LA PISTA DEL BOCETO

—¡No corras tanto, Teddy! Ni siquiera sabemos si el tesoro está ahí todavía —advirtió Pete.

—Además, en esa colina hay docenas de robles. —Dijo el señor Spencer, añadiendo—: Si queréis ir a inspeccionar por allí, seguid la carretera particular que sale de la parte posterior de la casa. Llega hasta el pie de la colina del Águila de Cabeza Blanca. El resto del camino podéis hacerlo a pie. Si veis a Rogers, el guardián de la finca, decidle que yo os he dado permiso para que exploréis esa zona.

Después de dar las gracias al señor Spencer, los dos primos marcharon, y fueron a reunirse con el tío Russ, que les esperaba en el coche.

—¡Veo que aún podréis desentrañar este misterio! —exclamó tío Russ cuando los muchachos le explicaron lo que el señor Spencer había dicho—. Y si lo conseguís, vuestra aventura me servirá de base para mi próxima historieta cómica.

Los tres se alejaron en el coche, dando la vuelta a la casa y embocando luego una polvorienta y serpenteante carretera. Pronto los campos de la hacienda dieron paso a espesos bosques y, cuando la carretera quedó cortada, los tres viajeros se encontraron en un bosque de robles y pinos.

Tío Russ detuvo el coche y los tres emprendieron la marcha a pie por la ladera escalonada que conducía a la cima de la colina del Águila de Cabeza Blanca. Aunque en el cielo brillaba un sol ardiente, en los bosques hacía fresco y os muchachos aspiraban prolongadas bocanadas de aire puro mientras se abrían paso entre la arboleda.

—¡Ya llegamos a la cumbre! —exclamó Pete, adelantándose en compañía de Teddy.

Los muchachos llegaron a un claro del bosque de forma circular, rodeado por completo de robles, varios de los cuales habían quedado doblados o arrancados de raíz a causa del huracán. No se veía al guarda por ninguna parte.

—¡Qué panorama tan magnífico! —Dijo tío Russ, valiéndose de las manos para proyectar sombra sobre los ojos y mirando hacia una amplia extensión del otro lado de la colina—. Ahí está el campo de golf de Crestwood. He jugado allí varias veces.

Al poco, tío Russ se volvió a Pete y Teddy, preguntando:

—Bueno, muchachos, ¿cuál es el roble del tesoro?

Teddy se sentó sobre un tronco, rascándose la cabeza.

—Todavía falta mucho por resolver del misterio —confesó tristemente.

Pete miró los vigorosos árboles y suspiró:

—Me parece que tendremos que mirar los árboles uno a uno.

—Y hasta haciendo eso puede que no se solucione nada —le hizo notar su primo—. Como no mires todos los árboles por rayos X…

Pete dijo que, acaso, el señor Turner podría ayudarles en aquel problema; luego todos se pusieron en marcha en dirección al coche. Estaban a medio camino de la ladera cuando un gran ciervo cruzó a la carrera el camino. Pete se echó a reír, comentando:

—¡Zambomba! ¡Qué susto me ha dado!

—Y, hablando de sustos —dijo Teddy—, ¿cómo se las habrán arreglado para dominar a Joey?

Por suerte para los niños, la reprimenda de tío Russ a Joey había surtido efecto, pues el camorrista no fue a perturbar sus juegos mientras estaban en el cuarto de los sótanos.

Los Hollister se excitaban por momentos a medida que Oz iba dando muestras de su sin igual habilidad. Los retratos que hizo de Ricky, Pam, Holly y Sue eran tan buenos que los niños estaban impacientes por mostrárselos a tío Russ.

—Algún día serás un dibujante famoso como papá.

Las palabras de Jean hicieron sonreír radiante a Oz. Entonces Pam tuvo una idea.

—¡Oz! —exclamó—. ¿Sabes dibujar de memoria?

—Sí. A veces.

—¿Podrías hacer un dibujo del hombre que viste salir del museo cuando fueron robadas las monedas?

—Creo que podré —afirmó Oz, mientras Pam le entregaba un nuevo pliego de papel de dibujo.

Oz abatió sus estrechos hombros sobre la mesa y, meditando intensamente, hizo el dibujo de la cara de un hombre. Cuando estuvo concluido Pam dio un grito de asombro.

—¡Es el mismo hombre que vi junto a la fuente el domingo!

—¿Aquel que creíste que estaba buscando algo? —indagó Jean.

—Sí. Ése. ¡Nos has proporcionado una pista estupenda, Oz! Vamos a contárselo a tío Russ y a los chicos. Me parece que he oído el coche.

Cuando Pam y Jean subieron las escaleras del sótano, el dibujante entraba en el camino de la granja. Las niñas corrieron hacia el coche haciendo ondear una hoja de papel. Antes de que Pete, Teddy y tío Russ hubieran salido del coche, Jean gritó:

—¡Ya sabemos quién robó las monedas del museo! ¡Mirad, aquí tenemos su retrato!

—Vaya. Es un buen boceto —aseguró el padre de Jean—. ¿Quién lo ha hecho?

—Oz —contestaron las niñas a coro.

—Bueno, ¿y quién es ese hombre?

—No sabemos cómo se llama, tío Russ —dijo Pam—, pero el otro día yo le vi paseando junto a la fuente que está frente al Ayuntamiento.

Una vez estuvieron todos en la sala, la excitación que despertaban aquellos misterios, fue haciéndose cada vez mayor. Cuando todos quedaron enterados de las novedades que tenían que comunicarse, Jean mostró a su padre más dibujos de Oz.

—Este muchachito tiene muy buen estilo —afirmó tío Russ, pasando un brazo sobre los hombros del niño delgaducho—. Tienes verdadero talento.

El niño se sintió muy complacido, mas, a pesar de ello adujo tímidamente:

—Pero yo quisiera ser detective como Pete y Pam.

—¿Y qué es lo que pensáis hacer ahora sobre estos asuntos? —preguntó tío Russ a los niños.

—Puede que llevemos a la policía el dibujo que ha hecho Oz del sospechoso, para que puedan empezar a buscar a ese hombre —sugirió Pete.

—Pero no estamos seguros de que sea él el ladrón —le recordó Pam—. No estaría bien que le arrestasen si no ha sido él. Tenemos que procurar ver primero a ese hombre para hacerle algunas preguntas. Así veremos si se porta como culpable.

Pete estuvo de acuerdo con su hermana.

—Y según cómo reaccione, entonces acudiremos a la policía.

—Lo primero que haremos, mañana por la mañana, será ir a la fuente a vigilar por si vuelve ese hombre —dijo Pam.

—Mientras vosotros os ocupáis de eso yo iré a ver al señor Turner para ver si él puede ayudarnos a descubrir cuál es el roble del tesoro —propuso Pete.

Tío Russ asintió:

—Me parecen muy bien esos planes. De ese modo podréis resolver los dos misterios.

Mientras él hablaba, se oyeron coches por el camino. Llegaba tía Marge con el señor y la señora Hollister, e inmediatamente detrás de ellos apareció el coche de la señora Brill que iba a buscar a Oz y a su sobrino. Joey no estaba a la vista, pero, cuando su tía le llamó, salió de una zona boscosa.

—¿No les ha dado ningún disgusto hoy? —preguntó la señora Bill, mientras Joey cruzaba corriendo el campo en dirección al coche.

—Nada, nada —repuso tío Russ, generoso—. Creo que este chico necesita retozar por los bosques y quemar su exceso de energías.

Joey pareció tranquilizado, al ver que no se explicaba a su tía nada más. Entonces, él y Oz entraron en el coche.

—He pasado un buen rato, mamá —explicó Oz, nerviosísimo—. Pete ha solucionado el misterio del chelín del roble. Mañana, el señor Turner, el guarda forestal, le ayudará.

—Vuelve otra vez, Oz —le invitó Jean—. Puede que papá te dé lecciones para que dibujes historietas.

El enclenque muchachito parecía muy dichoso cuando su coche se puso en marcha.

Durante la cena, los inquietos niños volvieron a contar todos los sucesos del día. Cuando tío Russ empezó a trinchar un gran pollo, Sue declaró que sentía mucha pena por el águila de cabeza blanca.

—Tiene gracia. ¿Y por qué? —preguntó su madre—. ¿No dices que te gustaría volar por el cielo como un águila?

—Sí. Pero es que ahora me acuerdo de que ese águila de cabeza blanca se debe parecer mucho a este pollo.

A todos les hizo gracia la ocurrencia y Pam explicó a su hermana menor que el águila de cabeza blanca se llamaba así sólo por la mancha blanca que tenía en la cabeza. No tenía ningún parecido con un pollo.

—Ah, bueno —dijo Sue, tranquilizada.

—Pete, ya no os quedan más que unos cuantos días para resolver estos misterios —recordó el señor Hollister a su hijo mayor—. Volvemos pronto a casa.

—¡Canastos! —Se alarmó Ricky—. Pero, papá, no podemos volver a casa hasta que esté todo arreglado.

—¡Qué lástima! —murmuró Holly, mientras pasaba el plato para que le sirvieran una segunda ración de la blanca carne del pollo—. Eso quiere decir que hace ya mucho que estamos aquí.

—Mañana dedicaremos el día a hacer investigaciones otra vez —dijo Pete, explicando luego a sus padres los planes que tenían.

El señor y la señora Hollister se mostraron conformes, aunque dijeron que les gustaría que Holly y Sue se quedasen en casa con Leo. Las dos pequeñas aceptaron y se sintieron contentas porque tía Marge prometió permitirles que la ayudasen a hacer pastelillos de manzana.

Cuando, a la mañana siguiente, Polvoriento pasó por la carretera en el autobús encontró a los Hollister esperando.

—Adentro todos —dijo el hombre, abriendo las puertas—. Hoy precios de billetes especiales. En lugar de una moneda de veinticinco centavos, sólo dos monedas de veinticinco centavos.

—Si en lugar de dinero fuesen mordiscos, ¿también pediría usted ración doble? —preguntó Jean con una sonrisa.

—Precisamente por si haces eso, es por lo que te cobro doble medio billete —dijo el conductor, haciendo un guiño a los otros niños.

Polvoriento puso en marcha el autobús que empezó a traquetear y rugir, avanzando en dirección a Crestwood. El conductor miró a sus jóvenes pasajeros por el espejo retrovisor y preguntó:

—¿Dónde está el resto de la tribu?

—Están en casa, haciendo pastelillos de manzana —repuso Pam.

—¡Caramba con Leo! Por lo visto, es capaz de hacer cualquier cosa de persona.

Los niños se echaron a reír. Cuando llegaron a la plaza de la población el conductor despidió a sus jóvenes viajeros, diciendo alegremente:

—No os olvidéis de traerme un trozo del pastel de manzana que haya hecho Leo.

Después de decir al hombre, repetidamente, adiós con la mano, los niños iniciaron sus serios trabajos detectivescos. Se acordó que Pam, Jean y Teddy harían guardia en puntos estratégicos, cerca de la fuente, por si podían descubrir al ladrón de las monedas antiguas Entretanto, Pete y Ricky irían a visitar al señor Turner al Ayuntamiento.

Los dos muchachos se separaron, bajaron las escaleras camino de los sótanos y corrieron a la oficina del señor Turner.

—Buenos días —saludó amablemente el hombre—. ¿Qué están haciendo hoy estos jóvenes detectives?

—Necesitamos su ayuda, señor Turner —dijo Pete, explicándole luego cuáles habían sido las pistas que les habían llevado a visitar la colina del Águila de Cabeza Blanca.

—Si se ha escondido algo en uno de esos árboles, va a ser muy difícil encontrarlo —opinó el guardabosques.

El señor Turner explicó que cualquier agujero o corte practicado en un árbol deja una señal que perdura siempre.

—Pero una rama rota deja la misma señal —añadió.

—¿Quiere usted decir que no se puede distinguir si la señal que queda ha sido hecha por accidente o a propósito? —preguntó Pete.

—Temo que es eso lo que ocurre. Y daría bastante trabajo examinar todas las marcas de esos viejos robles.

—Claro. Habría trabajo para meses —calculó Ricky con un suspiro.

—Exactamente. Y podría ser que nunca se llegase a encontrar el tesoro. —De repente los ojos del señor Turner se iluminaron—. Déjame ver otra vez esa moneda, Pete.

Cuando el muchacho le dio lo que él había pedido, el señor Turner lo estudió atentamente.

—Podría ser que las ramas de árbol que hay que buscar tengan una forma parecida a las de este roble de aquí.

—¡Zambomba! No había pensado en eso. Gracias, señor Turner.

—Pero también así existe un problema. Con los árboles llenos de hojas será difícil ver las ramas.

—De todos modos, lo intentaremos —afirmó Pete.

—Procuraré ayudaros —dijo el señor Turner.

—¿Cuándo? —quiso saber Ricky.

—Iré a buscaros mañana a las diez —prometió el guarda forestal.

—Estupendo.

Los dos muchachitos dieron las gracias al señor Turner y marcharon corriendo hacia la fuente, para ayudar a los otros. Cuando se aproximaban a los altos penachos de agua pudieron ver a Pam y Jean que atisbaban, ocultas entre los árboles. Teddy estaba agazapado tras un banco de poca altura.

Pam vio acercarse a sus hermanos y, casi al mismo tiempo, se fijó en un hombre que se acercaba a la fuente. El corazón de la niña empezó a latir aceleradamente. Era el hombre que había visto el domingo… y el mismo que había dibujado Oz. Pam estaba segura de que era el ladrón.

El hombre se acercó rápidamente a la fuente de los deseos y se inclinó sobre ella, mirando dentro. Cuando él hizo aquello, Pam con una indicación hizo entender a los demás que debían aproximarse al desconocido.

Al verles, el hombre empezó a retroceder, pero Pam se colocó a su lado, preguntando:

—¿Sabe usted lo que ha pasado con las monedas desaparecidas?

Los ojos del desconocido se abrieron inmensamente cuando vio el cordón formado por niños que se iba aproximando a él. Sin decir una palabra, el hombre se abrió paso entre Pete y Ricky, y de un empujón empezó a correr.

—¡Deténgase, ladrón! ¡Deténgase! —gritó Pam.

El hombre se lanzó en línea recta hacia un estropeado y viejo coche aparcado junto a la acera, mientras los niños se lanzaban furiosamente en su persecución. En una carrera desesperada, Pete y Teddy alcanzaron al hombre y le cogieron por los brazos, mientras Ricky daba un salto y se aferraba al cinturón del desconocido.

—¡Policía, policía! —gritó Jean.