EL SECRETO DEL ROBLE

Teddy y Jean siguieron corriendo y rogando al señor Rogers que no cortase el roble. Al oírles, el guarda se detuvo sorprendido y suspendió el funcionamiento del motor.

Entre tanto, Pam y el señor Turner corrieron en auxilio de Pete. La hermana del chico se agachó junto al hoyo en que yacía Pete y sacudiéndole por los hombros, gritó:

—¡Pete! ¡Pete!

—Ha perdido el conocimiento —dijo el señor Turner.

Entre él Y Pam levantaron al muchacho del hoyo, tendiéndole en el suelo, mientras el guarda, Teddy y Jean se acercaban corriendo. Pete estaba muy pálido y tenía una gran brecha en la frente. Pam frotó las muñecas de su hermano, mientras el guarda forestal desabrochaba a Pete la camisa. Entonces los ojos de Pete parpadearon, y el muchacho preguntó con voz débil:

—¿Ha cortado el árbol?

—Nada más que una pulgada —repuso el señor Rogers—. No te preocupes, hijo.

Pete sacudió la cabeza, como si quisiera librarla de las telarañas que la empañaban.

—Ya estoy bien —dijo entonces avergonzado, poniéndose en pie—. Tenía que haber mirado dónde pisaba.

Cuando los demás se aseguraron de que Pete se había recobrado, explicaron al guarda que iban en busca del roble misterioso.

—El que buscamos debe de tener una señal en el tronco —dijo el señor Turner.

—Y, seguramente, tendrá la forma que tiene el roble de esta moneda —añadió Pete, sacando el chelín de su bolsillo.

Moviendo una mano, el señor Rogers dijo:

—Aquí hay muchos robles para escoger. Pueden empezar a buscar.

Los recién llegados fueron de árbol en árbol, buscando señales que pudieran indicar que en la corteza se había practicado un orificio tiempo atrás. Al cabo de una hora de rebuscar por la colina, el señor Turner y los niños habían elegido trece árboles, cualquiera de los cuales, incluido el que el guarda había empezado a aserrar, podía ser el que buscaban.

—¿Cuál se parece más al árbol que hay en el chelín? —preguntó Pam cuando se situaron a la sombra del frondoso arbolado y contemplaron la parte alta de la colina.

—Con tanto follaje, es difícil distinguido —repuso el señor Turner.

Pete inclinó la cabeza y contempló largamente el árbol que había sido medio arrancado de la tierra por el huracán.

—Podría ser éste —murmuró al poco rato—. ¿Y si le suprimiésemos algunas hojas para comprobarlo mejor?

El señor Turner repuso que podría hacerse tal cosa, siempre que tuvieran una sierra.

—Tengo un par de sierras en el camión. Pueden ustedes utilizarlas —ofreció el guarda de la finca—. Pero ¿cómo subirán hasta ahí?

Y al hacer esta pregunta el hombre miró con expresión de duda las ramas más bajas que quedaban muy lejos de su alcance.

—Haremos una escalera humana —propuso Pete—, si usted quiere ayudarnos.

—¡Buena idea! —rio el hombretón—. Y supongo que querréis que yo sirva de base.

Las niñas se apresuraron a ir hasta el camión y volvieron en seguida con las sierras. Mientras tanto, el señor Rogers se puso en cuclillas al pie del árbol y Teddy subió a sus robustos hombros, sujetándose luego firmemente al árbol. Luego, el señor Turner también se agachó y desde su espalda, Pete saltó a los hombros de Teddy para aferrarse después a una rama.

Las niñas dieron las sierras a Teddy, quien se las pasó a Pete, el cual, tras haber cogido las herramientas, ayudó a su primo a subir también al árbol. Moviéndose de una a otra rama, los chicos aserraron las más pequeñas de las ramas con más abundante follaje. Cuando gran parte de éste hubo caído al suelo pudo distinguirse mejor la forma que tenía el viejo roble.

—Muy bien —exclamó el señor Turner—. Ahora bajad, ya habéis aserrado bastante.

Con la ayuda de los dos hombres, los muchachos saltaron a tierra. Entonces, Pam sostuvo la moneda en alto y todos compararon el roble grabado en el chelín con el árbol que tenían ante sí.

—Mirad —dijo el señor Turner, pasando el dedo por los contornos de la moneda—. La silueta viene a ser igual.

—¡Creo que es nuestro árbol! —dijo Pete.

—Ha sido una suerte, porque este árbol tenía que ser talado —dijo el guardián—. El huracán lo dejó muy mal parado.

—Pero en el tronco hay muchas señales —objetó Jean—. ¿Cómo sabremos cuál es la marca del tesoro?

El señor Turner aconsejó que el árbol fuese aserrado en pequeños trozos, cuidando de no cortar por ninguna de las señales.

—Luego podríamos llevar los trozos a la finca del señor Spencer y allí los iríamos abriendo.

—¡Zambomba! Pues empecemos ahora mismo, señor Rogers.

—Entonces que se aparte todo el mundo —replicó el hombre—. ¡Allá voy!

Mientras los demás le observaban, el hombretón taló el árbol. Luego, entre él y el señor Turner cortaron el tronco en pequeños fragmentos. En siete de aquellos trozos había muescas y dichos trozos fueron trasladados cuidadosamente al camión por los niños.

—El mejor modo de astillar y abrir estos leños es utilizar una maza de herrero y unas cuñas —dijo el señor Turner cuando avanzaban por la carretera llena de baches.

—Papá tiene herramientas de ésas en casa —dijo Jean—. Él sabe astillar troncos muy bien.

El camión se detuvo junto a un pozo situado en la parte trasera de la casa del señor Spencer. Allí cerca había varias pilas de madera para el fuego.

—Aquí es donde suelo partir la madera —explicó Rogers.

Pete y Teddy bajaron al suelo los trozos de tronco, mientras Pam entraba en la casa para telefonear a tic Russ. Cuando salió iba acompañada por el señor Spencer, que se sentía tan excitado como los niños. Minutos más tarde llegaban el padre y el tío de Pam, llevando las herramientas necesarias para astillar la madera. Ricky y Holly les acompañaban.

Todos rodearon al señor Hollister y a su hermano cuando ambos hombres se dispusieron a astillar los leños.

—Manteneos alejados —aconsejó tío Russ.

—¡Tengo unas ganas de que encontremos el tesoro! —dijo Pam, sin aliento.

El señor Hollister apoyó la cuña en la superficie lisa del trozo de tronco, mientras el tío Russ daba unos golpecitos para encajar la cuña. Luego el dibujante empezó a golpear vigorosamente con el mazo. La cabeza metálica de éste chocaba contra la cuña, haciendo que la madera se fuese agrietando más y más. Por fin con un sonoro ¡clang! el trozo de tronco quedó dividido. Los niños corrieron a mirar. No había nada en el interior.

—A ver si hay suerte con el próximo, John —comentó tío Russ.

Se colocó, pues, otro trozo de tronco y se clavó en él la cuña.

¡Bang! ¡Bang! ¡Bang! También aquel leño saltó hecho trozos y los niños volvieron a sentirse desilusionados. No había tesoro.

—Prueben con éste —sugirió el señor Turner, acercándose con un tercer trozo de tronco.

Pete observó que allí había una muesca bastante más grande que las otras y con el aspecto de un nudoso puño.

—Deja que sea yo quien vapulee a ésta —pidió el señor Hollister.

—Muy bien, John —asintió tío Russ.

Cuando la cuña estuvo debidamente colocada, el señor Hollister levantó el mazo por encima de su cabeza, haciéndolo caer ruidosamente. La cuña se hundió en el tronco, que se dividió en dos, igual que si fuera un cacahuete.

—¡Mirad! —gritó Holly—. ¡Hay algo dentro!

—¡Canastos! —exclamó Ricky.

Una reluciente superficie, tan grande como un dólar de plata, resplandecía sobre uno de los lados del recién dividido tronco.

—Parece el extremo de una tubería —opinó el señor Hollister, cogiendo nuevamente la cuña—. Sujétame el otro trozo de madera, Russ. Volveré a cortarlo.

—¡Es el tesoro! ¡Hemos encontrado el tesoro! —palmoteó Jean.

—¡Que se aparte todo el mundo! —ordenó el señor Hollister.

El primer golpe abrió una grieta en la madera y el señor Hollister se echó ligeramente hacia atrás, blandiendo nuevamente el mazo. Éste volvió a caer sobre la madera y… ¡boomp!

La madera volvió a dividirse y, en el mismo momento, un objeto metálico saltó sobre las cabezas de los niños, chocó contra el tejadillo situado sobre el pozo y luego descendió, desapareciendo en el negro agujero.

—¡Se ha ido! ¡Lo hemos perdido! —lloriqueó Holly, mientras todos corrían a mirar a la boca del pozo.

—¡Debía de ser el tesoro! —exclamó Pete.

—¿Y ahora cómo lo cogeremos? —preguntó Teddy.

El guarda de la finca fue inmediatamente a buscar una escalera, pero no pudo colocarla arrimada a la pared interior del pozo a causa del tejadillo de encima.

—¡Canastos! Tengo una idea. ¿Por qué no bajo yo en el pozal? —propuso Ricky.

Los mayores se miraron uno a otro, sin mostrar ningún entusiasmo. Pero Pete intervino:

—Claro. Ricky, como es pequeño, cabrá en el cubo. Déjale probar, papá.

—El pozo está seco —hizo saber el señor Spencer.

—Y en el pozal y la cadena son sólidos —adujo el señor Rogers.

—Creo que su hijo no correrá ningún riesgo —aseguró el señor Spencer.

—Yo doy mi voto para que lo haga.

—Está bien —consintió el señor Hollister—. Anda, Ricky, métete en el pozal.

El chiquito se metió en el viejo cubo de madera, cogiéndose a la cadena con ambas manos. Su padre y el guarda forestal hicieron girar lentamente la manivela, haciendo descender el cubo a las profundidades del viejo pozo.

—¿Estás bien? —preguntó Pam a gritos.

La voz de Ricky ascendió como un aullido tenebroso, desde el fondo, notificando:

—Muy bien. Estoy casi en el fondo.

Al poco se escuchó un agudo grito que decía:

—¡Ya lo tengo! ¡Ya lo tengo! ¡Papá, súbeme!

El pozal empezó a ascender lentamente, mientras la cadena chirriaba a cada giro del torno.

—¡De prisa, papá! ¡De prisa! —apremiaba Holly.

—¿Veis? ¡Ya lo tengo! —gritó Ricky, levantando en alto un trozo de cañería.

Era un tubo de plomo de más de un palmo de longitud y con ambos extremos tapados. El niño entregó su hallazgo al señor Spencer.

—De modo que éste es el tesoro —murmuró el dueño de la finca—. ¿En qué estaría pensando mi padre cuando se le ocurrió colocar esto en un árbol hace años?

—Para abrir este tubo necesitaríamos dos llaves inglesas —le dijo el señor Hollister.

—Encontrará usted alguna en mi taller —dijo el señor Spencer, dirigiéndose a Rogers—. ¿Quiere ir a buscarlas?

El señor Rogers se alejó a buen paso, volviendo con dos grandes llaves inglesas. El señor Hollister las cogió y expertamente ajustó el tubo encontrado en los dientes de una de las llaves; con la segunda sujetó uno de los tapones y luego, valiéndose de todas sus fuerzas, hizo presión sobre los mangos de las herramientas.

El tapón empezó a girar lentamente.

—¡Zambomba, papá! ¡Lo has conseguido! —se entusiasmó Pete, mientras el señor Hollister desenroscaba ya con facilidad uno de los tapones. Cuando éste salió completamente, el señor Hollister volcó el tubo en el suelo. Del tubo salieron varias docenas de monedas antiguas.

Los niños prorrumpieron en gritos y palmoteos, mientras los mayores no cesaban de lanzar exclamaciones de asombro.

—¡Otra vez lo habéis conseguido, jovencitos! —Dijo el señor Hollister muy orgulloso—. Habéis resuelto el misterio de las monedas.

Pete se había arrodillado en el suelo, junto al señor Spencer y los demás chiquillos, y examinaba las viejas monedas.

—¡Papá, son las monedas de la suerte! —exclamó el muchacho.

—Que son la suerte para «Lucas el Pescado» —aclaró Pete—. Estas monedas son las que el viejo señor Spencer ofreció al padre de Lucas Pescado.

—No es el único afortunado —sonrió el señor Spencer—. Aquí hay otras monedas de mucho valor, incluyendo un centavo del Águila Voladora.

Cuando el señor Spencer le enseñó la moneda de que estaba hablando, Pete lanzó un silbido.

—De 1858. Hemos leído algo sobre esas monedas en nuestro catálogo.

—El Águila Voladora es de mucho valor —afirmó Pam.

Pete devolvió el centavo a su dueño y luego le ayudó a recoger las demás monedas.

—Esto es fantástico —murmuró el dueño del rancho, poniéndose en pie—. Nunca había oído una cosa como ésta. —Entonces, con un expresivo guiño, añadió—: ¿Os reuniréis conmigo en el museo, dentro de una hora?

—¡Claro que sí! —aseguró Pete.

—¿Tiene usted alguna sorpresa? —preguntó Holly.

—No creo que exista una sorpresa mayor que la que vosotros me habéis dado a mí. Pero se me ha ocurrido algo. Hasta luego.

Los Hollister acompañaron al señor Turner hasta donde había dejado su coche, y poco después regresaron a la granja para comunicar las asombrosas novedades relativas al descubrimiento hecho en el viejo roble.

Una hora después, los Hollister llegaban a la plaza mayor de Crestwood y penetraban en el museo. Ricky volvió la cabeza contemplando con añoranza la fuente cuyo surtidor resplandecía a la luz del sol; pero Pam cogió a su hermano de la mano, haciéndole entrar en el museo.

Ya estaban en él el señor Spencer con el sargento Costello y «Lucas el Pescado». Todos fueron conducidos hasta la estancia en que habían sido exhibidas las viejas monedas. La colección volvía a encontrarse protegida por una cubierta de cristal, sobre una caja nueva, forrada de terciopelo. En la parte superior del cristal estaban las monedas que los niños habían encontrado en el roble.

Cuando todos estuvieron reunidos alrededor de la mesa de exhibición, el señor Spencer empezó a decir:

—Hoy es un día muy feliz para mí. Los Hollister han resuelto tres auténticos misterios.

A continuación, hizo una alabanza de los niños por el trabajo detectivesco que habían llevado a cabo en lo relativo a las desaparecidas monedas de la colección.

—Además, los Hollister han encontrado la vieja escritura, y ahora han descubierto el tesoro que se hallaba en el roble.

—Ha sido muy divertido hacer todo eso —dijo Holly en un gorgojeo.

—De este modo hemos pasado unas vacaciones estupendas —aseguró Pete, sonriendo.

—Habéis prestado una gran ayuda al departamento policial —terció el sargento—. Y estoy seguro de que «Lucas el Pescado» os está muy agradecido por haber intervenido en favor suyo.

—Aún hay más —dijo el señor Spencer—. De ahora en adelante Pescado trabajará conmigo. Rogers necesita un ayudante.

—¡Qué bien! —chilló Sue, haciendo palmas con sus manecitas gordezuelas.

Entre los mayores también se levantaron murmullos de aprobación.

El señor Spencer se aproximó entonces a las monedas que estaban sobre la tapa de cristal.

—Las que le fueron ofrecidas al viejo Lucas pasan a ser de «Lucas el Pescado». El resto irá a engrosar la colección de mi padre… excepto una. —Y cogiendo el centavo del Águila Voladora, el señor Spencer añadió—: Ésta es para que los Hollister de Shoreham puedan incluirla en su colección.

—¡Canastos! —exclamó Ricky—. ¡Pero si esta moneda vale cuatrocientos dólares!

—¡Zambomba! —se entusiasmó Pete—. ¡Somos ricos!

A continuación se cruzaron apretones de manos, pero mientras todos reían los ojos de «Lucas el Pescado» se llenaron de lágrimas.

—Muchas gracias, muchas gracias —fue cuanto pudo decir a los niños.

Ricky y Holly tomaron al hombre de la mano y le arrastraron hacia la puerta.

Holly sacó un penique de su bolsillo y dijo:

—A la fuente. Vamos a desear que tenga usted suerte para siempre.