LA MUÑECA RAPTADA

Al oír los gritos de Holly, Daffy corrió a la ventana.

—¡Oh! ¡Pobre Holly! —exclamó.

La niña estaba en pie, de puntillas, con las trencitas atadas a una de las barras de hacer ejercicios.

—Espera, Holly —dijo Daffy—. Ahora vamos a soltarte.

Todas salieron y Pam desató rápidamente las trenzas de su hermanita. Holly explicó que habían sido Will y Joey quienes le habían hecho aquello.

—¡Esos demonios! —se enfureció Daffy.

—Y, además, Joey y Will se han llevado nuestras muñecas —añadió Holly, con las mejillas llenas de lagrimones.

Y explicó que los dos chicos se habían deslizado por detrás de ella, la ataron luego por los cabellos, se apoderaron de las muñecas y echaron a correr, atravesando los patios inmediatos. Ahora ya habían desaparecido de la vista.

—¿A dónde han ido? —indagó la señora Hawks, que había salido a averiguar cuál era el motivo de tanta confusión.

—¡Maddie-Poo se pondrá mucho más enferma! —lloriqueó Sue.

—Vamos —ordenó Pam—. Venid conmigo; recuperaremos las muñecas.

Las cuatro niñas fueron cruzando de uno a otro patio y por el camino recogieron las muñecas que habían sido tiradas por todas partes. Gracias a la hierba que crecía allí abundantemente, ninguna de las muñecas se había roto.

Cuando las niñas llegaron al patio de Joey Brill habían recogido a todas sus adoradas hijas, menos a Maddie-Poo.

—¿Dónde está mi muñeca? —clamaba Sue—. ¡Quiero a Maddie!

—¡Mira! ¡Mira! Está allí —indicó Holly, señalando el árbol desde el cual Joey y Bill habían lanzado el paracaídas.

Allí estaba Maddie-Poo, colgando por una pierna.

—Esos chicos odiosos la habrán tirado a lo alto y por eso se ha quedado enganchada por una pierna —supuso Daffy.

Cada vez que el viento azotaba las ramas del árbol, Maddie-Poo se bamboleaba de un lado a otro, con la cabeza más desprendida que nunca. Las niñas se situaron debajo de la muñeca raptada, con la esperanza de que se desprendiese del árbol de un momento a otro.

Y, entonces, penetró en el patio un hombre sonriente que llevaba una larga escalera.

—¿Es aquí donde se ha desprendido el cable del teléfono? —preguntó.

Pero, antes de que las niñas hubieran tenido tiempo de contestar, el operario de la telefónica reparó en la oscilante muñeca.

—Yo os la cogeré —dijo amablemente.

Y apoyó la escalera en el árbol Luego, ascendiendo con precaución para no causar ningún daño a Maddie, el hombre de teléfonos rescató la muñeca de Sue. Estaba ocupado en aquella tarea cuando la señora Brill apareció en el patio.

—¿Cómo ha llegado esa muñeca hasta el árbol? —preguntó.

Las niñas explicaron lo que había sucedido.

—Siento mucho que Joey haya hecho una cosa así —se disculpó—. ¿Se ha estropeado mucho vuestra muñeca?

Sue le explicó que la cabeza de Maddie estaba poco firme ya antes del rapto, pero que, después de aquello, se bamboleaba aterradoramente. Además, tenía una de las piernas casi arrancada.

—Dejádmela a mí —se ofreció amablemente la madre de Joey—. Yo conozco una buena clínica de muñecas donde curarán a Maddie-Poo.

Las niñas dieron las gracias a la señora Brill y al hombre, el cual se puso inmediatamente a reparar el desprendido cable.

—¿Es vuestro este paracaídas? —preguntó a las niñas.

Pam repuso que había sido de su hermano, pero que Joey podía quedarse con él, porque ahora Ricky tenía otro.

Las cuatro regresaron a casa de Daffy con las manos llenas de muñecas. La señora Hawks, que había metido los helados en el refrigerador, volvió a sacarlo todo.

—¡Qué rico es esto! —dijo Holly, llevándose a la boca la cuchara, llena de chocolate.

—¡Qué lástima que esos chiquillos os hayan estropeado el juego! —comentó la mamá de Daffy, mientras servía una segunda ración de pastel.

Después de merendar, entre todas recogieron las cosas de la mesa y, a continuación, se dedicaron a arreglar a sus muñecas. Daffy y Holly les lavaron los vestidos con agua y jabón, mientras Sue y Pam las peinaban. Luego, se turnaron en la tarea de planchar las menudas prendas con una plancha de juguete que poseía Daffy.

—Muchas gracias, señora Hawks —dijo Pam, a la hora de marcharse—. Lo hemos pasado muy bien.

La madre de Daffy acarició a Sue en la cabecita y repuso:

—A ver si volvéis otro día.

Holly y Pam metieron sus muñecas en la vagoneta de Ricky, pero Sue prefirió llevar su cochecito vacío. Ninguna muñeca ocuparía el puesto de su Maddie.

Aunque Pam estuvo muy atenta, por temor a que apareciera Joey Brill, el chicote no se dejó ver en todo el trayecto hasta casa de los Hollister. Cuando las niñas llegaron, Pete y Ricky estaban sentados en los escalones del porche principal y la señora Hollister regaba los rosales. Los dos hermanos se indignaron mucho al enterarse de lo que Joey y Will habían hecho a las niñas.

—Ya pueden tener buen cuidado de que yo no les vea —dijo Pete, furioso.

Su madre, que le oyó pronunciar aquellas palabras amenazadoras, intervino diciendo:

—Pete, no quiero que tengas ninguna pelea con Joey Brill ni con Will Wilson.

—Está bien, mamá —repuso Pete a regañadientes—. Pero la próxima vez que me encuentre con ellos tendré que decirles unas cuantas cosas.

Sin embargo, hasta el día siguiente, Pete no vio al raptor de las muñecas. Se habían levantado todos temprano y, a la hora del desayuno, trataron de sus próximos movimientos relativos a la búsqueda del constructor del estuche con el paracaídas.

—Propongo que vayamos a hacer guardia a correos por parejas —dijo Pete—. En un momento u otro, ese hombre irá a recoger su paquete del apartado 48.

—Si das con él, estoy seguro de que los periódicos querrán publicar la noticia —dijo el señor Hollister.

Se acordó que Ricky iría a buscar a Dave Meade. Juntos podrían mantener bajo observación la oficina de correos hasta el mediodía, hora en la que serían sustituidos por cualquiera de los hermanos que estuviera libre.

—Muy bien —asintió el señor Hollister—. Eso te deja libre, Pete, para ocuparte de recortar la hierba.

—Y yo podaré los parterres —se ofreció Holly, voluntariamente.

Una vez Ricky se hubo marchado, Pam ayudó a la madre en las tareas caseras. Sue salió hasta la acera a esperar al cartero, como hacía con frecuencia. A veces, el hombre le llevaba un caramelo de palo, lo que convertía la recepción del correo en algo muy agradable.

Pete había puesto en marcha la segadora mecánica y empezado a recortar el césped, cuando Holly distinguió al señor Barnes, el cartero, en el extremo más lejano de la calle. El hombre se aproximaba a paso lento a casa de los Hollister, silbando una alegre cancioncilla. En aquel mismo momento apareció Joey Brill, pedaleando en su bicicleta.

—Vete de aquí, Joey. ¡Malo! —le insultó Sue.

A través del ruido producido por la segadora, Pete oyó las palabras de su hermanita y se apresuró a cerrar el aparato; seguido por Holly, corrió entonces hasta la acera.

—A ver si te llevo conmigo —amenazó Joey a la pequeña.

Pete miró con serenidad al camorrista y dijo:

—Me he enterado de que tú y Will jugáis con muñecas.

Las palabras de su hermano hicieron soltar una risita a Holly.

—No es cierto —repuso Joey.

—Os vieron corriendo con los brazos cargados de muñecas —prosiguió Pete—. ¿No es verdad, Sue?

La pequeña movió vigorosamente la cabeza y su hermano añadió:

—Sue, ¿por qué no vas a casa y traes una muñeca para regalársela a mi amigo?

El rostro de Joey enrojeció y el chico empezó a pedalear furiosamente, en amplios círculos, intentando encontrar una respuesta para las bochornosas palabras que le dirigía Pete. Pero, cuando se aproximaba, la rueda delantera de la bicicleta tropezó con el bordillo y Joey perdió el equilibrio y fue a parar sobre la acera, donde alcanzó al cartero.

—¡Imbécil! —vociferó el señor Barnes.

El cartero, Joey y la bicicleta fueron a parar al suelo, acompañados por docenas de cartas que volaban en todas direcciones.

El camorrista masculló unas palabras de disculpa, recogió su bicicleta y se alejó todo lo rápidamente que le fue posible. Mientras tanto, Pete ayudó al cartero a levantarse y Holly y Sue recogieron las diseminadas cartas.

—Este entrometido chicuelo —se quejó el señor Barnes, mientras limpiaba el polvo de su uniforme.

Holly le tendió las cartas que habían recogido y el hombre les dio las gracias por la ayuda prestada.

—¿Tiene usted alguna carta para nosotros? —gorgojeó Sue, como si nada hubiera ocurrido.

—Pues… Sí. Sí. Tengo carta para vosotros —repuso el hombre.

Después de rebuscar entre unos cuantos sobres, el cartero les entregó unas cartas. Sue pasó la vista por encima, como si estuviera leyéndolas, y luego se las pasó a Pete.

—¿Hay algo para mí? —preguntó.

—Hay una carta para todos nosotros —respondió Pete, quien, al momento, dio un grito de sorpresa y exclamó—: ¡Es de Hootnanny Gandy! ¿Os acordáis?

Hootnanny era un gran amigo de los Hollister, al que habían conocido durante una aventura en la ciudad de Nueva York. Pete le recordaba como a un hombre viejo, alto y delgado, de encorvada espalda. Tenía las cejas muy espesas y unos ojos grises y penetrantes. Durante muchos años había trabajado como pocero, cavando túneles en Nueva York.

—¿Hablas de aquel señor tan simpático con pelo de cepillo? —indagó Sue.

Los otros dos rieron, recordando los tiesos cabellos grisáceos que salían de punta sobre la cabeza del buen hombre.

Pete marchó con las cartas hacia el porche. Holly llamó a Pam y todas rodearon a su hermano cuando él abría el sobre dirigido a los hermanos Hollister.

—«Queridos detectives» —empezó a leer Pete—. «¿Cómo estáis? ¿No sabíais que yo me interesaba por los asuntos atmosféricos? He pasado mucho tiempo trabajando bajo tierra y ahora me gusta contemplar el cielo y las nubes. Un extraño artefacto ha sido hallado por los alrededores de Nueva York. Llegó en un globo aerostático desde Shoreham».

—¡Puede que haya encontrado otro paracaídas parlante! —interrumpió Pam.

Pete asintió y prosiguió la lectura.

—«Yo quería preguntaros: ¿habéis visto globos de ésos por el cielo, en vuestra ciudad? Creo que debe vivir allí un meteorólogo aficionado. ¿Querríais averiguar quién es y comunicármelo? Ahora que este viejo horadador de túneles se ha convertido en husmeador del tiempo, quisiera encontrar a cierto colega».

Al oír aquello Holly se echó a reír.

—No he acabado todavía —dijo Pete—. «No me he encontrado con ningún misterio desde que vosotros os marchasteis de Nueva York. Me gustaría volver a veros. ¿Os gustaría venir a visitarme? Vuestro viejo cavador de túneles Hootnanny».

—¡Claro que nos gustaría! —exclamó Pete, mientras sus hermanas intercambiaban miradas de entusiasmo.

—¡Mamá! —Gritó Holly—. ¡Nos invitan a ir a Nueva York!