EXTRAÑA ADVERTENCIA

Los niños dieron media vuelta y se encontraron con que había dos hombres a su espalda.

—¡Zambomba! —exclamó Pete—. Nos han asustado ustedes. ¿De dónde han salido?

—No importa de dónde hemos salido nosotros, sino a dónde vais vosotros —repuso uno de los desconocidos.

Era un hombre robusto, de pecho combado y brazos cortos y musculosos. Sus cabellos eran claros, los ojos pequeños y muy juntos y la nariz grande.

Su compañero era bajo, medio calvo y llevaba unas gafas de montura negra que cubrían casi todo su rostro hosco. A la espalda llevaba una mochila y, en la mano derecha, sostenía un pequeño martillo.

—Estábamos mirando todo esto —explicó Pete; y, a continuación, les explicó quiénes eran él y sus hermanos.

El hombre corpulento dijo que su nombre era Sid Raff y que tenía varias barquitas en el estanque de la cantera, para alquilarlas a los pescadores. El otro hombre se presentó, diciendo:

—Me llamo Wallace P. Ralston. Soy geólogo.

—¡Qué bien! —se entusiasmó Pam—. Entonces sabrá usted mucho de las rocas, ¿no?

—Me considero un experto —replicó el geólogo, sin que en su cara apareciera ni la sombra de una sonrisa.

—¿Quiere usted echar una mirada a esto? —pidió Pete, sacando de su bolsillo el trocito de titanio—. Creemos que puede haber más en esta cantera.

Ralston examinó la piedra atentamente, a través de sus grandes lentes.

—Nunca he visto esta clase de piedras por aquí —dijo al fin.

—Entonces, puede ser que el señor Kinder la encontrara en el Oeste.

—¿Conocéis al señor Kinder? —Preguntó Sid Raff, levantando la cabeza—. Simpático hombre. ¿Eh? Bueno. Podéis mirar por aquí, pero no hagáis ninguna diablura.

—No haremos nada —prometió Ricky.

Los dos empezaron a andar, alejándose, de repente se volvieron y Raff dijo a los niños:

—Os advierto que no debéis acercaros al estanque.

—Pero ¡si todos sabemos nadar! —dijo Holly—. Aunque no iremos allí porque no hemos traído los trajes de baño.

Raff soltó una risilla que hizo estremecer sus fuertes hombros, y añadió:

—No os atreveréis a poner un pie en esas aguas.

—¿Por qué? —Indagó Holly—. ¿Acaso pueden mordernos los peces?

Ahora fue Ralston quien les contestó:

—Se trata de algo peor que eso. —Levantó su martillo, blandiéndolo en dirección al estanque, cuando agregó—: Algunos pescadores han visto un monstruo en el estanque.

—Eso no puede preocuparnos —afirmó Pete, con una risa espontánea—, porque nosotros no creemos en monstruos.

Pero, a estas palabras, Sid Raff repuso, con gesto furibundo:

—¡Eso no tiene ninguna gracia! ¡Yo mismo he visto el monstruo!

Y, sin más, los dos hombres se alejaron a grandes zancadas hacia el estanque, en cuyas orillas los niños pudieron ver dos pequeñas embarcaciones, sujetas al amarradero.

—¿Por qué nos dirán todo eso? —preguntó Pete a Pam, en voz muy baja, mientras los cuatro se dirigían hacia la escarpadura, caminando sobre el pedregoso suelo de la cantera.

—Creo que quieren asustarnos —opinó Pam—. Holly, mirad bien si hay algún trocito de titanio.

Ricky agachó la cabeza como si fuera un perro de caza, siguiendo una pisa por el olfato. Iba de derecha a izquierda y de izquierda a derecha, describiendo zigzags, en búsqueda de alguna piedrecilla con vetas doradas. Al cabo de un rato fue quedándose apartado de los otros.

Pete, Pam y Holly avanzaban lentamente por la cantera. De vez en cuando se detenían y miraban hacia arriba, al margen bordeado de árboles.

—Castillo de Roca es muy bonito —dijo Pam—. ¡Oh, mirad! —Añadió, señalando a la derecha—. Allí hay un camino que lleva arriba.

Los tres niños miraron anhelosamente las amenazadoras torres rocosas.

—La próxima vez que vengamos subiremos por ahí —dijo Pete, esperanzado.

—A ver si podemos hacerlo pronto —añadió Pam. Cuando empezaron el camino de regreso, Holly preguntó:

—¿Dónde está Ricky?

Los tres empezaron a mirar atentamente hacia todos los lados de la inmensa cantera. Pero las únicas personas a quienes podía verse allí eran Raff y Ralston, sentados en una de las barcas. Ricky no aparecía por ninguna parte.

Pete colocó ambas manos ante su boca y empezó a llamar a Ricky, dando gritos. Sus llamadas se repetían en un eco por las paredes de la cantera, pero no hubo respuesta.

—Puede que haya vuelto al trituradero de piedra —sugirió Pete—. Ya sabéis cómo le gusta explorarlo todo.

No bien hubo acabado de hablar cuando, desde la vieja estructura de madera, llegó hasta ellos un chasquido. A los pocos segundos un blanco penacho de arenilla rocosa se levantó desde la desvencijada techumbre.

Pete y Pam corrieron hacia allí, con la rapidez de gacelas, seguidos por Holly cuyas trencitas se le ponían tiesas y parecían ir a escapar de su cabeza. Cuando llegaron a la puerta del viejo edificio, los niños empezaron a toser, sintiéndose ahogados en la polvareda que flotaba por todas partes.

—¡Ricky! Ricky, ¿estás bien? —preguntó Pam. Con Pete al frente, penetraron en el oscuro interior del edificio. Por una ventana situada en lo alto de la pared, penetraba un rayo de sol que iba a iluminar la pared opuesta.

Allí estaba Ricky, de pie en un estrecho pasadizo. Unas escaleras de madera por las que había subido acababan de hundirse. Ricky, aunque había quedado con el paso cortado, estaba cubierto de polvo, pero no parecía haber recibido daño alguno.

—¡No puedo moverme! —exclamó Ricky, que en seguida empezó a toser.

—¡Estate quieto! —le indicó Pete—. Nosotros te ayudaremos.

Se apresuró a salir y, al atravesar, la puerta estuvo a punto de darse un golpe contra Raff y Ralston que llegaban corriendo al viejo edificio.

—Vamos a ver. ¿Qué pasa aquí? —preguntó Raff—. ¿No habíais dicho que no cometerías diabluras?

—Lo sentimos mucho —se disculpó Pete.

—Este lugar es peligroso —gruñó Raff.

Pam, que estaba muy asustada por su hermanito, pidió:

—¿Podrán ustedes ayudarnos?

Sin decir una palabra, Ralston abrió su mochila y sacó una fina y larga cuerda. Después de enrollarla en su mano la lanzó por el aire en dirección a Ricky. La primera vez falló en su intento, pero a la segunda probatura el pequeño pelirrojo pudo coger el extremo de la cuerda.

—Ahora átala fuertemente a la madera de ese pasillo y deslízate por la cuerda.

Ricky anudó la cuerda. Luego, se aferró a ella con ambas manos, cruzó las piernas sobre la cuerda y resbaló hasta el suelo.

—¡Canastos! Gracias por haberme salvado.

—Bien venido, muchacho —dijo Sid Raff con una sonrisa burlona. Pero, en seguida, su expresión se tornó dura como la piedra—: ¡Ahora salid de la cantera y no volváis más! —ordenó.

—Pero el señor Kinder ha dicho… —empezó a objetar Ricky.

—Ya le hablaré yo al señor Kinder de vosotros —bramó Raff—. Y ahora ¡largo!

—Ya ves lo que has hecho —lloriqueó Holly en un sordo susurro—. Lo has estropeado todo.

—Yo no sabía que esas escaleras viejas se iban a hundir —protestó Ricky cuando, en compañía de sus hermanos, volvía a salir al aire libre.

—Ahora ya estás a salvo —dijo Pam—. Además, es casi la hora de que Indy venga a recogernos.

Se detuvieron a la entrada de la cantera y volvieron la vista hacia el Castillo de Roca.

—¡Zambomba! Me gustaría investigar en ese lugar —exclamó Pete.

No habían hecho más que avanzar unos cuantos pasos cuando Indy penetró en el sendero, conduciendo la furgoneta.

—¿Habéis encontrado lo que buscabais? —preguntó el hombre cuando los niños se reunieron con él.

—Hemos tenido que buscar a Ricky, hasta que le hemos encontrado —dijo Pete.

Y, durante el camino a casa, Indy les oyó explicar todas sus aventuras.

—Desde luego todo eso parece muy raro —le dijo a Pam—. Creo que ya os habéis mezclado en otro misterio.

Durante el resto del día, los Hollister no hicieron más que hablar de la cantera misteriosa, mientras Ricky repetía que aquél era un buen lugar para lanzar un paracaídas…, si se tenía uno.

Las palabras de su hermano hicieron pensar a Pete en el OVNI. Estaba determinado a contemplar, aquella noche, las luces de colores de que le habían hablado. Pero, después de la hora de la cena, se acumularon sobre el lago espesas nubes. De repente, una ráfaga de viento abrió las puertas vidrieras y oyeron golpear otras puertas en diversos lugares de la casa.

—¡Mira qué negro está el cielo! —exclamó Ricky. Brilló un relámpago, estalló un trueno y principió a caer un aguacero.

—Todavía puede aclarar —dijo Pete, esperanzado. Pero, a la hora de acostarse, todavía caía un fuerte chubasco.

Antes de dormirse, Pete puso el despertador en las cinco de la mañana. En cuanto el reloj empezó a sonar, Pete saltó de la cama. Había dejado de llover. Después de vestirse silenciosamente, se cubrió con una manta, a modo de capote, y bajó las escaleras de puntillas. Zip estaba durmiendo en la cocina.

Zip acompañó a su joven amo al exterior, donde éste dejó su improvisado capote sobre la hierba húmeda. Todavía estaba todo muy oscuro, pero, en la parte occidental, del horizonte brillaban ya las suaves franjas luminosas del amanecer.

«Si flotan esas luces de colores podré verlas desde aquí», se dijo Pete.

Pero, en toda la hora siguiente, no apareció sobre Shoreham ningún objeto no identificable.

A la hora del desayuno, Pete habló de aquello con sus hermanos.

—No ha habido ningún OVNI hoy al amanecer. He estado vigilando desde las cinco hasta que ha amanecido.

—¿Por qué no me dejas que te ayude? —pidió Ricky—. Tengo mucha suerte para encontrar luces de colores en el cielo. Pete sonrió.

—Si quieres, puedes ayudarme esta mañana. Voy a ir al aeropuerto a ver a Jet Hawks. Tengo que hacerle algunas preguntas sobre las luces que vio.

—¿Vienen también las chicas? —preguntó Ricky, mirando de lado a Holly.

La pequeña de las trencitas movió de un lado a otro la cabeza, dejó la cuchara sobre su plato y con aire de superioridad, repuso:

—No. Nosotras tenemos otros planes. Ricky se sintió intrigado.

—¿Es algún secreto? —preguntó.

—Sí —repuso Sue brevemente.

Ricky se rascó la cabeza y arqueó las cejas.

—Cosas de chicas —comentó con Pete—. Vamos a buscar las bicicletas. Nosotros tenemos una reunión secreta con un piloto.

El aeropuerto de Shoreham estaba a varias millas de distancia de la ciudad y en los últimos años había crecido lo suficiente para dar cabida a pequeños aviones de propulsión. Pero los dos muchachitos no veían cosa alguna mientras pedaleaban hacia el gran edificio del aeropuerto.

Cuando dejaron sus bicicletas, vieron despegar un avión de transporte. El único aparato que estaba ya en el cielo era un pequeño y anticuado biplano, de carlinga descubierta, que describía círculos en el cielo, cada vez a más altura.

—¡Qué trasto más antiguo! —comentó Pete, deteniéndose a contemplarlo—. He visto dibujos de esos aparatos en los libros.

En la ventanilla de información del interior del edificio, Pete preguntó por Jet Hawks. El empleado le dijo que el piloto acababa de despegar.

—Seguro que ha salido en ese avión de línea —se lamentó Ricky.

El hombre les sonrió, diciendo:

—No. Hoy Jet vuela en el biplano. Ya sabéis que ésa es su manía. Arregla aviones viejos y vuela en ellos.

—¡Estupendo! —Gritó Ricky—. ¿Y volverá pronto?

Los muchachos fueron informados de que el piloto deportista estaría volando una media hora. Por lo tanto, salieron corriendo para contemplar el cielo, donde vieron al pequeño biplano describir espirales.

—¡Zambomba! —se asombró Pete—. Jet Hawks es un acróbata aéreo.

Alargando el cuello hasta el máximo, los chiquillos contemplaron al biplano haciendo un rizo. Después, el aparato inclinó el morro en picado y se introdujo entre una nube blanca y algodonosa.

—Me gustaría ser acróbata de avión —aseguró Ricky, admirativo.

Cuando el aparato estuvo más abajo, los muchachos esperaron que volviera a elevarse describiendo otro rizo, pero, en lugar de eso, el biplano empezó a girar más y más, al tiempo que descendía.

Ricky cogió fuertemente el brazo de Pete, exclamando:

—¡Canastos! ¡Se va a estrellar!