Pete se sintió muy apurado al enterarse de aquella engañosa llamada telefónica que habían hecho al señor Turner.
—No fui yo quien llamó —aseguró a la secretaria.
—Pues era un muchacho y dio tu nombre.
—Debió de ser Joey Brill. Siempre está gastando bromas de esta clase.
La mujer dijo que era una lástima, pero que, de todos modos, al señor Turner le gustaría saber que Pete no había perdido interés por el asunto.
—¿Y dónde podría encontrarle ahora? —preguntó Pete.
La secretaria dijo que aquél era el día libre del señor Turner. Él había decidido dedicarlo a ayudar a los niños a resolver el enigma del roble del tesoro. Pero no teniendo que hacer eso se había ido a jugar al golf. Seguramente le encontrarían en el campo de golf de Crestwood. Pete dio las gracias por la información y colgó.
—¡Este Joey…! —se indignó Pam cuando supo lo ocurrido—. Me alegro de que se haya ido a casa. Así no nos molestará.
Pete recordó que el campo de golf de Crestwood estaba al otro lado de la colina del Águila de Cabeza Blanca. Si localizaba al señor Turner, quizá pudieran llegarse a investigar lo del roble del tesoro. Su madre propuso comer primero para luego acompañarles ella misma al campo de golf.
Terminada la comida, Sue quedó al cargo de tía Marge, para que durmiera la siesta. Los otros seis niños saltaron a la furgoneta y la señora Hollister inició la marcha hacia el campo de golf.
El camino que conducía hasta allí pasaba ante las propiedades del señor Spencer y describía una amplia curva al pie de la colina del Águila de Cabeza Blanca y bordeaba una gran extensión de verde césped. A lo lejos vieron dos hombres que se aproximaban a una meta de golf.
—Puede que uno de ellos sea el señor Turner —dijo Pete.
Y pidió a su madre que detuviese el coche. Cuando ella lo hizo uno de los hombres acababa de lanzar la pelota, que fue a parar sobre las altas hierbas, cerca de la carretera.
Ricky abrió la puerta de la furgoneta y él y Holly corrieron en busca de la pelota. Su madre les llamó:
—Venid aquí, niños.
—Si es del señor Turner estará contento de que nos hayamos molestado en buscarla —dijo Ricky orgullosamente.
Los dos niños atravesaron corriendo el prado, mientras Holly hacía ondear la mano derecha en la que llevaba la pelota.
Viendo lo sucedido, el jugador levantó los brazos, gritando algo.
—Quiere que nos demos prisa —observó Ricky—. ¡Vamos! Tenemos que correr más.
Cuando los niños se aproximaron al montículo desde donde se lanzaban las pelotas en el juego, vieron que no se trataba del señor Turner. El jugador seguía empuñando el palo de golf y corría hacia los chiquillos. Tenía el rostro enrojecido por la ira.
—¿Cómo se os ha ocurrido hacer eso? —chilló—. ¡No teníais que haber tocado la pelota! ¡Es la tirada más grande que he hecho en mi vida!
Ricky y Holly levantaron la cabeza y se quedaron con las bocas muy abiertas por la sorpresa y el susto.
—Nosotros… creíamos que quería usted que se la devolviésemos —consiguió Ricky.
—¡Bobos! —insultó el hombre.
—Pero si ha caído entre las hierbas —murmuró Holly, débilmente—. ¿No quería usted probar otra vez?
Cuando el compañero de juego del primero se enteró de lo ocurrido, estalló en carcajadas. Holly empezó a llorar. Ricky estaba ansioso de huir de allí. Miró en dirección al coche y vio a Pete y a Pam que corrían hacia ellos.
Unas lágrimas gruesas y cálidas resbalaban por las mejillas de Holly cuando la niña entregó la pelota al jugador. Ricky pasó un brazo por los hombros de su hermanita, consolándola.
—No llores, Holly —pidió.
La faz enfurecida del hombre se suavizó entonces un poco. No le gustaba ver llorar a una niñita.
—Bueno, bueno. Siento haberos reñido —dijo, transformando su gesto huraño en una sonrisa—. Si creíais que así me ayudabais, no os preocupéis por lo ocurrido.
Pete y Pam llegaron entonces al montículo y pidieron disculpas al hombre por lo ocurrido.
—Es que los niños no saben cómo se juega al golf —explicó Pam y, dando la mano a Holly, añadió—: Anda, vamos.
—Quisiera poderos hacer olvidar mi rudeza —dijo el jugador, desconcertado.
Los ojos de Holly se iluminaron al oír aquello.
—¿Me deja usted tirar la pelota? —preguntó en seguida.
—Naturalmente. Ven aquí que te enseñaré cómo se hace.
El hombre sacó un palo de su bolsa de golf y colocó la pelota sobre un montículo. Luego se colocó detrás de Holly y pasó los brazos por delante de ella para enseñarla a coger el palo.
Cuando el señor se apartó un poco, Holly se balanceó sobre sí misma y… ¡zas! La pelota cruzó el aire y fue a parar otra vez al césped.
—¡Magnífico! —exclamó el jugador.
—Llegaré a ser una campeona —aseguró Holly, muy seria, entregando al señor el palo.
Cuando ya los niños se disponían a marcharse, a Pete se le ocurrió preguntar:
—Oiga, señor, ¿ha visto usted por aquí al señor Turner?
—Sí. Ha salido poco después que nosotros. Seguramente ahora le encontraréis en el local. —Y, guiñando un ojo a los niños, pidió—: Hacedme un favor. No le digáis que he perdido la calma con vosotros.
—No se lo diremos —prometió, echándose a reír.
Los cuatro regresaron al coche. Todavía Teddy y Jean se estaban riendo a costa de la aventura de la pelota de golf de Holly, cuando la señora Hollister conducía la furgoneta hacia el local del campo de golf, situado a media milla de distancia. Pete y Pam entraron y encontraron al señor Turner que ya estaba a punto de marcharse.
—Lamenté que renunciaseis a buscar la solución a ese asunto —comentó el hombre.
—Pero ¡si no hemos renunciado!
Y Pam se apresuró a explicar al señor Turner que les habían gastado una broma de mal gusto.
—En ese caso, me alegraré mucho de poder ayudaros —sonrió el señor Turner.
—¿Ahora? —preguntó Pete.
—Sí.
—Muchas gracias, señor Turner —dijo Pam.
La niña corrió en seguida a la furgoneta para comunicárselo a su madre.
—Está bien —asintió la madre—. Pero, mientras los mayores buscáis el roble del tesoro, Ricky y Holly irán conmigo a la ciudad. Los dos necesitan zapatos.
La carita de Holly se ensombreció, mientras Ricky protestaba:
—Pero, mamá, ¿cómo vamos a perdernos una cosa tan divertida?
—No os perderéis nada —dijo Pete—. Seguramente tendremos que mirar muchos árboles antes de que encontremos el que buscamos y para entonces ya habréis vuelto vosotros.
—Papá o yo volveremos otra vez a traeros aquí —prometió la señora Hollister.
Holly se entusiasmó.
—¿Nos comprarás chocolate y helado? —preguntó.
Cuando la madre dijo que sí, la niña de las trencitas le dio un abrazo.
—Volveremos todos a casa con el señor Turner. Por eso no os preocupéis —dijo Pete.
Como la colina del Águila de Cabeza Blanca quedaba a poca distancia, aun yendo a pie, el señor Turner dejó el coche en el club. Luego, él y sus jóvenes compañeros saltaron la valla y empezaron a avanzar por el césped de la finca del señor Spencer, ascendiendo por una ladera que llevaba a la cima de la colina del Águila de Cabeza Blanca.
Pete y Teddy se fueron turnando en la tarea de abrir paso entre los árboles pequeños que cada vez en menor número cedían el terreno a grandes robles y pinos. A medio camino, se detuvieron a descansar y miraron atrás, hacía la gran extensión de terreno que se deslizaba hasta el valle. Reanudaron la marcha y al poco Pam observó:
—Huelo a humo.
—Será que alguien se está preparando una merienda —conjeturó Teddy.
—¿No será un fuego forestal…? —murmuró Pam.
Con una mirada de preocupación, el señor Turner se adelantó a los niños. La colina se iba haciendo más escarpada y los bosques más espesos, hasta que llegaron a lo alto, deteniéndose ante un claro de amplia extensión.
Al otro lado pudieron ver el humo que se elevaba desde una fogata hecha con troncos. Tras la hoguera, un hombre fornido y calvo estaba cortando un pino, caído en tierra, con una sierra de motor. Cerca había un pequeño camión y allí echaba el hombre cada trozo de pino que aserraba.
Cuando estuvieron más cerca, los niños vieron que el hombre se aproximaba a un roble que, extraordinariamente inclinado, mostraba parte de sus raíces fuera de la tierra.
«¡Zambomba!», pensó Pete. «A lo mejor ése es el árbol que buscamos y…, cuando lo corte la sierra, ¡puede destruir el tesoro!».
—¡Señor Rogers! —llamó, aproximándose—. ¡No sierre ese roble!
Pero ya el hombre había apoyado la sierra contra el tronco y el ruido del motor apagó el sonido de la voz de Pete. Ahora, todos, incluyendo al señor Turner, corrieron hacia Rogers, agitando las manos para llamar su atención. Pero el hombre estaba vuelto de espaldas y no podía verles.
Apretando el paso Pete cruzó el claro del bosque. Ya estaba casi junto al señor Rogers cuando la sierra mordió la corteza del árbol, despidiendo astillitas en todas direcciones.
—Tengo que lograr que se detenga —se dijo el muchacho.
En su nerviosismo, Pete no se fijó en el gran boquete que habían dejado las raíces. Pete pisó en el vacío y fue a hundirse en la oscuridad.