—¿Tendremos que pasar aquí toda la noche? —preguntó Ricky, esperanzado, mientras su madre rebuscaba en vano dentro de su bolso, intentando descubrir las llaves del coche.
—Encontraremos las llaves y nos iremos a casa. —Dijo la señora Hollister con determinación—. Las llaves iban en un estuche de cuero. No pueden haberse extraviado.
—Puede haberlas cogido alguien a propósito —indicó Pete—. Como no hemos vigilado el coche todo el tiempo…
—Pero ¿quién iba a gastar esa broma? —dijo la mamá de Daffy.
—Seguramente Raff o Ralston —dijo Ricky.
—Pues a mí no me parecen muy bromistas —hizo notar Pam.
—En todo caso, hemos de mirar bien por todas partes, antes de que se haga de noche —dijo la señora Hollister.
Mayores y niños salieron del coche y empezaron a caminar describiendo amplios círculos, intentado descubrir las llaves.
—No ha habido suerte —se lamentó Pam, suspirando, cuando terminaron de inspeccionar todo el espacio inmediato al lugar en que se encontraba la furgoneta.
De pronto, Sue, que había estado moviéndose cerca de la zona de arbolado, gritó:
—¡Ya las he encontrado! ¡Están aquí!
Todos corrieron junto a la niñita que estaba recogiendo las llaves, cuyo estuche se había sujetado al tronco de un arbolito, mediante una tachuela. Y con gran sorpresa para todos, en aquel momento cayó al suelo un trozo de papel blanco. Pam lo recogió y se apresuró a desdoblarlo. En él se habían escrito las siguientes palabras:
ADVERTENCIA ¡MANTÉNGASE ALEJADO DEL CASTILLO DE ROCA!
—¡Esto es horrible! —exclamó la señora Hollister.
—Algo extraordinariamente misterioso está ocurriendo —agregó la señora Hawks.
—Y nosotros estamos mezclados en ello —dijo Pete, solemnemente—. Pero nadie nos impedirá venir ni conseguirá asustarnos.
Cuando el coche empezó a alejarse de la cantera, Pam creía sentir la existencia de algunos ojos que les observaban, pero era imposible ver a nadie. Durante la mayor parte del trayecto los excursionistas estuvieron haciendo suposiciones sobre quién podía haberles gastado tan desagradable broma y a qué podía deberse la extraña advertencia.
—Seguro que todo ha sido una broma —concluyó por opinar Daffy.
Y las niñas cambiaron de tema para ocuparse de las muñecas.
—Yo siempre tendré muñecas —afirmó Pam—. Hasta cuando sea mayor.
Daffy repuso que también a ella le gustaban mucho y que nada le parecía preferible a quedarse en casa jugando con sus cosas.
—Pobre Maddie-Poo —suspiró Sue—. Está enferma.
Maddie-Poo era una de sus muñecas favoritas, a la cual le había sucedido algo inexplicable: su cuello se había aflojado y la cabecita se bamboleaba de un lado para otro; sólo aparecía en su sitio cuando Maddie-Poo descansaba en su cuna.
La conversación sobre muñecas que sostenían las niñas no llegó a su fin hasta que la furgoneta se detuvo ante la vivienda de los Hollister. La señora Hawks y Daffy dieron las gracias a la familia por la feliz tarde que habían pasado y se marcharon. Los niños más pequeños, cansados al cabo de un día tan agitado, se acostaron temprano, mientras que Pete y Pam se quedaron a hacer planes para el día siguiente.
—Enviaremos el paracaídas parlante al Apartado de Correos número 48 —propuso Pete—. En el paquete meteremos una carta, pidiendo al propietario de ese aparato que se ponga en comunicación con nosotros para aclarar el misterio de ese extraño paracaídas.
—Buena idea —concordó Pam, añadiendo—: Daffy le dirá a su padre que nosotros hemos encontrado el OVNI.
Se decidió que, después de llevar el estuche del paracaídas, Pete y Pam irían a casa del señor Kinder a enseñarle la piedra con vetas doradas que Ricky había encontrado en la cantera.
—¡Se emocionará mucho con tan buena noticia! —dijo Pam, alegremente.
A la mañana siguiente, de camino hacia su establecimiento, el señor Hollister dejó a sus dos hijos mayores en la oficina de correos. Después de solucionar todo lo relativo al estuche parlante, los niños se encaminaron a casa del señor Kinder. La puerta principal de entrada estaba cerrada. Pete tocó el timbre, pero nadie respondió.
—Me parece que no está en casa —dijo Pete—. Habrá salido a una de sus excursiones.
En aquel momento, Casey apareció por una esquina de la casa, saltó por la baranda del porche y fue a restregarse contra las piernas de Pete. Después, el hermoso gato empezó a maullar sonoramente.
—Es raro —comentó Pam—. Si el señor Kinder hubiera salido de viaje o de excursión, se habría llevado a Casey.
—Este pobre gato está hambriento. ¿Qué te parece si le damos de comer? No creo que a Morro-Blanco o a sus hijitos les importe.
Casey les siguió ávidamente y, aunque el camino hasta casa de los Hollister era largo, el animal no se separó de los niños.
El hermoso gatazo entró con Pete en la cocina, donde Morro-Blanco y sus pequeños estaban tomando leche. Al ver a Casey, Morro-Blanco se lamió el hocico para limpiarlo de las gotitas de leche que lo ensuciaban y, a continuación, condujo a su familia escaleras abajo.
—Morro-Blanco no es nada amable —observó Holly, viendo cómo su gatita dirigía bufidos hacia el recién llegado.
—Es que no se les ha presentado debidamente —bromeó Pete.
Se marchó entonces a la despensa y regresó con una lata llena de comida, levantó la tapa y colocó el alimento ante el gato del señor Kinder.
Casey lo comió con tanto apetito como si llevara una semana en ayunas. Cuando concluyó toda la ración se acercó al plato de leche que había dejado Morro-Blanco y dio unos cuantos lametazos. Después maulló cortésmente las gracias, empujó la puerta de cristales y salió al jardín.
Holly echó a correr tras él, llamándole.
—Ven aquí.
Pero Casey se lanzó hacia el caramillo lateral y desapareció calle abajo.
—Seguro que encontrará el camino de su casa —dijo Pete—. Los gatos siempre encuentran su casa.
Pam estaba ocupada en meditaciones sobre los posibles motivos del señor Kinder para dejar solo al pobre Casey, cuando se vio interrumpida por una llamada telefónica. Era Daffy. Invitaba a las niñas Hollister a ir a su casa después de comer.
—No dejes de traer tus muñecas —le recordó Daffy a Pam—. Nos divertiremos mucho jugando a amas de casa.
Cuando Holly y Sue se enteraron de la invitación, se pusieron muy contentas.
—Sí, sí —dijo la chiquita de cabellos oscuros, empezando a saltar—. Me llevaré también a Maddie-Poo. Podemos jugar con ella al hospital.
Cuando terminaron de comer, las tres niñas reunieron las muñecas y el resto, incluyendo las muñecas de trapo, las de porcelana y la colección de muñecas extranjeras de Pam, se colocaron ordenadamente en la vagoneta de Ricky.
—No hagáis caso de Joey Brill si os encontráis con él —advirtió la señora Hollister a las niñas que ya bajaban por la calle.
—No. No le haremos caso —prometió Pam.
Era largo el camino hasta la casa de Daffy, pero hacía un día luminoso y soplaba una tibia brisa. En una ocasión, Sue se detuvo para tocar la mejilla de Maddie-Poo, pero la muñeca no parecía tener fiebre y su mamaíta declaró que podía seguir el viaje sin ningún miedo.
Al pasar ante la casa de Joey Brill, las niñas no volvieron la cabeza a izquierda ni a derecha, sino que pasaron con la vista fija al frente. Daffy vivía casi al final de la manzana de casas. Recibió a sus amigas en la parte delantera de la casa y luego las llevó al patio posterior.
—¡Qué bien está esto! —dijo Holly, después de observar la zona cubierta de verde césped y las demás cosas que pertenecían a Daffy.
La hija del aviador tenía un columpio, un balancín, un tobogán, una pértiga y unas barras de gimnasia.
Holly dejó sus muñecas y decidió probar todas aquellas diversiones, aunque no sabía por cuál empezar. Corrió hacia el columpio donde se distrajo un minuto, yendo luego a saltar y trepar por las barras. Pam subió un rato a Sue en el balancín.
—Quiero probar el tobogán —anunció Sue, después de haberse balanceado un rato.
Inmediatamente subió las escaleras del tobogán, pero, en lugar de colocarse con los pies colgando sobre la pendiente, Sue decidió bajar de cabeza, tendida de espaldas.
—¡Ten cuidado! —le advirtió Pam.
Sue descendió, yendo a caer sobre una zona cubierta de hierba, sobre la que dio una especie de salto mortal.
—Eres un diablillo —le reprendió Pam, mientras la pequeña se sacudía la parte posterior de sus pantalones cortos—. Ahora vamos a jugar con las muñecas.
En una esquina del patio crecía un pequeño cerezo que proporcionaba un reducido círculo de sombra. Después de extender en el suelo una rosada mantita de muñeca, Daffy entró en casa, regresando con un montón de muñequitas. Luego, llevó una mesa y sillas diminutas y una minúscula vajilla.
—Esto es estupendo —declaró Holly, mientras ayudaba a colocar las muñecas en sus sitios.
Con toda precaución, Sue sacó a Maddie-Poo de su coche, abrazándola tiernamente.
—Vamos. Vamos. No llores —repetía—. Ya se te volverá a poner bien la cabeza, Maddie-Poo.
Arrancó luego unos puñados de hierba fresca que apiló en forma de almohada, acomodando en ella dulcemente a Maddie-Poo.
Cuando ya todas las muñecas estaban alimentadas y sus madres las metieron en la cama, Holly señaló de pronto, hacia el final de los patios vecinos un alto árbol correspondiente a la parte posterior de la casa de Joey.
—¡Mirad! —advirtió—. Joey y Will están intentando lanzar el paracaídas de Ricky.
Los dos muchachos se habían subido a las ramas más altas del árbol. En una mano, Joey sostenía el paracaídas color naranja. Cuando las demás niñas miraron hacia allí, el chico lo lanzaba al espacio todo lo apartado del árbol como le fue posible. En el primer momento, todo fue bien, pero, al empezar a descender, tropezó con un cable de teléfonos que penetraba en casa de los Brill.
Holly soltó una risilla malintencionada.
—Les está bien empleado —afirmó.
Joey y Will bajaron del árbol y buscaron una cuerda larga en la que Will hizo un lazo, pero no sólo le resultó imposible recuperar el paracaídas, sino que además la cuerda se enredó en el cable telefónico.
Joey y Will tiraron con fuerza de la cuerda. Y el paracaídas se vino abajo… ¡en unión del cable de teléfonos!
—¡Oh! —exclamó Pam—. Eso les costará un disgusto.
Al momento, la señora Brill apareció en la puerta trasera para reprender a los muchachos. Dijo que tenía que ir a casa de los vecinos e informar de lo ocurrido a la compañía telefónica.
Una vez que la señora se hubo marchado, Will Wilson sacó la lengua a las niñas, con aire despectivo.
Holly masculló:
—Mal educado.
Luego volvió a jugar con las muñecas. Todas descansaban cómodamente en sus camitas y hasta Maddie-Poo tenía los ojos cerrados.
—Está durmiendo tranquilamente —hizo notar Sue, cuando la señora Hawks las hizo entrar a tomar helados con bizcochos.
Solo Holly se entretuvo en asegurarse de que Maddie-Poo estaba cómoda. Las demás niñas penetraron en la casa y se sentaron ante una mesa adornada con un vistoso mantel de papel. Sobre la mesa había platos con helado y pastel con chocolate escarchado.
—Date prisa, Holly, que se van a derretir los helados —advirtió Daffy.
Holly no respondió en seguida; pero, a los pocos momentos, su voz llegó hasta las dos, clara y sonoramente.
—¡Ayudadme! ¡Ayudadme! —gritaba.