DOMINGO Y COMPAÑÍA

Pete se durmió pensando en el recado de Dave. Se despertó agitado por una mano que le sacudía los hombros, y sus ojos adormilados vislumbraron la mismísima cara de Dave Meade.

—Levántate, perezoso —le decía su amigo. Pete se sentó de un salto, frotándose los ojos.

—¿Qué hora es? —preguntó.

—Las ocho. Pero tenía que verte temprano. Hemos encontrado al hombre que tiene el aparato 48.

—¡Zambomba! Eso es estupendo, Dave. —Pete salió de la cama y se vistió a toda prisa—. ¿Cómo habéis dado con él? —preguntó.

—La vigilancia resultó bien. Ann Hunter le vio ir a buscar una carta.

Al oír los comentarios de los chicos, Pam llamó a la puerta y entró en el cuarto cuando Pete estaba acabando de calzarse.

—¿Así que habéis encontrado a ese hombre? —murmuró excitadísima—. ¿Cómo se llama?

—Karl Anthony —replicó Dave—. Tenía mucha prisa y no pudo entretenerse hablando con Ann, pero le dio su dirección.

—Entonces le veremos en seguida —dijo Pete.

Él y Pam desayunaron rápidamente y los tres salieron silenciosamente para no despertar a los otros niños. Montaron en sus bicicletas y marcharon hacia las afueras de la población. Al poco se encontraban llamando a la puerta de la casita del señor Anthony. Aunque en aquel momento el señor Anthony se disponía a marcharse a trabajar, al ver a los niños les hizo entrar en su casa.

Pete comprobó al momento que se trataba de la misma persona que él y Holly habían visto en la oficina de correos. Cuando los niños dieron sus nombres, el señor Anthony murmuró:

—¿Hollister…? ¡Ah, sí! Había una postal vuestra en el apartado 48. ¿Por qué queréis poneros en contacto con el arrendador de ese apartado?

Pete le hizo saber el gran interés que sentía por el paracaídas parlante.

—Ah. Ya… yo he ido al apartado en nombre de un amigo. Es inventor y se llama Link.

—¿Cuándo le verá usted? —investigó Pete.

—No lo sé. Link viene aquí todos los viernes para recoger el correo y los artefactos que le han devuelto, pero la semana pasada no se presentó.

—¿Y sabe usted dónde está? —preguntó Pam.

—Eso quisiera —repuso el señor Anthony, muy preocupado—. Ayer, en el «Águila», venía un artículo pidiéndole que se presentase y veo que también vosotros tenéis noticias para él… No es costumbre suya marcharse sin decirme nada.

El señor Antony les explicó que su amigo estaba realizando experimentos en alguna parte de las afueras.

—Pasa allí toda la semana, pero no sé exactamente dónde es.

—Hoy es viernes —dijo Pete—. Si su amigo viene esta noche, ¿querrá usted decirle que tenemos que tratar con él? Su invento puede ser muy importante para el Departamento Meteorológico.

El señor Anthony prometió hacer lo que le pedían y los niños se marcharon.

De camino, Pam y Pete se detuvieron en casa del señor Kinder, pero Dave no pudo ir con ellos porque le esperaban en su casa. La morada del viejecito minerólogo estaba desierta. Los niños preguntaron a varios vecinos, pero nadie sabía a dónde había marchado el anciano.

—Es raro —comentó una señora gorda y bajita que vivía en frente—. Nunca deja a Casey. Desde luego, ahora, yo estoy dando de comer todos los días al gato.

—Nosotros también —rió Pete—. ¡Vaya apetito que tiene Casey!

Los niños volvieron a casa del señor Kinder y dejaron una nota por debajo de la puerta, en la que decían al viejecito que les diera noticias suyas.

—¡Qué extraño…! Ninguno de los dos hombres que tenemos que encontrar aparece —murmuró Pete.

—Sí. Y no tenemos ninguna idea de dónde puede estar ese señor Link.

—A lo mejor el señor Kinder ha tenido algún motivo para quedarse en la cantera y ha dado la casualidad de que, cuando hemos ido, no le hemos visto por allí —pensó Pete.

Pam propuso una excursión al Castillo de Roca al día siguiente.

—Podríamos buscar al señor Kinder y, al mismo tiempo, ver qué hay del titanio.

—Y a lo mejor, hasta podemos resolver lo del monstruo —añadió el chico.

Muy excitados con la idea, pedalearon vivamente camino de su casa.

Cuando le consultaron a la hora de comer, el señor Hollister accedió a que hicieran aquella inspección, pasando una noche en la cantera, siempre que les escoltase Indy Roades. Éste también aceptó la propuesta en cuanto le telefoneó Pam al Centro Comercial.

—Llevad a Domingo —propuso el hombre—. Podemos cargar alimentos en el animal. Hay que ir prevenidos a esa inspección a la cantera.

—¡Claro! —asintió Pam—. Y también puede ser conveniente para cargar sacos de titanio, si es que encontramos mineral.

Concluida la comida, Pam telefoneó a Daffy para invitarla a ir con ellos a la cantera.

—Me gustaría mucho —afirmó la niña—, pero papá va a llevarnos mañana de viaje. Sólo por dos días.

—¡Qué lástima! Pero ya te lo explicaremos todo cuando vuelvas.

Después de despedirse las dos amigas, Pete llamó al señor Kent Dará hablarle del paracaídas parlante de Hootnanny y de la visita al señor Anthony.

—Pues ahora, todo lo que tenéis que hacer es aguardar a que el inventor vaya esta noche a recoger el correo. —Dijo el señor Kent, jovial—. Y habréis cazado a vuestro hombre.

«A ver si es verdad que va ese Link», se dijo Pete, después que el editor hubo colgado.

El resto del día lo emplearon Pete, Pam, Ricky y Holly en los preparativos para la gran aventura del Castillo de Roca.

Sue se conformó con quedarse con su madre, considerando que para ella sería más divertido ocuparse en confeccionar un nuevo equipo de vestidos de muñeca para cuando Maddie-Poo regresase de la clínica. Hasta Domingo pareció excitado cuando Holly y Ricky le limpiaron y acicalaron para la excursión.

Sin embargo, el entusiasmo de Pete disminuyó bastante debido a la llamada telefónica que hizo al señor Anthony, quien le informó de que el señor Link seguía sin dar señales de vida.

—Si no tengo noticias de él pronto, avisaré a la policía —aseguró el señor Anthony.

A la mañana siguiente, Indy llegó temprano, conduciendo una camioneta. De la parte posterior se hizo bajar una rampa y Pete llevó a Domingo al vehículo. Una vez el burro bien asegurado y atado, Pam y Ricky ayudaron a transportar sacos de dormir, alimentos y hasta un pequeño fogón campestre a la camioneta.

Antes de emprender la marcha, Ricky hizo una nueva escapatoria hasta la casa para coger el viejo sombrero que su padre usaba para salir de pesca.

—Voy a ser un buscador de minas y tengo que parecerlo —dijo, riéndose.

Los dos muchachos saltaron a la parte posterior de la camioneta, junto a Domingo, mientras las niñas se acomodaban al lado de Indy.

—¡Adiós! ¡Adiós! —gritaron todos, cuando el vehículo emprendió la marcha hacia la cantera Castillo de Roca.

La señora Hollister y Sue les despedían, agitando las manos desde la acera.

—¡Aaah, iiih! —rebuznó Domingo.

Una hora más tarde los jóvenes aventureros empezaban a traquetear por el pedregoso camino que conducía a la cantera. Por fin la gran entrada del pozo apareció ante ellos, silenciosa y ardiente bajo el brillante sol matutino. Indy penetró en la cantera en dirección al estanque.

Una de las lanchas estaba amarrada a la orilla. La otra flotaba en medio de las aguas y en ella se sentaba un pescador. Un sombrero de paja daba sombra a su rostro, pero Pete pudo reconocer a Sid Raff. El hombre levantó un momento la vista hacia los Hollister, pero sin demostrar prestarles atención.

Al avanzar hacia el centro de la gran abertura rocosa, Pete señaló un lugar que él consideró bueno para instalar un campamento. Quedaba en la base de la inmensa elevación rocosa y era una cueva que quedaba protegida de los vientos.

Una vez se hubo parado la camioneta, los niños descendieron, bajaron la portilla que cerraba la parte posterior de la camioneta y sacaron de ella a Domingo. Descargaron luego el resto de la impedimenta, incluidas cuerdas y espiochas pequeñas.

Estaban Pete y Pam disponiendo las tiendas en una zona de terreno llano, cuando el muchachito levantó la vista hacia el borde superior de la cantera. Cerca de una de las torretas del Castillo de Roca, Pete advirtió un viejo pino que se inclinaba peligrosamente sobre el borde mismo de la elevación rocosa.

En tanto que sus hermanos preparaban el campamento, Ricky y Holly se llegaron hasta el estanque y empezaron a hablar a voces a Sid Raff.

—¡Somos buscadores de minas! —chilló Ricky, agitando las manos.

—¡Ya lo veo! ¡Que tengáis suerte!

—¿No han visto al señor Kinder? —preguntó Holly.

El hombre movió negativamente la cabeza y siguió atento a la pesca.

Una vez preparadas las tiendas y las provisiones situadas en su debido lugar, Pam abrió la cesta del almuerzo que la señora Hollister les había preparado. En cuanto terminaron, Pete propuso dar principio a la búsqueda.

Colocaron varios sacos sobre los lomos de Domingo y cogieron los picos y palas de que iban provistos. Minutos después iniciaban el ascenso por el sendero escalonado que llevaba al extremo superior de la cantera.

Volviendo la vista atrás, Pete y Pam observaron que Raff llevaba su embarcación hacia la orilla; no obstante, cuando unos momentos después miraron nuevamente, el hombre había desaparecido.

—¡Zambomba! Ya ha vuelto a hacer lo mismo que la otra vez.

—¿Dónde puede haberse metido tan de prisa? —preguntó Pam.

Todos escudriñaron los alrededores de la desierta cantera, bañada por el sol. No se veía huella alguna del pescador.

—Tiene que haber algún escondite secreto en la pared de estas rocas —opinó Pete—. Puede que sea una cueva.

—Si la conoce Sid Raff puede conocerla también el señor Kinder —apuntó Pam—. Y puede que sea allí donde esté.

Pete estuvo de acuerdo con su hermana.

—Antes de irnos buscaremos todas las cuevas que pueda haber —resolvió.

Los jóvenes buscadores de minas avanzaban lentamente, examinando aquí y allí trocitos de roca y desenterrando algunas, de vez en cuando.

—¡Oh! —exclamó Pam en una ocasión.

Señalaba un gran pedrusco que sobresalía de la superficie del promontorio rocoso, a alguna distancia del sendero. Aunque llegaba hasta él con el pico, quedaba demasiado lejos para poderlo coger.

—Pete, haz el favor de darme la mano —pidió Pam.

Cuando su hermano hizo lo que ella deseaba, Pam se inclinó hacia un lado y empezó a blandir el pico sobre el pedrusco deseado.

Pero los esfuerzos la hicieron sudar y su mano humedecida resbaló de la de Pete. La niña lanzó un entrecortado: «¡Oh!».

El pico arrancó el pedrusco que rebotó en las rocas. Y a continuación Pam, la piedra y un chorro de polvareda rodaron ladera abajo. Envuelta en una nube de polvo, Pam se detuvo al fin al tropezar en un gran peñasco. Tenía la cara sucia y varios arañazos en los brazos. Pete e Indy estuvieron a su lado a los pocos instantes.

—¡Pam! ¿Te has hecho daño? —preguntó Pete.

—Estoy bien, aunque creo que no soy muy buena buscadora de minas.

Ricky marchó corriendo al campamento y volvió con un pequeño botiquín que la señora Hollister había colocado en una mochila. Indy puso en las heridas de la accidentada unas pinceladas de desinfectante de vivo color y Holly observó entonces:

—Pam, pareces un indio marchándose a la guerra. Mientras tanto, Ricky recogió las piedras desprendidas, guardándoselas en una saqueta, y, cuando acabó, entre él y Pete cargaron la saqueta sobre Domingo.

—Vamos al estanque a lavar las piedras —propuso Holly.

Las dos niñas se llevaron a Domingo, yendo a ocuparse de esa tarea, en tanto que Indy y los dos chicos inspeccionaban la parte baja de la formación rocosa. Como era la parte más antigua de la cantera, los peñascos estaban cubiertos de maleza. Los «inspectores» no encontraron ninguna cueva ni abertura en la que Sid hubiera podido desaparecer. A pesar de todo, Pete afirmó:

—Eso no quiere decir que no haya ningún escondite. Puede ser que no lo hayamos visto.

Cuando Indy y los muchachitos volvieron al campamento hallaron a las niñas preparando la cena.

—Hemos lavado un millón de piedras, pero ninguna tiene hilos dorados —informó Holly—. ¿Habéis encontrado el escondite secreto?

Pete dijo que no con la cabeza y a su vez preguntó:

—¿Qué estáis haciendo?

—Cerditos con manta —repuso Holly.

—¡Canastos! ¡Qué bien!

Y Ricky buscó unas cuantas ramas largas y verdes, mientras Indy y Pete preparaban el fuego. Las niñas se ocupaban en aquellos momentos en echar bizcochos en una cafetera, añadiendo leche condensada sobre ellos. Luego Pam ensartó salchichas en las ramas verdes que Ricky había cogido y Holly puso una «manta» de pan sobre cada uno de aquellos «cerditos».

Los hambrientos buscadores de minas asaron las salchichas sobre las rojas brasas. Comieron y bebieron leche que habían llevado en una pequeña nevera portátil.

—¿Qué hay de postre? —preguntó Ricky.

—Ángeles a caballo —le informó Holly—. Yo te enseñaré cómo puedes prepararlos.

La niña colocó cuatro trocitos de chocolate sobre una galleta, explicando:

—Éste es el caballo… Y aquí está el ángel. —Echó un poco de crema caliente y sobre ella colocó otra galleta.

Ricky dio un mordisco al bocadillo y sus ojos bailaron de entusiasmo.

—¡Hum! —murmuró, relamiéndose.

Ya había oscurecido cuando terminaron de recogerlo todo. Y era completamente de noche cuando Pete apagó la hoguera.

Ricky protestó entonces.

—¿Por qué haces eso? Yo quería prepararme más bocadillos dulces dentro de un rato.

—Es mejor vigilar la cantera en la oscuridad —explicó el mayor de los hermanos—. Si el monstruo asoma la cabeza, podremos verle sin que nos descubra.

Por espacio de una hora los buscadores permanecieron silenciosos, observando en la oscuridad. De pronto Pam señaló hacia arriba y los otros levantaron la vista. Una pequeña fogata llameaba cerca del Castillo de Roca. Cuando los niños miraron la hoguera empezaba a adquirir un tono verdoso.

—¡Canastos! —se aterró Ricky—. A lo mejor es el monstruo que lanza por la boca llamas de fuego verde.

—Podemos acercarnos un poco —propuso Indy. Cogiendo las linternas, pero sin encenderlas, los acampadores echaron a andar juntos al muro rocoso. De improviso advirtieron el ligero rumor de grava y piedras que resbalaban por la ladera. Luego el sonido fue haciéndose más intenso a medida que el desprendimiento iba acercándose.

Y entonces, a la claridad que proyectaba la hoguera verdosa, fue posible advertir que el viejo pino de la cima se tambaleaba peligrosamente.

—¡Va a caerse! —gritó Holly.

—¡Caerá aquí! —se alarmó Pete—. ¡Apartaos corriendo!