—No llores, Sue —dijo Pam—. Ya verás cómo encontramos a Holly.
—Puede que el guarda de la sala de minerales la haya visto —sugirió Pete—. Vamos a preguntárselo.
Toda la familia salió velozmente por el pasillo, hasta la gran sala llena de departamentos de cristal. El guarda estaba contemplando uno de los materiales exhibidos cuando se aproximaron a él.
—Perdone —dijo nerviosamente la señora Hollister—. ¿Ha visto usted a una niñita con trenzas? Es que mi hija, Holly Hollister, se ha perdido.
Los azules ojos del hombre demostraron simpatía, al mismo tiempo que sorpresa.
—No. No recuerdo haberla visto. ¿Cuándo la han perdido de vista?
—Holly caminaba detrás cuando íbamos a tomar el ascensor —dijo Ricky.
Nadie se acordaba de haberla visto después. El guarda movió la cabeza, diciendo con un suspiro:
—Esa niña puede estar en cualquier parte. ¡Este edificio es tan inmenso!
—Lo mejor será que nos dividamos y empecemos a buscarla —propuso Pete, lleno de inquietud.
—No te precipites, jovencito —le repuso el guardián—. Hay un medio mucho más rápido. Haré anunciar lo ocurrido por los altavoces. Holly lo oirá desde cualquier lugar en que esté. ¿Dónde quieren que se reúna con ustedes?
—En la puerta principal —repuso la señora Hollister—. Y muchas gracias.
A los dos minutos los altavoces instalados por todo el museo transmitieron el mensaje:
«Se ruega a Holly Hollister que haga el favor de reunirse con su madre en la entrada principal».
La frase fue repetida varias veces, pero Holly no aparecía.
Al cabo de veinte minutos la familia seguía esperando, angustiada, a la puerta de entrada, sin que la pequeña de las trencitas diera señales de vida.
—Tiene que haberle ocurrido algo —afirmó Pete, preocupadísimo.
Pam pensaba y pensaba. Una de las cosas que más habían llamado la atención a Holly fue la gran canoa india.
—Mamá —dijo Pam—, puede que haya ido a la sala de abajo. Lo mejor será que Pete y yo vayamos a ver.
—Bien. Bien —asintió la señora Hollister—. Los demás esperaremos aquí por si se le ocurriera venir entre tanto.
Pete y Pam atravesaron los sombríos corredores, bajaron las escaleras y penetraron en la inmensa sala. Un guardián se aproximaba a la canoa cuando el público andaba cerca de ella. Holly no estaba en sitio visible.
—¡Pobrecita! ¿Dónde estará? —Exclamó Pam, y a continuación, sin pensar en la gran cantidad de gente que invadía la sala, llamó en voz alta—: ¡Holly, por favor! ¿Dónde te has metido?
Los asombrados visitantes del museo se volvieron a mirar a Pam, y, en aquel momento, los ojos de todos quedaron frente a la canoa.
Pete fue el primero en descubrir lo ocurrido.
—¡Zambomba! —Chilló, al descubrir a su hermana—. ¡Holly está en la canoa!
La cabecita de la niña desapareció inmediatamente, pero el guardián ya la había visto. Se abalanzó hacia la embarcación y sacó de ella a la pequeña.
—¡Holly Hollister! —reprendió Pam—. ¿Qué estabas haciendo ahí dentro?
—Es que cuando… cuando el guarda no miraba… me encaramé para mirar a esos indios tan graciosos… y me caí dentro. Luego, me dio miedo salir.
—Vamos. Vamos —dijo el guardián, moviendo con desaprobación la cabeza—. Lleváosla con su madre.
—Lo siento mucho.
Y, al decir esto, Holly se echó a llorar, abrazándose a Pam.
—Bueno, Bueno —intervino el guardián, acariciando la cabeza de la pequeña—. Nada de lloriqueos. Voy a informar a la dirección de que ya ha aparecido la pequeña.
Pete y Pam dieron las gracias al hombre y se alejaron corriendo con Holly entre ambos.
Al ver a su desaparecida hijita, la señora Hollister se lanzó a abrazarla y Holly, de nuevo, volvió a explicar lo ocurrido.
—Tendría que reñirte, pero me alegro tanto de que hayas vuelto que no te diré nada —sonrió la señora Hollister.
Cuando salían del museo, Sue se soltó de la mano de su madre para tomar la de Holly, quien se encargó de secarse los ojos.
—¡Vaya un rato que hemos pasado, canastos! —exclamó Ricky.
Aquella tarde, a las siete, un taxi dejaba a los Hollister ante un edificio de apartamentos, de pulcra apariencia, situado en Greenwich Village Mientras la madre pagaba al conductor, Pete tocó el timbre. Un momento después, Hootnanny les daba la bienvenida a su apartamiento del piso bajo.
El cuarto de estar seguía igual que los niños lo recordaban, con la diferencia de que ahora, en el centro, había una mesa redonda, cubierta con un mantel a cuadros rojos. En ella había cubiertos completos para siete personas.
—Mirad esto —exclamó Pete, acercándose a un gran mapa que cubría casi toda una pared.
—Con él espero poder estar al corriente de las situaciones atmosféricas —dijo Hootnanny, mientras desaparecía en la cocina.
Después de ponerse un delantal levantó la tapa de un gran puchero negro. Un delicioso aroma se esparció por la estancia cuando Hootnanny llenó los siete platos con un estofado de apetitoso aspecto.
Los niños llevaron los platos a la mesa y, en un abrir y cerrar de ojos, Hootnanny colocó en ella ensalada, pan y leche.
—A sentarse —dijo, sonriendo—. Sorprendidos de saber que sé cocinar, ¿eh? Pues, cuando hayamos cenado, os daré una sorpresa mayor.
Terminada la cena todos ayudaron a fregar los platos. Cuando Sue hubo guardado el último tenedor Hootnanny dijo:
—Ahora, niños Hollister, cerrad los ojos y poneos de cara sobre la mesa.
Los chiquillos obedecieron, riendo, y un momento después el simpático viejecito ordenaba:
—Abrid los ojos.
Sobre la mesa apareció un gran búho azul, recortado en papel.
—Es un regalo para vosotros —dijo Hootnanny—. Este búho tiene un secreto. A ver quién puede descubrirlo.
Los niños se aglomeraron alrededor de su hermana mayor cuando Pam cogió el pájaro de grandes y redondos ojos, mirándolo atentamente.
—Es de papel secante —dijo.
—Con una carpeta debajo y otra detrás —añadió Pete.
Luego fue Holly quien observó:
—Y los ojos y las alas son de papel negro, pegado al secante.
—¡Qué bonito es! —dijo Sue—. ¿Y sabe dar chillidos, Hootnanny?
El viejo movió la cabeza en señal de negación, al tiempo que decía:
—Este búho se llama el Mago Meteorólogo. Sonriendo, Pete dijo de pronto:
—¡Ya sé cuál es el secreto! Pero no lo diré.
—¡Ah! Yo también lo sé. La plata le da el color azul —afirmó Pam.
Ricky, Holly y Sue estaban intrigadísimos con aquello del búho.
—Tengo mucha sed. ¿Puedo tomar un vaso de agua? —preguntó Sue.
—Tómalo tú misma —le repuso Hootnanny—. En la fregadera hay un vaso.
—Yo también quiero beber —dijo Ricky, yéndose detrás de Sue. Con el búho en sus manos.
La niña se puso de puntillas y abrió completamente el grifo, lo que hizo salir al agua con tal fuerza que salpicó a gran distancia.
Ricky retrocedió de un salto, gritando:
—¡Cuidado!
Demasiado tarde… El búho azul estaba cubierto de gotas de agua. Los ojitos de Sue se abrieron inmensamente al ver que las zonas de papel humedecidas se tornaban de color rosa.
—¡Qué rabia! —Se lamentó Ricky a voces—. ¡Has estropeado el regalo!
Cuando Sue y Ricky volvieron del fregadero quedaron sorprendidos al ver que Pete, Pam y Hootnanny se reían.
—No habéis estropeado el búho —les tranquilizó Pam—. Tenía que volverse de color rosa con la humedad. Ése era el secreto.
Hootnanny explicó entonces:
—Cada vez que va a llover hay mucha humedad en el ambiente. El papel secante absorbe esa humedad y se vuelve de color rosa. Eso indica que amenaza lluvia.
—Cuando el ambiente es seco, el búho vuelve a tener color azul —completó Pam.
Los tres más pequeños no acababan de comprender aquello.
—¿Acaso es mágica la pintura azul? —quiso concretar Sue.
—No —repuso Pete—. El búho está pintado con un producto químico que se llama cloruro de cobalto. En la escuela hicimos un experimento con él y luego se lo enseñé a Pam. Por eso nos dimos cuenta de cuál era el secreto.
—Me alegro de que no le haya pasado nada al Mago Meteorólogo —dijo Ricky, alegremente, colocando al búho sobre la mesa.
—Querría tener uno para Daffy —dijo Pam.
—Pues es fácil de hacer —aseguró Hootnanny—. Yo os daré un poco de cobalto.
Fue en seguida a la cocina y, de un alto estante, cogió una botella que entregó a Pam.
—Con esto tenéis bastante para hacer todo un zoo, pero no olvides que existe un hombre del que hay que encontrar la pista.
—Y ahora hay un avión que tenemos que coger —añadió la señora Hollister, con una sonrisa—. Jet nos espera a las diez en punto.
Dieron las más calurosas gracias a Hootnanny por la magnífica cena y las demás atenciones que había tenido con ellos y prometieron mantenerse en comunicación con él.
Cuando los Hollister se reunieron con Jet en el aeropuerto las manchas de humedad del búho estaban casi secas y, al tomar tierra en Shoreham, el Mago Meteorólogo volvía a lucir su primitivo color azul.
La furgoneta de Jet Hawks estaba estacionada en el aeropuerto y el aviador llevó en ella a los Hollister a casa.
—Ha sido un viaje maravilloso —dijo la señora Hollister, dando las gracias a Hawks por su gentileza.
El piloto sonrió, dio a toda la familia un vigoroso apretón de manos y se marchó hacia su casa.
Cuando los niños se disponían a acostarse, el señor Hollister dijo:
—Por cierto, Pete, que Dave Meade ha estado llamándote por teléfono toda la tarde.
—¿Te ha dado algún recado para mí, papá?
—Sí. Un recado muy breve y muy misterioso.
—¿Se refiere a la vigilancia en correos?
—No sé. Todo lo que dijo ha sido esto: «Diga a Pete que me llame por la mañana. Tengo grandes noticias».