del desembarco, y yo no podía hallarme en todos los sitios a la vez.
—Claro… claro, claro… De todos modos, aunque usted fuese trasladado o degradado, el general no resucitaría. A lo hecho pecho, dicen esos italianos que de pecho tienen tan poco… Escúcheme bien, Schrantz, y trate de no equivocarse por lo menos esta vez… ¿Una taza de té? Es en verdad excelente… Así que… El cadáver del general y el de su cómplice serán sepultados en un cementerio, lejos de Génova, sin ninguna señal de identificación. Todos los componentes de la patrulla que han fallado en la operación, partirán inmediatamente hacia el frente oriental…
—¿Hasta aquellos que no tengan ninguna responsabilidad?
—He dicho todos, sin excepción… La noticia que ha de circular es que se ha detenido al general de la Rovere y se halla en nuestras manos. Y nadie puede desmentirla. ¿Me explico? Después, veremos a ver… Alguien debía de esperar a ese general… Alguien tendrá, pues, que moverse en su ayuda… Excelente, este té. Excelente de veras…
Al igual que Müller y Schrantz, Grimaldi había pasado aquella noche en blanco. Había vuelto a casa sólo para vestirse de paisano y ahora, en el acostumbrado altillo del acostumbrado bar, esperaba pacientemente ante una taza de pésimo café.
La joven señora Riva se presentó con puntualidad a las nueve y media. El mayor le ofreció una silla y murmuró:
—Perdone, señora, si me presento sin afeitar; pero es por culpa de su marido. Ayer, después de nuestro encuentro, fui inmediatamente a informarme y tuve la confirmación de que la situación era más bien preocupante. Era preciso obrar enseguida. Y por eso no tuve siquiera tiempo para irme a dormir… Un café, ¿verdad?
—Se lo agradezco, mayor. Además, le ruego dispense mi desconfianza de ayer…
—Por favor, señora. En su lugar, yo la habría tenido igualmente. Ahora, olvidémonos de ello. De lo que en verdad se trata es de salvar al teniente Riva.
—¿Es posible?
—Es posible, con tal de que se actúe inmediatamente. Hay alguien que está esperando allí… e indicó con la cabeza la fachada del hotel de enfrente.
—¿Basta, para empezar, con cien mil? —preguntó la señora sacando un sobre del bolso y poniéndolo sobre la mesa.
Grimaldi tuvo un ligero estremecimiento, pero se dominó. Metió con displicencia el sobre en el bolsillo y se levantó.
—Espéreme aquí. Voy y vuelvo.
La señora lo vio cruzar la calle con paso rápido. Entonces se puso en pie, llamó al camarero, le pidió una ficha y se dirigió hacia el teléfono.
Grimaldi había asomado ya la cabeza en la habitación 25 y hecho un amistoso saludo a Walter, que se lo devolvió, cuando oyó a sus espaldas una voz que no le sonaba a desconocida:
—Buenos días, ingeniero.
Se volvió en un santiamén y se encontró cara a cara con Müller.
—¡Oh, coronel, qué sorpresa…!
—La sorpresa es para mí que estoy en casa por estos parajes… Pero, usted, ¿qué viene a hacer aquí? ¿Alguna pega?
—No… —Vaciló. De pronto, se le ocurrió una idea y se desdijo—. Es decir, sí…, pero no es una pega seria… Un pariente… Un pariente lejano por parte de mi madre… Un muchacho… Es más, casi un chiquillo…
—¿Qué le sucede?
—Quieren deportarlo a Alemania por no querer incorporarse a filas… Por supuesto, se lo merecería, porque no querer presentarse en momentos como éstos no está justificado ni es justificable… Pero está de por medio mi madre, que tiene ochenta años…
—Puede ser liberado inmediatamente si quiere alistarse con nosotros…
—Es lo que le he dicho, querido coronel… ¿Sabe lo que me ha contestado?: «Los alemanes creerían que lo hago por cobardía y me despreciarían. Yo soy hijo de un condecorado de guerra y sobrino-nieto de uno de los Mil»… Y esto es cierto. Es un chiquillo orgulloso.
—Me agradan los chiquillos orgullosos… ¿No se le acusa de nada más?
—No. Jamás se ocupó en política. Sólo se ocupa del deporte… y de mujeres.
—¿Cómo se llama?
—Borghesio… Vittorio Borghesio.
—Sargento…, el expediente del señor Vittorio Borghesio.
Walter, que había seguido, primero con estupor y luego con desconfianza, el cordial diálogo entre los dos, hurgó en el archivo y sacó una carpeta. Después, se puso a mirar con ojos sombríos a Grimaldi, quien a su vez lo contemplaba con una sonrisita provocadora.
—Efectivamente —dijo Müller—, no hay nada más… Sargento, borre de la lista de traslados al señor Vittorio Borghesio e inscríbalo en la del servicio de trabajo…
—Pero…
—Pero ¿qué?
—Nada, mi coronel. Heil Hitler!
El coronel salió, seguido por Grimaldi, quien, antes de traspasar la puerta, lanzó otro ademán de saludo a Walter, rojo de rabia.
—¿Contento, ingeniero?
—Ah, mi coronel, no sé cómo agradecerle… Quisiera correr a dar la buena noticia a mi anciana madre. Permítame que le anticipe a usted su agradecimiento y su bendición…
—No me gusta que me den las gracias ni que me bendigan. Pero si va a Milán, vaya a verme… Hotel Regina.
—No faltaré, mi coronel.
Grimaldi bajó precipitadamente las escaleras, cruzó corriendo la calle y entró en el bar. Pero antes de subir al altillo se detuvo en el teléfono de abajo.
—Oiga, el abogado… ¡Oiga! ¿Y usted? Quiero no sólo confirmarle lo de ayer, sino decirle, además, que será… ¿Me entiende…? Exactamente… Trabajará… ¿Y quién puede no tener que trabajar? Si no en Génova, en Italia; de todos modos, en libertad… Sí, victoria…, victoria para Vittorio en todos los frentes… Se lo diré, pero no hace falta… No, no, no me gusta que me den las gracias ni que me bendigan… Hasta mañana, querido abogado…
Estaba tan excitado mientras avanzaba hacia la casa de la señora Riva, que ni siquiera advirtió la presencia de otros dos clientes en el fondo del salón, y casi gritó:
—¡Buenas noticias, señora…! He encontrado el camino. Camino largo y difícil, pero al término del cual puede estar la libertad para su marido…
—Mi marido está ya libre —contestó la mujer con una voz que parecía venir de otra persona. Y aprovechándose del pasmo de Grimaldi, continuó—: Lo fusilaron ayer detrás del cementerio de Staglieno…
—¡Fusilado! —balbució el mayor—. Pero ¿entonces…?
—Pues entonces, ¿hace el favor de seguirnos, señor Bertone? —contestó una voz detrás de él.
Grimaldi se volvió de golpe. Era uno de los dos clientes que se le habían acercado a sus espaldas y que ahora le mostraban sus credenciales de policía.
—¡Pero aquí tiene que haber un equívoco…! ¡Un equívoco muy burdo…! —se rebeló Grimaldi
—Lo aclararemos —respondió el otro poniéndole una mano en el brazo.
La voz de Schrantz revelaba una indignación sincera:
—He conocido a muchos canallas en este condenado país. Pero pese a que casi he nacido en él, no creía que pudiese existir alguno tan soez e innoble como tú…
Sentado en una banqueta, bajo la vigilancia de los dos policías italianos que lo condujeron hasta allí, Grimaldi se callaba con aire distraído, como si aquellas palabras fuesen dirigidas a otro.
—¿Quieres decidirte a hablar…? Ten en cuenta que no nos faltan procedimientos para devolver la palabra hasta a los sordomudos…
—No hay necesidad de recurrir a ellos —respondió por fin Grimaldi—. Basta con que venga a interrogarme el coronel Müller…
—¿Conoces al coronel Müller? —se sobresaltó el capitán.
—Tengo ese gusto.
Schrantz se quedó un momento indeciso. Luego, resueltamente, tomó la puerta y salió al pasillo.
Poco después volvió a entrar seguido del coronel, a cuyo encuentro, levantándose y tendiendo la mano, fue Grimaldi con expansiva cordialidad.
—¿Qué historia es ésta? —preguntó Müller, sin corresponder a la amable acogida. Y no se sabía si se dirigía al capitán Schrantz o a Grimaldi.
—Un equívoco, mi coronel —se apresuró a decir el segundo—. He sido confundido con un tal Bertone, que parecía tenía cuentas pendientes con la justicia… Un equívoco desagradable…
—Es una denuncia procedente de la policía italiana —intervino Schrantz.
—Dese usted cuenta, coronel: de la policía italiana —recalcó Grimaldi con tono de indulgente desprecio.
—¿Y qué dice esa denuncia?
—Que desde hace meses Bertone extorsiona dinero a los parientes de los detenidos ufanándose de amistades con oficiales alemanes y prometiendo disminuciones de penas. En el momento de su detención se hizo entregar cien mil liras por una tal señora Riva…
Se interrumpió para prestar oído a un cabo que le sopló algo, mientras Grimaldi exclamaba con desparpajo:
—¡Ah, ahora comprendo de dónde viene la confusión! Si me permite, coronel…
—Que pase —ordenó Schrantz al cabo. Éste se dirigió hacia la puerta, hizo una señal a una mujer y le dejó paso. Era Valeria.
—¡Ah, esto es demasiado! —protestó Grimaldi yendo al encuentro de la chica—. No te preocupes, gorrioncito; se trata de un error… Mi coronel, mi esposa…
—¡Qué señora ni qué narices! —estalló la mujer—. A este individuo apenas lo conozco y no sé nada… Haya hecho lo que sea, a mí ni me va ni me viene… ¡Yo soy una artista, una artista!
—Cálmese, señorita, cálmese —dijo Müller paternalmente—. Nadie se propone acusarla de nada, especialmente si nos ayuda a esclarecer algunos extremos de la conducta del ingeniero…
—¿Qué ingeniero? ¿Ése? ¡Ni ingeniero ni nada, señor coronel!
—¡Valeria!
—Cállese, por favor. Y usted, señorita, prosiga… ¿Dónde y cuándo lo conoció?
—Hace seis meses, en Mondovi. Yo actuaba en una compañía de revistas. Era soubrette… En verdad soy actriz de prosa. Pero ¿sabe usted?, con los tiempos que corren, una tiene que adaptarse. Además, incluso la revista, cuando se hace con cierto estilo…
—Sea usted breve, señorita.
—Bueno; total, una noche, después del espectáculo, una amiga mía y yo fuimos detenidas por una patrulla… Él pasaba e intervino. Con su uniforme de mayor…
—¿De mayor? ¡Ah! ¿Usted es mayor, además de ingeniero?
—Si me permite que le explique…
—No, no le permito. Continúe, señorita.
—Bueno; total, nos acompañó al hotel… Luego, ya sabe lo que pasa, después de una cosa viene otra… Me obligó a dejar la compañía…
—La verdad es que la compañía te despidió.
—¿Quiere callarse, sí o no? Señorita, se lo ruego…
—Vinimos a Génova… Y después, ¿qué quiere que le diga? De vez en cuando se ponía el uniforme. Pero lo que hacía no lo sé. Jugaba: esto es seguro. Como es seguro que perdía, porque nunca teníamos una lira. Recibía muchos telefonazos. Y mucha gente venía a verlo y le entregaba paquetes…
—¿Y qué había en los paquetes?
—Salchichones… También otras cosas, pero sobre todo salchichones. No se comía más que salchichones, mañana y noche. Pillé una urticaria, claro que sí… ¡Mire! —Y se descubrió un hombro de manera indecente.
—Miraré más tarde, señorita. Ahora descanse. E hizo seña a los policías italianos de que saliesen también.
Siguió un silencio.
—Así que, amigo —dijo Müller—, ¿cómo he de llamarle, ingeniero o mayor?
—Espero que no habrá creído una palabra de lo que ha dicho esa deficiente. Yo tengo de mayor lo que ella de actriz. ¡Actriz! Soubrette!… No tiene voz, no sabe bailar. Tan sólo tiene… cierta presencia…
—No es de la señorita de quien se trata, sino de usted.
Sobrevino el cabo a murmurar algo al oído de Schrantz, que a su vez lo repitió en voz baja al oído de Müller.
—¡Ah! —exclamó el coronel levantándose—. ¿Quiere venir conmigo, por favor?
Y lo precedió al dirigirse ambos hacia la puerta.
En la habitación contigua había una docena de personas, entre ellas la joven señora Riva y un sacerdote.
—Conocen ustedes al mayor Grimaldi, ¿verdad? —preguntó el coronel.
Todos callaron. Siguió un largo silencio.
—¡Adelante! —dijo por fin Grimaldi, plantándose con las piernas separadas y los brazos cruzados ante ellos—. ¿Por qué no respondéis? No van a meteros en la cárcel si le decís que me conocéis y le contáis todo el daño que os he hecho… Usted, señora De Dominici… Usted, doctor… Usted, reverendo… ¡Adelante, hablad! ¡Repetid las noticias que os daba de vuestros hijos, de vuestros hermanos, de vuestros maridos! Que no se irían a Alemania, que estaban bien, que pronto serían libertados… Y no era verdad. No, no era verdad… ¿Y qué? ¿Hubierais preferido lo contrario? ¿Que eran golpeados hasta sangrar, que dormían diez en la misma celda, que habían sido amontonados en un vagón precintado directo a Polonia? ¿Lo habríais preferido? No, no lo hubierais preferido. Gracias al mayor Grimaldi, estabais tranquilos, de noche dormíais, erais casi felices cuando me traíais los paquetes. «Se lo encarezco, mayor, hágaselo llegar enseguida… Está el jersey grueso: sufre mucho del frío… Está la mermelada de melocotón que le gusta tanto… El salchichón…, el salchichón que no le gusta a nadie…». Por ello me dabais dinero, es verdad. Pero a cambio yo os ofrecía esperanza… Veremos si estaréis mejor ahora que la señora ha denunciado el enredo porque han fusilado a su marido… Como si lo hubiese fusilado yo… Adelante, señores, hablen… Decid que soy una carroña, que os he traicionado y engañado… ¡Decidlo!
Los miraba, uno a uno, con aire de desafío, como si los acusados fueran ellos y él el denunciante. Tenía los ojos llameantes, dos grumos de saliva blancuzca en las comisuras de los labios y un mechón de pelo sobre la frente empapada en sudor. Esperó en silencio una respuesta que no llegó. Luego, volviéndose a Müller, que había seguido mirándolo con expresión de divertido estupor, le dijo con gesto melodramático:
—He terminado, mi coronel… Estoy a sus órdenes…
Y lo precedió entrando solo de nuevo en la oficina de Schrantz.
—Haga usted poner en libertad a toda esta gente —dijo Müller al capitán. Y se fue hacia Grimaldi.
Lo encontró sentado, fumando tranquilamente. También se sentó. Cogió una botella de coñac de una repisa, llenó dos copas, una para él y otra para su huésped, y se puso a hojear con mucha atención una voluminosa carpeta. Tras unos diez minutos de silencio, levantó la cabeza.
—Y ahora —dijo con su habitual tono de voz cortés y pacato—, dígame lo que prefiere: ¿presentarse ante el tribunal de guerra alemán como mayor Grimaldi, acusado de complicidad con elementos de la Resistencia y de corrupción de alemanes, o volver a ser Giovanni Bertone, hijo de los difuntos etcétera, y que lo denuncien por estafador reincidente y uso indebido de uniforme militar?
—Son preguntas que no hace falta formular, y usted perdone —respondió Bertone, encogiéndose de hombros—. En el primer caso, arriesgo acabar contra el paredón… En el segundo, saldría librado con unos tres años… Existe, es cierto, el artículo 310, el del agravante en tiempo de guerra, que puede ser muy fastidioso… Pero esta guerra terminará más tarde o más temprano, ¿no? Y acabará con una hermosa amnistía…
—¡Ocho veces! —interrumpió Müller, que había proseguido hojeando la carpeta—. ¡Lo han condenado ocho veces! No le queda a usted nada por hacer… Estafa, bigamia, abuso de confianza, tenencia y tráfico de estupefacientes…
—Sí, pero falsos… Era bicarbonato… Los auténticos los usaba yo.
—¡Y cuántos oficios! Director de hotel, proxeneta, corredor de automóviles, actor… hasta actor…
—Muy malo.
—¿Ah, sí? No lo hubiera dicho. ¡Mire, mire…! Ha sido usted hasta oficial…
—¡No! —protestó Bertone, levantándose de un brinco.
—¿Cómo que no? Está escrito aquí —dijo Müller, sorprendido por aquella reacción.
—Es un error…
—No puede ser un error. Está toda su hoja de servicios… Oficial en activo hasta el grado de capitán en el regimiento de Caballería Guide… Expulsado del ejército en 1922 por deudas y malversaciones… —Alzó la cabeza para mirar a Bertone, que había bajado la suya—. ¡Qué extraño…! No ha tenido usted palabras de protesta contra las imputaciones de fraude, de estafa, de bigamia, etcétera. Pero rechaza con violencia el ser calificado oficial del ejército, pese a haber vestido de nuevo, abusivamente, el uniforme…
—Ese uniforme no es del ejército. Es de la milicia.
—¡Ah…!
—El ejército no tiene nada que ver con mi vida de malhechor. Cuando yo pertenecía a él era una persona decente…
Schrantz se asomó a la puerta con aire radiante.
—Mi coronel, el cómplice de Bertone, el sargento Walter Diemer, ha confesado.
—Muy bien. Que sea castigado como merece.
Schrantz se retiró.
—Escuche un poco, Bertone —prosiguió el coronel Müller—. Si usted hubiese seguido en el ejército…
—Mi coronel, le ruego que no insista sobre ese tema. Yo no tengo nada que discutir con el ejército, ni el Ejército tiene nada que discutir conmigo.
—De acuerdo. Pero, de todos modos, conteste a mi pregunta. Si usted hubiese continuado en el ejército… como un caballero, se entiende, no como un granuja… ¿Qué grado habría alcanzado hoy?
—Depende… Mis compañeros de promoción son coroneles o generales de brigada…
Müller reflexionó un momento. Luego preguntó:
—¿Quiere serlo de cuerpo de ejército?
Al amanecer del día siguiente, el coche de Müller recorría en sentido inverso la carretera de los Giovi, que conduce de Génova a Milán. En el asiento posterior, al lado del coronel, Bertone, vestido con una sahariana y unos pantalones de pana embutidos en unas polainas de cazador, leía atentamente un voluminoso dosier. Se había colocado también un monóculo en el ojo derecho.
—¡Claro que hizo carrera tan pronto! —rezongó—. Se llamaba Fortebraccio de la Rovere. En 1927 contrae matrimonio con la marquesa de Guimet, hija del almirante y nieta del general. Al año siguiente, muere su tía, la condesa del Barrino, nombrándolo único heredero. Se sospecha que pertenece a la masonería, pero tiene un hijastro papa y un primo arzobispo… Me dan risa, me dan…
En aquel momento el chófer paró el coche haciéndolo rozar las paredes de roca, mientras el suboficial de escolta abría la portezuela vociferando:
—¡Caza enemigo! ¡Cuerpo a tierra!
Hasta Müller se precipitó afuera y de un salto corrió a agazaparse detrás de un peñasco. El zumbido del caza arreció hasta transformarse en un estruendo punteado por el crepitar de la metralla. La ráfaga bordó de costado al vehículo, perforando un guardabarros y haciendo volar en torno esquirlas de piedra.
Desde su escondite, Müller vio a Bertone apearse con calma, calarse de nuevo el monóculo para mirar a lo alto y dirigir con la mano un saludo al avión que se alejaba.
Pocas horas después, el coronel entregaba personalmente el prisionero al Feldwehbel Franz en la entrada de la cárcel de San Vittore.
—No ha de figurar en el registro —dijo—, no ha de ser fotografiado ni tienen que tomársele las huellas dactilares. Que esté aislado y bajo severa vigilancia. Pero exijo que sea tratado con los respetos debidos a su alta graduación…
—Jawohl, Herr Obersturmbahnführer —respondió Franz dando un taconazo. Y cogiendo al prisionero del brazo, dijo—: Sígame usted.
El prisionero, inmóvil, primero le miró a la cara, luego a la gruesa mano que lo atenazaba y después miró otra vez al hombre a la cara. Éste, lentamente, aflojó el apretón y soltó la presa.
—No sé —dijo el prisionero al coronel— si volveré a tener ocasión de verle. Por esto le agradezco todas las cortesías de que me ha hecho objeto en esta situación… más bien embarazosa.
—Cualquier oficial alemán se habría comportado del mismo modo —respondió Müller, casi sin darse cuenta de que estaba declamando.
—Quiero creerlo… Presente mis saludos, cuando tenga la oportunidad, al mariscal Kesselring. Dígale que el hecho de que ahora militemos en bandos contrarios no ha disminuido mi estimación y la alta consideración que le tengo.
—Así lo haré, señor… —farfulló Müller, pillado a contrapelo.
—¡Vamos, Feldwehbel! —dijo el prisionero a Franz. Y echó a andar.
Así lo vimos pisar la cárcel por primera vez, con paso firme y la cabeza erguida, ante nuestros ojos pegados a las mirillas. Cuando finalmente su celda se amuebló según sus deseos, entró en ella. Pero en el momento en que Ceraso iba a cerrarle la puerta, el general advirtió la pequeña cinta azul que adornaba el ojal del vigilante. Y apuntando con el dedo, preguntó:
—¿Dónde?
—Bajo Piave.
—¿Cuándo?
—Julio del 18.
—Batalla de Solstizio… ¿Unidad?
—Ciento cincuenta y uno, brigada Avellino.
—Magníficos soldados… ¡Bravo!
Ceraso empujó la puerta. Entonces, en vez de cerrarla de golpe a las espaldas del prisionero, según solía hacer, la acompañó suavemente con la mano para no hacer ruido.