UNA BUENA NOTICIA

La señora Hollister, envuelta en una bata, acudió en seguida a la angustiosa llamada de Sue.

—¿Qué pasa, hijita? —preguntó, acercándose a la aterrorizada pequeña.

—Hay un ruido muy feo —explicó Sue.

La señora Hollister escuchó. En seguida volvió a oírse un extraño lamento que procedía de la habitación de Pam. La señora Hollister corrió a aquella habitación, abrió la puerta y, encendiendo la luz, entró en el dormitorio. Las pequeñas iban detrás de ella.

Pam estaba a los pies de la cama y con los ojos muy abiertos gritaba débilmente:

—¡Ayudadme! ¡Ayudadme!

—Todavía está durmiendo. ¡Despiértala, mamá! —rogó Holly.

La señora Hollister rodeó a Pam con sus brazos y apoyó en su hombro la cabeza de su hija.

—Despierta, Pam —murmuró la madre dulcemente—. Estás soportando una pesadilla. No ocurre nada.

—No te va a pasar nada malo —informó Sue—. Para eso estamos nosotras aquí, ¿oyes?

Pam empezó a llorar silenciosamente, pero, gracias al consuelo que le proporcionó su madre, pronto secó sus lágrimas y miró adormilada a su alrededor.

—Lo siento, mamá. Era un sueño terrible.

Para entonces ya habían aparecido en el umbral de la puerta el señor Hollister, Ricky y Pete. Los dos niños tenían ojillos de sueño.

—A lo mejor, Pam tiene dolor de estómago —opinó Ricky.

—¿Está usted seguro de que se trata de esa dolencia, doctor? —preguntó su padre, con un guiño.

—No ha sido más que un sueño, papá —dijo Pam—. «Lucas el Pescado» me perseguía alrededor de la fuente porque había escondido las monedas en el agua y no quería que yo las viese.

—¡Zambomba! —se asombró Pete—. A lo mejor eso es lo que ha hecho de verdad.

—¡Canastos! —añadió Ricky—. ¡Pam resuelve los misterios mientras duerme!

La señora Hollister afirmó que aquello podía tener más importancia de lo que parecía y se sentó en la cama para comentar el extraño sueño de su hija.

—Puede que la primera vez que Pam vio a Pescado, él estuviera buscando un sitio para esconder las monedas, aunque no las hubiese robado todavía —sugirió Pete.

—Y, cuando ya las tenía escondidas, volvía a ver sí no les había pasado nada —añadió Holly.

Las preguntas y respuestas se sucedían con rapidez y pronto todos los habitantes de la casa estuvieron despiertos y reunidos en la habitación de Pam.

—Sólo una cosa puede hacerse —hizo notar el señor Hollister— y es buscar en la fuente.

—Exactamente —asintió su esposa—. Y ahora todos a la cama, niños. Por la mañana buscaremos esas monedas.

—Pero, mamá, déjanos buscarlas ahora —rogó Pete.

—¿Ahora? ¿A las tres de la madrugada?

—Puede que Pete tenga razón —intervino tío Russ—. Ahora todo estará tranquilo allí y nadie nos molestará.

La idea de ir a buscar en las frías aguas de la fuente y en plena noche entusiasmó a los niños, despejándoles completamente.

—Está bien —consintió la señora Hollister—. Pete y Pam pueden ir, pero todos vosotros, indiecillos, a la cama.

Tía Marge permitió que Teddy y Jean acompañasen a sus primos a la fuente.

—¿Y yo qué? —Preguntó el señor Hollister, sonriendo—. Bueno, yo les conduciré hasta la ciudad.

Los pequeños se mostraron mohínos, pero, cuando Pam prometió explicarles punto por punto, todo lo que ocurriera, alegraron un poco sus caritas y fueron a acostarse.

Los cuatro mayores se vistieron a toda prisa, se armaron de linternas y fueron a acomodarse en la furgoneta del señor Hollister. Pronto se encontraron corriendo hacia Crestwood. ¡Qué distinto aspecto tenía la ciudad por la noche! Las calles estaban desiertas y oscuras y la fuente permanecía silenciosa.

—¡Zambomba! No sale agua —observó Pete.

El señor Hollister les explicó que los surtidores se cerraban a media noche y volvían a abrirse a las siete de la mañana. Detuvo el coche y todos salieron. Junto al pequeño estanque, los muchachitos se quitaron zapatos y calcetines. Al meter los pies en el agua fría sintieron penetrantes escalofríos. Ninguno encendió su linterna hasta que estuvieron en el fondo rocoso.

—¡Oh, las piedras están cubiertas de musgo! —dijo Jean, caminando con precaución.

—Cuidado. No resbaléis —les advirtió el señor Hollister.

Inclinando sus rostros tan cerca del agua como les era posible, los investigadores dieron varias vueltas a la fuente.

—¡Vaya! —exclamó Pete, agachándose a recoger una lanchita de hojalata que se había sumergido en el estanque.

—Las monedas me hacen cosquillas en los pies —rio Pam.

Los niños encontraban bajo sus pies muchas monedas de diez y veinticinco centavos, así como muchos peniques, pero ni el menor rastro de las monedas que buscaban.

—Yo no creo que las hayan arrojado al agua sueltas —dijo el señor Hollister.

Pete estaba de acuerdo con su padre.

—Seguramente irán dentro de una caja o una bol-sita…, si es que están aquí —concluyó el chico, con un suspiro.

—No te desanimes tan pronto —protestó Pam.

—¿Quién ha hablado de desanimarse?

—Buscaremos hasta que sea de día —anunció Teddy—. Pero cuando vuelvan a abrir el surtidor quedaremos empapados.

A Pam le pareció ver una saqueta negra en el fondo de la fuente, pero todo lo que sacó fue una piedra redondeada. Mientras la volvía a arrojar al agua, la niña comentó con un suspiro:

—Puede que mi sueño haya sido equivocado.

—¿Quién se está desanimando ahora? —preguntó Pete.

Pam sonrió, reanudando inmediatamente la búsqueda.

Había transcurrido casi una hora cuando el señor Hollister miró su reloj.

—Lamento que la búsqueda haya sido infructuosa, pero creo que lo mejor es que nos vayamos ya —propuso.

—Espera sólo unos minutos más, papá —suplicó Pam.

Entonces el pie de Jean tropezó con un pedrusco del tamaño de un balón de fútbol. La niña notó que la piedra se movía.

—Ven a ayudarme, Teddy —pidió a su hermano.

Entre los dos levantaron el pedrusco. Luego, los rayos de sus linternas atravesaron el agua y fueron a posarse en un objeto de un tono blanco lechoso. Jean lo sacó del agua.

—Parece una bolsita de plástico —dijo.

Dando un tirón con el dedo, Teddy desató la bolsita.

¡Estaba llena de monedas antiguas!

—¡Papá, lo hemos encontrado! —exclamó Pam, llena de entusiasmo.

—¡Tío John! —Gritó Jean—. ¡El sueño de Pam era verdad! ¡Era verdad!

Los niños salieron del pequeño estanque y se sentaron en el reborde de piedra. Una a una, fueron cogiendo las monedas y examinándolas atentamente.

—¡Son las del museo! —afirmó Pete—. Me acuerdo de algunas de las que leí en la lista del sargento.

—Poneos los zapatos y los calcetines, y vamos a llevar esas monedas al puesto de policía —dijo el señor Hollister.

Dos mortecinas luces brillaban a ambos lados de la entrada del puesto policial. Cuando el grupo de noctámbulos caminaba por el silencioso pasillo de mármol sus pasos resonaban, como si todos los Hollister fuesen calzados con pesadas botas. El sargento, que hacía el turno de noche y que era un hombre delgado y de cabello grises, estaba en una gran estancia y levantó la vista desde su mesa, muy sorprendido.

—¿Se trata de algún accidente? —indagó—. Soy el sargento Marker.

—No se trata de ningún accidente, sino de que estos niños han resuelto un conflicto.

—Hemos encontrado las monedas robadas —anunció Pete—. Estaban en la fuente.

—¿Cómo? ¿Las monedas en la fuente…? —empezó a decir el policía.

—De verdad. Éstas son las monedas que robaron —dijo Teddy, dejando la bolsita sobre la mesa.

Incrédulo, el sargento sacó de un cajón una lista escrita a máquina y empezó a comparar con ella las monedas. Al cabo de unos minutos levantó la vista con expresión hosca.

—¿Qué les parece a ustedes todo esto? ¡Bajo nuestras propias narices!

—¿Ahora dejarán libre a Pescado? —preguntó ansiosamente Pam.

—Tal vez —repuso el otro—. Es el jefe quien tiene que decidir eso.

—¡Por favor! —suplicó Jean—. ¡Déjele marchar! Ya ha estado bastante en la celda y nosotros hemos encontrado las monedas.

—Pescado lo hizo porque creía que las monedas le pertenecían —dijo Pete—. Haga usted el favor de llamar al jefe ahora. Estoy seguro de que dejará salir a Pescado.

El sargento Marker movió titubeante la cabeza.

—Nunca hemos hecho una cosa así.

—Yo no veo que eso pueda causar ningún perjuicio —observó el señor Hollister.

Después de hacer varias llamadas telefónicas el sargento notificó a sus visitantes que no existían cargos serios contra Pescado y que el jefe había dado orden de que se dejase en libertad al detenido.

Cuando éste fue sacado de su celda pareció confuso y aturdido.

—¿Dice usted que puedo irme a casa? —preguntó al sargento.

—Eso es. Hemos encontrado las monedas. O mejor dicho, las han encontrado los Hollister.

El hombre parpadeó, asombrado.

—¿Cómo habéis sabido…?

—Es un secreto —sonrió Pam—. Puede que llegue usted a encontrar las monedas que le prometieron a su padre.

«Lucas el Pescado» movió la cabeza con incredulidad. Luego empezó a hipar y se enjugó los ojos con el revés de la mano.

—Le llevaremos a usted a casa —dijo el señor Hollister—. Tenemos fuera la furgoneta.

En silencio se dirigieron a la cabaña donde vivía Pescado. Al salir del vehículo el hombre se volvió a decir:

—Gracias, gracias, niños.

Y agachando la cabeza, Pescado se alejó.

—Pobrecillo —dijo Pam cuando emprendieron el regreso—. Dios quiera que nunca vuelva a hacer una cosa mala.

—No creo que vuelva a hacer nada —opinó el señor Hollister.

Cuando llegaron a la granja una línea de grisácea claridad empezaba a apuntar en el horizonte.

—Ahora todos a dormir —dijo el señor Hollister—. Yo contaré a todos lo ocurrido tan pronto como se levanten.

—No nos dejes dormir hasta muy tarde, papá —pidió Pete—. Estamos citados a las diez con el señor Turner.

Pero no fue preciso que el señor Hollister se ocupase de llamar a los jóvenes detectives, pues tan pronto como contó a los primeros que se levantaron que se había resuelto el misterio de las monedas desaparecidas se produjo tal algazara que los cuatro durmientes se despertaron, saltaron de la cama y, vistiéndose a toda prisa, bajaron a desayunar, bizqueando de sueño.

Cuando estaban más entusiasmados, recibiendo halagos y felicitaciones sonó el teléfono. Holly contestó a la llamada, anunciando:

—Es Oz. —Y, después de escuchar lo que el niño le decía, exclamó—: ¡Eso es estupendo! Adiós.

La niña se volvió luego a su familia para decir:

—¡Teníamos razón! El que llamó diciendo que era el ladrón fue Joey. Quería presumir delante de Oz de lo fácil que era engañarnos. ¡Y a que no adivináis otra cosa! —añadió alegremente— Joey se ha ido a Shoreham. ¡Ya no nos molestará más!

Pete y Teddy estaban ansiosos de que llegasen las diez. Faltaban cinco minutos para esa hora cuando Pete comentó con su primo:

—Llegará de un momento a otro. ¡Zambomba! ¡Si pudiéramos solucionar los dos misterios sería estupendo!

Los dos muchachos tenían la vista fija en la carretera, pero el coche del señor Turner no aparecía por ninguna parte. A las diez y media Pete empezó a inquietarse.

—¿Dónde estará el señor Turner?

—Puede que se haya entretenido haciendo algún trabajo —le tranquilizó Teddy.

Entonces los muchachos salieron a la carretera para ver de cerca cada coche que pasaba. A las once Pete dijo:

—Ha debido de ocurrir algo, Teddy. Voy a llamar a la oficina del señor Turner.

Corrió a la casa y marcó el número. Fue la secretaria del guardia forestal quien contestó a la llamada.

—Soy Pete Hollister, Estamos esperando a que el señor Turner venga a recogernos. ¿Sabe usted si ha salido ya?

La voz de la mujer sonó muy sorprendida.

—¿De modo que habéis vuelto a cambiar de idea? —preguntó.

—¿Cómo dice?

—Claro. Después de haber telefoneado ayer al señor Turner diciéndole que no necesitabais su ayuda… El señor Turner se sintió molesto.