—¡Vestidos de muñeca para mí! —exclamó Ricky, con una expresión muy agria—. Supongo que será una broma.
Cuando todos cesaron de reír, Pam dijo a la pequeñita:
—Pero, Sue, no es eso lo que yo te había pedido que bajases. Es la otra cosa. Ya sabes.
Sue volvió rápidamente a las escaleras, por las que subió con la ayuda de pies y manos. Esta vez volvió cargada con un gran paracaídas doblado. Al verlo, los ojos de Ricky se iluminaron y su boca se abrió en una amplia sonrisa.
El paracaídas estaba confeccionado con grueso papel blanco y los bordes aparecían pulcramente cosidos.
—¡Qué bien hecho! ¡Muchas gracias! —exclamó Ricky.
—Todas las chicas hemos ayudado a hacerlo —explicó Pam—. Ése era nuestro secreto.
—¡Zambomba! Ahora podremos volver al Castillo de Roca para lanzar este paracaídas —opinó Pete.
La señora Hollister propuso ir a celebrar una merienda a la cantera a la tarde siguiente. Invitó a los Hawks, pero Jet dijo que tenía que hacer un vuelo. Sin embargo, su esposa y Daffy aceptaron.
—También mi marido tiene trabajo —dijo la señora Hollister, sonriendo al señor Hawks—, así que iremos nosotras solas con los niños.
Después de que los invitados se hubieron marchado, Ricky y Holly estuvieron haciendo prácticas sobre el lanzamiento del paracaídas desde el tejado del garaje. Joey Brill no se presentó a molestarles y el único espectador que tuvieron fue Domingo. Pete había dejado al burro en el césped para que pastara y, cada vez que el paracaídas descendía, Domingo levantaba la cabeza y prorrumpía en un sonoro:
—¡Iiihh! ¡Ooohh!
Después de la cena, Pete y Pam llegaron a la conclusión de que era más conveniente salir a ver si descubrían las luces misteriosas al amanecer, porque era a aquella hora cuando Jet las había visto.
—Pondré el despertador y me levantaré temprano —dijo Pete—. Si veo algo sospechoso, te avisaré.
Ya era casi de madrugada cuando sonó el timbre del despertador. Pete se vistió rápidamente y bajó de puntillas las escaleras. A los pocos minutos ya había extendido un impermeable junto al desembarcadero y estaba sentado, contemplando el cielo oscuro.
Llevaba unos minutos observando en la negrura reinante cuando algo se deslizó ante él. Pete dio un salto con el corazón palpitante.
«No es más que un murciélago», se dijo a sí mismo.
—Envíenme al departamento 48 de la Central de Correos de Shoreham —dijo la voz.
Pete clavó la mirada en la espesura con expresión de incredulidad. La voz repitió el mensaje. Zip dio un salto y un ladrido, pero no apareció nadie.
«¿De dónde viene esa voz?», se preguntó Pete, mientras, con esfuerzo, se obligó a sí mismo a caminar en dirección al lugar de donde salía la voz.
De improviso, las palabras sonaron de nuevo, casi bajo sus pies. Pam dio un salto. Había estado a punto de pisar un pequeño estuche. Unido a él y casi oculto por la maleza, había un paracaídas de papel blanco y, entre ambas cosas, una hilera de bombillas de colores.
Cuando Pete se inclinó al recoger el estuche, la voz habló nuevamente.
—Desde luego, esto es el OVNI —opinó Pam, mientras examinaba la hilera de bombillitas que unían el pequeño estuche con el paracaídas. Las señaló, diciendo a Pete—: Ésas son las luces.
—Quien haya lanzado este paracaídas necesitaba que alguien lo encontrase —razonó Pete.
—Pete, ¿por qué hay que enviarlo al departamento 48 de la Central de Correos de Shoreham? —preguntó Pam, muy asombrada.
Los dos hermanos volvieron entonces a casa, pedaleando en sus bicicletas. Pete llevaba con toda precaución lo que se habían encontrado. La señora Hollister estaba preparando el desayuno cuando los niños entraron corriendo en la casa, dando la noticia.
—Es un ingenioso invento —dijo el señor Hollister, después de haberlo examinado.
—Pero ¿para qué es? —preguntó Holly.
—Quizá para atraer la atención sobre las cosas que caen en paracaídas —dijo Pam.
Después de desayunar, Pete telefoneó a Da ve para hablarle de su misterioso descubrimiento. Luego, los dos muchachitos, en compañía de Pam, fueron a casa del señor Kent para mostrarle el paracaídas parlante.
El periodista quitó del sofá los periódicos dominicales y pidió a los niños que se sentasen.
—De modo que habéis averiguado lo que es el OVNI, ¿no? ¡Enhorabuena! Ahora todo lo que tenéis que hacer es resolver el misterio de quién lanza estas cosas y por qué.
—Si podemos enterarnos de quién es la persona que tiene alquilado el departamento 48 de la Central de Correos, podremos hacerle algunas preguntas acerca de ello —consideró Pete.
—Eso no va a resultaros tan fácil —respondió el señor Kent—. Los apartados de correos son privados y el jefe de correos no querrá deciros quien tiene alquilado el número cuarenta y ocho.
—Llevaremos este invento a correos a primera horas de la mañana —dijo Pam—. Así podremos vigilar y ver quién va a recogerlo.
El señor Kent les deseó suerte y prometió insertar unas líneas en el periódico, pidiendo al misterioso inventor que se presentase.
Después de dar palabra al editor de que le mantendrían informado, los niños se marcharon rápidamente a prepararse para ir a la iglesia. Cuando regresaron de la ceremonia religiosa y tomaron unos bocadillos, la señora Hollister preparó los alimentos para la merienda campestre. Estaban ya preparados cuando, a media tarde, llegaron Daffy y su madre; los Hollister se apresuraron a darles cuenta de todo lo relativo al encuentro del paracaídas parlante.
—¡Qué maravilloso! —exclamó Daffy—. ¡Huy! ¡Cuando papá se entere de esto…!
El trayecto hasta el camino de la cantera resultó cómodo, pero a partir de allí empezaron los topetazos provocados por los baches, cosa que hizo que todos se divirtieran mucho. Pronto los excursionistas embocaron un caminillo muy estrecho que, según informó la señora Hollister, llevaba hasta los límites de la cantera. Siempre en el coche, avanzaron cuesta arriba, hasta que el sendero desembocó en un claro.
—¡Ahí está el Castillo de Roca! —anunció Pam.
—Pues ¡vamos dentro! —propuso Holly en cuanto saltó del coche.
Los demás la siguieron hasta la magnífica elevación rocosa.
—¡Oh! —se asombró Daffy—. Parece un castillo del país de los duendes.
Ante ellos se elevaban las dos torretas de piedra cubiertas de hiedra, con un parapeto rocoso entre ambas. Una de las torretas estaba formaba por un bloque de roca maciza, pero, en la otra, había un angosto pasadizo. Al cruzarlo, los excursionistas se encontraron en una gran estancia circular con una amplia ventana. Por dicha ventana pudieron contemplar abajo, y a lo lejos, el estanque.
—La erosión producida por el viento y la lluvia ha dado lugar a la formación de este castillo —explicó a los niños la señora Hollister.
Después de advertirles que tuvieran precaución, ella y la señora Hawks se marcharon a la parte de fuera.
—Vamos a lanzar el paracaídas —dijo nerviosamente Ricky.
Se sentó en un gran peñasco, próximo a la ventana, para desatar las cintas de su paracaídas.
—Yo iré abajo para recogerlo —se ofreció Holly.
—Muy bien —asintió su hermano—. La próxima vez puedes lanzarlo tú para que yo lo recoja.
Holly encontró el sendero escalonado y descendió por él hacia la parte baja de la cantera. Los demás la contemplaron desde el gran ventanal de la torreta. Holly alcanzó la estrecha franja de terreno situado entre la torre y el estanque y desde allí llamó, diciendo:
—¡Lánzalo, Ricky!
Su hermano arrojó el paracaídas todo lo apartado que le fue posible de la pared rocosa. El paracaídas se abrió, mientras descendía. Holly corrió hasta él para cogerlo antes de que llegase a tierra.
—¡Muy bien! —Gritó Daffy, palmoteando—. ¡Ay, qué divertido!
Holly plegó el paracaídas y trepó por el sendero igual que lo habría hecho un monito. Cuando llegó arriba Pam le dijo:
—Ahora, tíralo tú, Ricky y yo iremos abajo a recogerlo.
Pero, cuando llegaron al pie de la torre, el viento había refrescado repentinamente, soplando en dirección al estanque, de modo que Pam y Ricky tuvieron que aproximarse mucho a la orilla del agua. Levantaron la vista y contemplaron a Holly, haciendo girar el paracaídas que salió ondeando desde el promontorio rocoso, y empezó a descender, aproximándose más y más al estanque.
Pam y Ricky dieron unos cuantos pasos atrás, con los ojos fijos en el paracaídas. Desde lo alto, los demás niños gritaban y movían las manos, haciéndoles señas; pero Pam no comprendió que lo que intentaban los demás era hacerles una advertencia.
Siguió retrocediendo de espaldas hasta que sus pies se hundieron en el estanque. Prorrumpiendo en un grito ahogado, Pam desapareció bajo las frías aguas. Mientras luchaba por salir a la superficie, la niña tocó con el pie un objeto muy grande que…, en aquel mismo momento, ¡serpenteó, apartándose de ella!
«¡El monstruo!», pensó Pam.