Balanceándose de un lado a otro, el pino se golpeaba contra la roca, en su descenso hacia la parte baja de la cantera. Acababan Indy y los niños de apartarse cuando el árbol se estrelló en el suelo, a poca distancia de ellos, lanzando una lluvia de tierra y ramas rotas.
—¿Qué le habrá hecho caer? —se asombró Ricky.
—Lo que yo me pregunto es: ¿Por qué ha caído ahora? —dijo Indy.
Pam dedujo que alguien intentaba asustarles para que se fueran de allí, pero Pete replicó.
—Hace falta otras cosas y no un fuego verde y un árbol desprendido, para asustarnos y hacernos marchar del Castillo de Roca.
Alumbrándose con las linternas encontraron el camino de regreso al campamento. Domingo seguía atado al tronco en que le habían dejado y Pam se acercó a hacerle una caricia en el cuello.
Hicieron una guardia de otra hora y, como no sucedió nada más, Indy y sus amiguitos se acostaron en los sacos de noche.
Holly y Pam estaban muy quietas, pero tenían los ojos enormemente abiertos y su imaginación volaba en pensamientos relativos a la misteriosa cantera.
—¿Duermes, Holly? —preguntó Pam, en un murmullo, a través de la oscuridad.
—No. ¿Estás asustada, Pam?
—No, asustada no. Pero, en esta cantera hay unos ruidos muy extraños y por la noche parece que se agrandan. Hagamos un juego. Nos ayudará a dormirnos.
—¿Qué juego? —preguntó Holly.
—¿Por qué no adivinamos lo que son todos esos ruidos extraños?
Las dos niñas escucharon un apagado aullido que se extendía por la cantera.
—¿Qué es eso? —preguntó Holly.
—El viento.
—Exacto. También a mí me lo parece.
A continuación se fijaron en una especie de chasquidos que sonaban a distancia y Holly musitó:
—Son ranas.
Se produjo luego un chapuzón que las dos niñas imaginaron lo habría provocado un pez al dar un salto en el estanque.
Holly volvió a apoyar la cabeza en la almohada y entornó los ojos. Una especie de goteo llegó hasta sus oídos, pero estaba ya poco despejada para averiguar lo que era y se quedó dormida. A Pam le ocurrió otro tanto.
En la tienda inmediata a la de las niñas, Pete estaba aún despierto. Los espeluznantes ruidos que se producían en aquella cantera le hacían pensar en los extraños sucesos. Durante un rato estuvo meditando sobre ellos. De pronto se oyó otro ruido a distancia. «Tump, tump, tump».
—¡Zambomba! ¿Qué es eso?
El muchacho se deslizó de su cama de campaña y fue a apoyar la cabeza sobre la lona de la tienda para intentar distinguir la clase de ruido. «Tump, tump, tump…».
¡La vieja bomba! ¡Y estaba funcionando! Pero, si Raff había dicho que estaba rota… ¿Quién la habría puesto en marcha, y sobre todo a aquellas horas de la noche?
Indy roncaba suavemente y Pete no quiso molestarle. En cambio, despertó a Ricky, sin hacer ruido.
—Escucha eso —dijo a su hermano, hablándole al oído—. Ven conmigo.
Cautelosamente, Ricky se deslizó de su saco y los dos chicos salieron juntos al exterior, encaminándose al estanque. Una plateada media luna iluminaba la cantera. Aunque era muy poca la claridad que proporcionaba, bastaba para que los dos hermanos pudieran esquivar los pedruscos que surgían a su paso.
Cuando se acercaron a orillas del estanque, Pete aseguró:
—Desde luego, es la bomba.
Pero, inesperadamente, cuando los chicos se acercaron, el motor cesó de sonar. Todo quedó en silencio. No se produjo movimiento alguno.
—Puede que no fuera la bomba —resolvió Ricky.
—Lo averiguaremos —dijo Pete, decidido, reanudando la marcha.
Al llegar junto al árbol desplomado, los muchachitos saltaron sobre él y siguieron avanzando por el estrecho espacio que corría entre el Castillo de Roca y el estanque. A la luz de la luna vieron el agua agitada por ligeras ondulaciones. Pete se adelantó, diciendo:
—Ahí está la bomba.
Apoyó una mano en el artefacto metálico… Estaba caliente…
—¿Qué te dije? —exclamó Pete, triunfante.
—Pero ¿por qué sacaron agua del estanque a estas horas?
—Alguien intenta asustarnos, Ricky… Por eso tiraron el árbol.
El pequeño pelirrojo irguió toda su reducida estatura y abombando el pecho afirmó con bravura:
—Pues a mí nadie me asusta.
Pero, de pronto, se cogió fuertemente al brazo de Pete y sus dientes empezaron a castañetear de miedo.
El pobre Ricky no pudo hacer otra cosa que señalar hacia la superficie del estanque que unos momentos antes estuviera reposada.
A poca distancia de la orilla el agua se agitaba, levantando unas nubéculas de espuma. Un cuerpo negro y redondeado emergió unos centímetros por un instante, volviendo a hundirse en las profundidades.
—¡Ca… ca… canastos! ¡El monstruo!
En aquel mismo instante, una voz resonó por toda la cantera.
—¡Pete! ¡Ricky! ¿Dónde estáis?
—Estamos aquí, Indy —repuso Pete.
A lo lejos, el haz luminoso de una linterna empezó a moverse arriba y abajo cuando Indy Roades corrió hacia los niños.
—¡Hemos visto el monstruo! ¡De verdad que lo hemos visto! —afirmó Ricky, cuando el buen indio estuvo cerca.
Indy enfocó la linterna sobre Pete y le preguntó si también él había visto lo que su hermano.
—Sí. También, Indy. Hay algo en el estanque que… Una serpiente de agua, gigantesca, o un pez muy extraño…
Los tres regresaron a las tiendas y al llegar se encontraron a las niñas despiertas. Pam y Holly oyeron las noticias de sus hermanos con verdadero pavor.
—El monstruo puede comernos. Tengo mucho miedo —notificó Holly.
Indy opinó que la excursión había sido ya bastante inquietante y que lo mejor era recoger las cosas y volver a Shoreham.
—Esto es trabajo de la policía. Seguramente estarán iniciando una investigación —concluyó diciendo.
—Nos quedaremos a resolver el misterio —repuso Pete, con calma—. Contigo estamos seguros, Indy.
—Pienso igual que Pete —dijo Pam, sin dudar.
—Yo también —aseguró Holly, por no ser menos—. Yo soy una señorita detective.
La expresión aterrada de Ricky se convirtió de pronto en una amplia sonrisa que la luz de la linterna hacía parecer aún mayor.
—Yo también me quedo. Me parece que el no ser bastante valiente ha sido culpa de que tengo hambre.
Pam se echó a reír y propuso:
—¿Os parece que nos comamos ese pastel de chocolate que nos ha hecho mamá para mañana?
Después de mirar su reloj Indy anunció que ya era casi mañana. Con esa noticia Pam sacó el pastel con tres capas de chocolate de la caja en que su madre lo había guardado. Cuando cada uno de los niños hubo comido una gruesa rebanada del jugoso pastel, Holly recordó:
—El pobre Domingo debe de estar también hambriento.
—Toma. Llévale un trozo de pastel —dijo Pam, poniendo en manos de Holly otra rebanada.
La pequeña anduvo en la oscuridad hasta el lugar en que el burro había quedado atado.
—Domingo, ¿dónde estás? —llamó Holly, buscándole bajo la ligera claridad de la luna.
El jumento había desaparecido.
Holly empezó a gritar:
—¡Venid todos! ¡Domingo se ha ido!
Llegaron los demás a toda prisa e Indy proyectó la luz de la linterna en el suelo, en el lugar que había sido atado el burro. La estaca seguía en el mismo sitio.
—Domingo no se ha escapado —dedujo el indio—. Le han desatado.
—¡Huy, Dios mío! ¡Aquí hay ladrones! —se atemorizó Pam—. ¿Qué hacemos?
—Yo creo que hay que encontrarlos —afirmó Pete, indignado.
Indy estuvo de acuerdo con el chico.
—Es una cosa que hay que hacer más pronto o más tarde. Puede que ésta sea la mejor ocasión.
Con la luz de las cinco linternas enfocando el suelo, Indy se agachó para buscar las huellas dejadas por el burro.
—Salen de la cantera —advirtió Pete.
—Es extraño —dijo Pam—. Si los ladrones quieren asustarnos, ¿por qué no se quedan aquí?
—Lo que me extraña a mí es que Domingo no haya rebuznado para que supiéramos que le estaban robando —razonó Ricky, mientras se acercaban a la gran abertura que daba entrada a la cantera.
—Quien se haya llevado a Domingo iba en línea recta y por las huellas de las herraduras parece que el burro marchaba muy de prisa —opinó Indy.
—¡Chiss! —ordenó entonces Pam—. He oído algo. Los investigadores se detuvieron a escuchar. A distancia pudieron oírse unas voces.
—¡Ven aquí, animal idiota!
—No te pares ahora. ¡Atontado! Pete murmuró:
—Los ladrones… Podremos atraparlos, Indy. Caminando agazapados y sin apenas tocar el suelo más que de puntillas, Indy guió a los Hollister hasta una zona de rocas y matorrales, desde donde no pudieran ser vistos.
—¡Mirad! —anunció de pronto.
Frente a ellos, en la semioscuridad se advertía la borrosa silueta de un burro. Tras el animal iban dos personas. Una de ellas se tiró al suelo y la otra le imitó.
—¿Les atacamos ahora? —preguntó Pete, en un siseo.
—¡Ahora! —asintió Indy.
Dando aullidos y gritos de guerra los Hollister corrieron hacia Domingo. Por un instante, los raptores del jumento quedaron inmóviles por la sorpresa. Luego, emprendieron la fuga, corriendo bajo la noche.
Pam y Holly se acercaron al animal y subieron a lomos del mismo.
—Pobrecito burro —decía Pam, cariñosamente.
—No dejaremos que esos hombres malotes te lleven —prometió Holly, acariciando las orejas del animal.
A todo esto, Domingo irguió la cabeza y rebuznó tan ruidosamente que su «aaah, iiih» repercutió en todos los ámbitos de la noche.
A pesar de haber recuperado a Domingo, Indy, Pete y Ricky no se detuvieron allí. Las linternas brillaban frente a ellos, como luciérnagas gigantes que perseguían a los fugitivos. Por fin, Indy se detuvo e hizo que Pete y Ricky se aproximaran a él.
—¿Veis aquel peñasco grande? Pues esa gente se ha escondido detrás. Deben de estar cansados y tendrán miedo.
—¡Si les atrapamos, ahora se descubrirá el misterio de la cantera, canastos! —dijo Ricky.
Indy colocó las manos ahuecadas junto a la boca y llamó a gritos:
—¡Eh! ¡Ustedes, quienesquiera que sean, salgan! Se produjeron unos ruidos detrás del peñasco y dos siluetas aparecieron en seguida. Pete enfocó la luz de la linterna sobre sus rostros y dio un grito ahogado. ¡Ahí estaban Joey Brill y Will Willson!