UN DESCUBRIMIENTO ASOMBROSO

—¡Leo! ¡Leo, ven! —llamaba Jean, mientras todos buscaban al desaparecido animal.

—¿A dónde puede haberse ido? —preguntó Teddy.

—Es un perro tan grande que en seguida lo veremos… ¡Si no lo han robado! —concluyó Pam.

Pete propuso que cada uno buscase al perro de San Bernardo por una dirección diferente.

—Nos reuniremos delante de la casa de comidas dentro de cinco minutos. Si entonces todavía no hemos encontrado a Leo lo comunicaremos a la policía.

Los niños se dividieron de dos en dos: Teddy y Jean, Pete y Ricky, Holly y Pam. Todos miraron tras los coches aparcados y los arbustos de la plaza de la ciudad, e incluso fueron a ver tras las pequeñas tiendecitas con salida a la calle principal, pero no se veían ni rastro de Leo. Preguntaron a los peatones… Nadie recordaba haber visto al peludo perrazo de San Bernardo.

Por fin, los seis desilusionados niños se reunieron frente a la casa de comidas, Ricky y Holly eran quienes se sentían más pesarosos, porque habían sido ellos los que llevaron al animal a la ciudad.

A Pete se le ocurrió pensar que, acaso, alguna persona había logrado atraer a Leo al interior de su coche y en seguida se había marchado con el animal en el vehículo.

—Bueno. Lo que tenemos que hacer ahora es pedir a la policía que nos ayude a encontrarle —resolvió el muchachito.

Mientras decía esto salió Polvoriento de la casa de comidas.

—¿Por qué estáis tan tristes? —Preguntó el hombre, al darse cuenta de la expresión preocupada de los seis—. Estáis igual que si hubierais perdido a vuestro mejor amigo.

—Es que lo hemos perdido —afirmó Jean, con los ojos llenos de lágrimas—. ¡Leo se ha escapado!

—No os preocupéis. Ese viejo perezoso no habrá ido muy lejos —respondió el hombre, deseando animarles.

En aquel momento se le ocurrió echar un vistazo a su autobús, que había dejado estacionado junto al bordillo, hacia la mitad de la calle.

—¿Habéis entrado vosotros en el autobús? —preguntó.

—No —respondió Pam.

—Pues la puerta está abierta y yo la dejé cerrada.

Polvoriento corrió hacia su vehículo, seguido muy de cerca por los seis niños.

—¡Qué frescura tienen algunos clientes! —exclamó Polvoriento, apoyando ambas manos en sus caderas, mientras miraba al interior 4el autobús.

Todos subieron, descubriendo que el perrazo estaba dentro, tan tranquilo como si fuera un viajero de dos pies, sentado, esperando a que saliese el autobús.

—Hasta parece que se impacienta —observó Jean, yendo a abrazar al peludo animal.

—¡Fuf, fuf! —resopló Leo y todos se echaron a reír.

—Se ha tomado la libertad de abrir la puerta, ¿eh? —dijo Polvoriento—. Pues también va a pagar su billete. Vamos a ver, Leo. Son veinticinco centavos.

Teddy ayudó a levantar la pezuña derecha a su perro y el conductor del autobús fingió cobrar el billete.

—Gracias, hombre. Así está mucho mejor —rio Polvoriento.

Ricky objetó entonces:

—Pero todavía no volvemos a casa.

—Está bien. Leo ha pagado su billete para el próximo viaje —se conformó el conductor.

Los niños bajaron del autobús, seguidos por Leo.

—Es casi la hora de ir a buscar a Oz junto al cine —recordó Pete—. Hay que darse prisa.

A los pocos minutos llegaban en tropel bajo la marquesina del cinematógrafo y, cuando se acercaban al callejón, Pete dijo:

—Esperad aquí que voy a echar una mirada. Si esto es una trampa de Joey Brill hay que estar preparados.

Pete se arrimó a la pared del cine y miró hacia la otra esquina. En el callejón no había otra persona más que Oz Brill, que estaba en pie, junto a su bicicleta, y parecía muy abatido. Pete hizo señas a los otros para que siguieran y se aproximó a Oz.

—Hola, Pete —saludó Oz, demostrando alegrarse al ver al resto de los Hollister tras Pete—. ¿Qué tal estáis? Me alegro de veros.

—¿Qué quieres? —preguntó Pete desconfiando—. ¿Es que Joey ha preparado alguna trampa?

En pocas palabras Oz les explicó que estaba pasando una situación desagradable por culpa de la visita de Joey. Su primo no hacía más que provocarle y buscar pelea en cuanto podía.

—¿Y por qué hace eso? —preguntó Jean, mirando con gran simpatía al niño de aspecto débil y apocado.

—Porque le dije que vosotros, los Hollister, me gustabais. Me retorció el brazo y me obligó a decir que me había equivocado.

—Bueno. ¿Y qué quieres que hagamos nosotros? —preguntó Teddy.

Oz bajó los ojos, avergonzado, respondiendo:

—No lo sé. Pero ¿no podríais conseguir que me dejase en paz mi primo?

—Me gustaría poderle hacer volver a Shoreham para que no siguiese molestándote —aseguró Pam, compasiva, y, al momento, preguntó—: ¿Te ha oído telefonear?

—No —replicó Oz, moviendo negativamente la cabeza—. He llamado desde la cabina pública que está junto al museo.

—Entonces te habrás enterado de lo del robo —dijo Jean.

—¿El robo? No. ¿Qué es?

Pam le puso en seguida al corriente de lo que había pasado.

—¿Has visto a alguien sospechoso salir del edificio, mientras telefoneabas, Oz? —preguntó luego la niña.

Después de pensar unos momentos, el chico repuso:

—La única persona que he visto ha sido un hombre que llevaba una bolsa oscura, muy grande. Fue muy de prisa hasta un coche antiguo y se alejó en él.

—¿Qué dirección tomó? —preguntó Pete, interesadísimo.

Cuando Oz repuso que había salido en dirección a la granja de los Hollister, las caras de todos se sonrojaron de excitación.

—¡Oz, ésa es una pista muy importante! —exclamó Pete—. Esa carretera es la única que sale de la ciudad hacia el oeste, ¿verdad, Teddy?

Cuando su primo le contestó afirmativamente, Pete propuso ir por aquella carretera en el autobús, por si veían el coche que Oz había descrito.

—¿Y yo qué? —Preguntó tristemente el delgaducho Oz—. ¿Qué voy a hacer?

Jean pensó unos momentos y al fin dijo:

—Tengo una idea. ¿Y si os invitamos a Joey y a ti a visitarnos para que paséis un día de diversión con nosotros?

—A mí me parece muy bien —afirmó Pam.

—Así podremos vigilar a Joey todo el día, si es que viene —observó Teddy.

Pam pensó que quizá lograría convencer a Joey para que fuera más amable con su primo pequeño.

Los ojos del chiquillo se iluminaron al oír todo aquello. Jean le prometió enviar en seguida una invitación y Oz se despidió de los Hollister y pedaleó hacía su casa, que se encontraba en Glenco.

—¡De prisa! —dijo Pete—. ¡Vamos a tomar el autobús! Va a salir en seguida.

Seguidos por Leo, que corría perezosamente tras ellos, los niños se lanzaron a toda velocidad hacia la parada del autobús. Polvoriento acababa de poner en marcha el vehículo y no habría visto a sus amiguitos si Pete no se hubiera adelantado y golpeado la puerta. El conductor frenó en seco y todos entraron en el autobús.

Dentro había media docena de pasajeros, entre ellos un señor mayor de aspecto gruñón. Al ver que Leo se subía a un asiento, aquel hombre llamó la atención del conductor, diciendo:

—¡No se permite llevar perros en los autobuses!

Polvoriento miró a todas partes con cara de inocencia, preguntando:

—¿Un perro?

—¡Sí! ¡Aquel grande que está ahí sentado!

Los niños esperaban excitadísimos la respuesta de Polvoriento, que dijo tranquilamente:

—¡Ah! Leo es diferente. Como se cree una persona…

—¡Humm! —gruñó el señor protestón—. Bueno. Adelante, adelante que tengo prisa.

Pete tomó asiento detrás del conductor y le preguntó si quería echar un vistazo por si descubrían el viejo coche de que Oz había hablado.

—Claro que lo haré —aseguró el hombre, guiñando un ojo—. Llevó demasiado tiempo siendo conductor de autobús. Me gustaría jugar con vosotros a los detectives.

Polvoriento y los niños iban mirando a derecha e izquierda mientras salían de la ciudad y luego por la carretera vecinal que llevaba a la granja de los Hollister. Habrían recorrido medio camino cuando Pete exclamó de repente:

—¡Mire, Polvoriento!

Pete señalaba hacia un caminillo lateral donde se veían huellas recientes de neumáticos que llegaban hasta la orilla de un arroyo, a corta distancia de la carretera.

—Merece la pena investigar —opinó Polvoriento, deteniendo el autobús.

Mientras los demás salían, Holly habló con el perro.

—Vamos, Leo. ¡Vamos!

Con un gruñido de resignación el perrazo se deslizó del asiento, se dirigió perezosamente hasta la puerta y saltó a tierra.

—Vamos, conductor —apremió acremente el viajero gruñón—. Continúe, que tengo muchísima prisa.

Polvoriento miró a Pete y con un encogimiento de hombros dijo:

—Lo siento, pero no puedo esperaros. Tengo que continuar el viaje.

—No importa —repuso Pete—. Gracias. Ya haremos a pie el resto del trayecto.

Cuando el autobús se alejó los niños siguieron las huellas de neumáticos hasta la orilla del riachuelo. Leo se tumbó a la sombra de un árbol.

—Éste es un buen lugar para la pesca —dijo Teddy—. He oído a papá hablar de él.

—¡Y el ladrón puede ser un pescador! —declaró Pam.

—Mirad. Allí hay otra vez huellas de dos ruedas de coche. Debió de bajar hasta el río y, un poco después, otra vez a la carretera. —Pete siguió la dirección de las huellas y, al volver junto a los otros, comentó—: Parece que el coche volvió a la ciudad.

—Pero ¿qué hacía ese coche por aquí? Eso es lo que yo quisiera saber —murmuró Teddy.

Los niños inspeccionaron el terreno por todas partes. Crecían eneas a ambos lados del riachuelo y, a cosa de medio metro, un gracioso sauce se arqueaba sobre un remanso del arroyo.

Ricky dio unos pasos por la orilla y de repente llamó a los otros.

—¡Eh! ¡Mirad! Ahí flota algo.

Todos se acercaron corriendo cuando Ricky señaló un trozo de tela negra que se movía en las ondeantes aguas. Aquella tela se había quedado prendida por un extremo en una de las ramas inclinadas del sauce.

—¡Puede que sea de la caja de las monedas! —Exclamó Pam—. ¿No os acordáis de que estaba forrada de terciopelo negro?

—¿Cómo podríamos coger esa tela? —preguntó Holly.

—Ese remanso es demasiado profundo para poder vadearlo —se lamentó Jean.

Pete resolvió el conflicto, diciendo:

—Tengo una idea. Voy a bajar hasta esa rama del árbol. Luego podré bajar por ella y cogeré la tela.

Entonces Jean acababa de descubrir una caña de pesca, oculta entre los arbustos. La niña sacó de su bolsillo un imperdible y llamó:

—Pete, puedes usar esto para coger esa tela —dijo, mientras clavaba el imperdible en la caña—. Así no tendrás que acercarte tanto al final de la rama.

—¡Buena idea! —afirmó Pete.

El chico cogió lo que su prima le ofrecía y, en seguida, empezó a trepar por el árbol, sobre las inquietas aguas.

—Ve con cuidado, Pete —le aconsejó Teddy—. No llegues demasiado al extremo de la rama. A mí fríe parece que está podrida.

Pete trepó con precaución hasta llegar a una zona del árbol que quedaba sobre el mismo centro del riachuelo. Entonces, sujetándose fuertemente con ambos pies y una de las manos, bajó la caña provista de imperdible y logró coger la tela que serpenteaba sobre el agua. En seguida, tiró hacia arriba de la caña.

—¡Ya la tengo! —exclamó Pete, triunfal.

Pero su grito fue seguido de un tenebroso «crack» que se produjo cuando la rama del sauce se quebró.