Asustados y temblorosos, Joey y Will permanecieron cabizbajos a la luz de las linternas.
—Dejadnos marchar —pidió Joey con voz temblorosa—. Tenemos que ir a casa.
—Por eso os llevabais a Domingo, ¿verdad? —Dijo Pam—. Debía daros vergüenza… Ahora fue Will quien habló:
—Pues sí, nos llevábamos a Domingo por eso. Queríamos salir de este lugar de prisa.
Cuando los Hollister les pidieron explicaciones, Joey y Will dijeron que habían oído decir a Dave Meade que los Hollister salían de campamento.
—Y decidimos venir también —dijo Joey débilmente.
—Para molestarnos, claro —gruñó Ricky, mientras los cuatro hermanos rodeaban a los apurados camorristas.
—Queríamos lanzar nuestro… vuestro paracaídas desde arriba —explicó Will.
Luego, añadió que su padre les había llevado en el coche al Castillo de Roca a primera hora de la tarde y que tenían colocadas las tiendas de campaña cerca de allí.
—Nos acercamos a ver lo que estabais haciendo —siguió ahora Joey— y vimos que Pete y Ricky iban al estanque.
—¡Y entonces lo vimos! —saltó Will, estremeciéndose.
—¡Uggs! Aquella cosa del agua —exclamó Joey—. No podíamos marcharnos de prisa de la cantera y por eso nos apoderamos de Domingo. No es que quisiéramos robarlo. De verdad que no.
—¿Habéis derribado aquel árbol viejo? ¿O habéis puesto en funcionamiento la bomba? —preguntó Pam.
Joey y Will negaron haber hecho nada de eso.
—Sólo queremos ir a casa. Este lugar es horripilante.
—Bueno. ¿Dónde está vuestro campamento? —preguntó Pete.
Joey y Will les llevaron a poca distancia de allí, hasta un roble bajo el que habían colocado sus tiendas.
—Yo creo que dicen la verdad —comentó Pam, acercándose a Pete.
—No permitirá usted que el monstruo nos atrape, ¿verdad, Indy? —preguntó Will, suplicante.
—Aquí estaréis a salvo —les aseguró el indio.
—Entonces nos quedaremos hasta mañana —dijo Joey, tranquilizado—; y mañana volveremos en una carrera hasta Shoreham.
Todos se despidieron y los Hollister se marcharon con Domingo. Pam dijo, riendo:
—Si creíais que estábamos asustados, ¿qué me decís de Joey y Will?
—Esos fisgones están petrificados —dijo Pete.
Los cuatro hermanos fueron despertados a la mañana siguiente por el delicioso aroma del tocino que se freía en una hoguera.
—El desayuno está servido —anunció Indy.
El menú de aquella mañana consistió en huevos revueltos, tocino y pan tostado. Pam sirvió leche de la neverita. Después de haber quemado los recipientes de papel, los muchachos e Indy apagaron el fuego.
—Antes de seguir buscando minas debíamos averiguar qué era aquel fuego verde y por qué se cayó el árbol —opinó Pete.
—Pero nos llevaremos un saco por si vemos algo que parezca titanio —dijo Pam.
Dejando a Domingo atado en el campamento, los niños e Indy corrieron hacia donde se encontraba el árbol caído. Mientras Ricky, Indy y Holly examinaban el árbol, Pete y Pam subieron rápidamente por el sendero escalonado hasta lo alto de la cantera.
A los pocos minutos se encontraban mirando en los residuos de la hoguera y recogieron cuidadosamente los trocitos de leña carbonizada.
—Mira —dijo Pete—. Por aquí hay un polvillo blanco. Puede que sea eso lo que hacía que el fuego pareciera verde.
El muchacho cogió el trozo de una ramita carbonizada cubierta con aquel polvo blanco y la envolvió en su pañuelo. Luego, Pam y él se acercaron al lugar en que había estado enclavado el pino.
El desprendimiento del árbol había dejado un profundo hoyo en el suelo. Los niños examinaron los alrededores de dicho hoyo, pero no pudieron descubrir huellas de pies.
—Claro… Puede haber sido un accidente —admitió Pete, poco convencido—. El árbol estaba en el mismo borde.
Pero, cuando los dos hermanos se reunieron con los demás al pie del promontorio rocoso, Indy les informó de lo siguiente:
—A este árbol lo han empujado para que cayera. Y les mostró las marcas recientes, producidas en el tronco por una barra de hierro.
—Y alguien ha usado un producto químico para hacer aquel misterioso fuego verde —hizo saber Pete, enseñando lo que había encontrado.
—Puede que Ralston o Raff tengan algo que ver con esto —dijo Ricky—. No les hacíamos mucha gracia.
Pam no estuvo muy conforme con aquella deducción.
—No se les puede acusar así —dijo—. No tenemos pruebas. Lo que hace falta es seguir buscando y puede que vayamos encontrando pistas de todos estos misterios.
Ricky se hundió el ruinoso sombrero hasta los ojos y anunció que ya estaba dispuesto.
Pete, en pie con las manos en las caderas, miraba hacia las rocas oscuras. Por fin propuso que fueran hacia el extremo más apartado de la cantera, donde se encontraba el viejo edificio en el que se trituraba la piedra en otros tiempos. Aquella zona era seca y pedregosa. Sin embargo, lo primero que hicieron fue pasar por el campamento para recoger a Domingo, y llevarse cuerdas y herramientas.
Antes de marcharse, Ricky se guardó en el bolsillo un rollo de hilo de pescar, por si les era preciso dar la vuelta a la cantera y detenerse otra vez en el estanque.
«Podría valer para pescar al monstruo, aunque espero que no haga falta», se dijo el niño.
El grupo se puso en marcha, con Pete al frente. No tardaron en cruzar una pequeña franja de terreno oscuro y húmedo que Pam supuso debía estar bañado por un arroyo subterráneo.
Cuando el sol estuvo más alto, el reborde de la cantera se recortó más claro y preciso contra el cielo azul. A Holly se le ocurrió levantar la vista hacia el Castillo de Roca y quedó sorprendida al ver a Ralston que les observaba.
—Hola —saludó alegremente la niña, moviendo las manecitas.
El hombre le devolvió el saludo con voces y movimientos de la mano y luego echó a andar por el borde de la montaña rocosa, mirando hacia abajo como si intentase localizar algo.
—Parece que las huellas siguen hasta el estanque —dijo Pete—. A lo mejor tienes razón, Pam, y resulta que es inocente.
Mientras Ricky seguía moviéndose en sentido circular por la cantera, Pete echó a andar al frente, llevándose a Domingo. El saco que el animal llevaba sobre el lomo iba resultando cada vez más pesado a causa de las piedras que los niños iban metiendo. Cuando Pete se disponía a recoger otro ejemplar de mineral se arrodilló inesperadamente y avisó a los que iban detrás.
—¡Zambomba! Hay huellas de pies. Muchas huellas. Mira, Indy.
El indio y los jóvenes buscadores de minas se aproximaron con precaución, para no borrar las huellas que Pete acababa de descubrir. La tierra estaba llena de señales de pisadas y parecía que hubieran arrastrado a alguien por el suelo.
—Parece que las huellas siguen hasta el estanque o las lanchas —dijo Pam—. ¿Qué estarían haciendo por aquí?
—Puede que sean huellas de visitantes como nosotros —dijo Holly—. Estarían jugando a cazar.
Pete se sintió tan intrigado por aquellas huellas que había descubierto que abandonó momentáneamente la búsqueda de minerales para ver a dónde conducían las pisadas. Algunas de ellas se dirigían hacia el muro de la cantera donde desaparecían entre un montón de matorrales secos.
—Tiene gracia —exclamó el muchachito, llamando en seguida a los demás.
—¿Qué te parece esto, Indy?
El indio recogió una ramita de los matorrales y miró hacia arriba.
—Puede haberla arrancado alguna piedra al caer, pero es posible que estas matas oculten algo.
—¿Por qué no las apartamos? —propuso Ricky. Con la ayuda y el esfuerzo de todos, los matojos fueron apartados completamente, dejando al descubierto una pequeña abertura en las rocas.
—¡Parece un pasadizo! —exclamó Indy.
—Pero es muy estrecho para pasar por él —observó Pete.
—Si antes trago un buen montón de aire, me parece que podré pasar —dijo Ricky.
Indy Roades sacó su linterna de la bolsa de la comida, cargada sobre Domingo y, todos a una, los buscadores de minas, clavaron la vista en el resquicio de la roca. Domingo se mostró desaprobador por no poder ir también, pero quedó quieto junto a los matorrales.
Con Ricky en cabeza, los aventureros presionaron hacia dentro. El pasadizo se ensanchaba repentinamente en una gran habitación.
—¡Fijaos! —Gritó Ricky, cuando Indy iluminó el lugar con su linterna—. Parece un… un departamento meteorológico.
A lo largo de una pared se veían hileras de mapas de los vientos y debajo un cuadro de instrumentos. También aparecían hileras de bombillitas de colores, un montón de paracaídas, otro de globos sin inflar y varias bombonas de gas para hincharlas.
—¡Zambomba! —gritó Pete—. Debe de ser aquí donde el señor Link trabaja con su invento.
—Pero ¿dónde está ese señor? —preguntó Holly.
—¿Y por qué no habrá ido a recoger el correo? —añadió Pete.
—El señor Kinder y el señor Link tienen relación con esta cantera —razonó Pam—, y los dos han desaparecido.
Entonces, Indy empezó a mirar con inquietud alrededor de la rocosa estancia y los niños se sintieron escalofriados.
—Puede que les haya atrapado el monstruo —dijo Ricky en un susurro.
Pam recordó a los demás que el señor Anthony les había dicho que su amigo vivía en el mismo lugar en que trabajaba en su invento.
—De modo que el señor Link estará durmiendo en otra cueva —concluyó la muchachita.
Cuidando de no estropear nada en el escondite que habían encontrado, los exploradores volvieron en fila de a uno hasta donde les aguardaba pacientemente Domingo.
—Hay que formar patrullas de inspección —opinó Pete—. Me parece más importante encontrar al señor Link que seguir buscando minerales. El señor Link puede necesitar ayuda.
Indy aceptó la idea.
—Buscaremos durante una hora —dijo—. Luego nos reuniremos en el campamento para decidir qué debe seguir haciéndose.
Ricky y Holly se ofrecieron como voluntarios para subir hasta lo alto del Castillo de Roca e inspeccionar por aquella parte. Desde aquella altura a lo mejor descubrían otra cueva.
—Pero tened mucho cuidado —les advirtió Pam.
Ella y Pete, con Domingo, marcharon en otra dirección, en tanto que Indy decidió llegarse hasta el extremo más apartado de la cantera, tras el edificio dedicado a triturar la piedra.
Los dos hermanos menores se cogieron de las manos y empezaron a subir por el sendero escalonado y rocoso. Cuando llegaron arriba, entraron en la torreta y se asomaron por el ventanal de piedra. Miraron atentamente a todas partes, pero no se veía desconocido alguno. Ni siquiera estaba Ralston.
Ricky volvió sus ojillos vivaces hacia la gran piedra que Sue había utilizado como trono el día de la merienda campestre. Nuevamente sintió el extraño deseo de levantar el pedrusco. Y esta vez Ricky contaba con una ayudante tan curiosa como él.
—A mí me parece que esa piedrota está tapando un agujero o algo así —declaró el pelirrojo—. Ven a ayudarme.
Aunque los niños tiraban y empujaban con fuerza, el pedrusco no se movió. Pero Ricky no se daba por vencido fácilmente. Después de dar una vuelta por la zona de arbolado, regresó con una rama delgada y fuerte, uno de cuyos extremos apoyó en la parte baja de la piedra.
—Mira, Holly —dijo, jubiloso—, se mueve.
La pesada roca se movió lo bastante para que los niños pudieran pasar los dedos por debajo y, entonces, empujando con fuerza, la hicieron rodar a un lado.
En el lugar que había ocupado el pedrusco apareció un gran agujero de tamaño suficiente para que por él pudiera resbalar una persona, y que parecía llegar al centro de la tierra.
—¡Un túnel! ¡Canastos! Me gustan los túneles porque tienen eco.
Inmediatamente Ricky se tumbó en el suelo y lanzó un grito por el negro pozo. No hubo un eco inmediato, pero unos segundos más tarde un sonido apagado llegó hasta los oídos de los niños.
—¡Qué eco tan gracioso! —comenzó Holly—. Nunca había oído un eco así. Déjame probar a mí.
La niña lanzó un grito por el pozo y escuchó, atenta. Silencio… Al poco, una especie de quejido llegó hasta ella.
Ricky se rascó la cabeza y arrugó la naricita.
—Debe de haber un trecho largo…, muy largo —dijo—. Puede que llegue hasta algún río subterráneo, lleno de peces.
—No seas tonto —repuso Holly—. En un sitio tan negro los peces no ven por donde nadan.
Pero Ricky no quedó convencido. Del bolsillo sacó el rollo de hilo de pescar. En un extremo del hilo había un plomo y un anzuelo con un trozo de corcho. Ricky quitó el corcho e hizo descender el hilo por el agujero.
Los ojos de Holly se desorbitaron de asombro, cuando vio que el hilo bajaba sin cesar, Ricky daba tironcitos hacia uno y otro lado al oír que el plomo se golpeaba una y otra vez contra las paredes de aquel profundo pozo.
Por fin el plomo llegó al fondo. Ricky volvió a dar unos tirones del hilo, al tiempo que decía:
—Anda, pececito, muerde el anzuelo. Holly soltó una risita burlona, recordándole:
—¡Pero sí ni siquiera has puesto un gusano! De repente Ricky dio un grito de sorpresa.
—¡Holly! Hay algo que tira del hilo.