HOLLY BALA-DE-CAÑÓN

Al oír la advertencia, Pete se hizo rápidamente a un lado y giró sobre sí mismo, y estuvo a punto de dejar caer la máquina al agua. Joey Brill, que acababa de llegar por detrás, se encontró con las manos empujando en el aire, y no sobre Pete, como había deseado.

La fuerza con que se había lanzado estuvo a punto de hacer caer al camorrista al agua, pero, sin embargo, se detuvo a tiempo con la cara roja de vergüenza. Al cabo de un momento llamó:

—Ven, Oz. Estos Hollister son demasiado presumidos para que se pueda jugar con ellos.

Hasta entonces los Hollister no se habían dado cuenta del otro chico que acompañaba a Joey. Tendría unos diez años y era delgado, enfermizo y cargado de espaldas. Además, tenía ojos de estar asustado. Era el mismo que viera Pam ante la cabina telefónica. Joey le hizo una indicación con la cabeza, mientras echaba a correr alrededor del estanque. El muchachito llamado Oz echó una ojeada hacia atrás, como si temiera que los Hollister le pegasen.

Inmediatamente, Pete dio la máquina a Sue y salió tras el camorrista. Ricky y Holly también emprendieron la persecución. Oz corría detrás de Joey y, en el preciso instante en que Pete estaba a punto de alcanzarles, los otros dos se metieron en una zona de estacionamiento, penetraron en un coche y cerraron la puerta.

—Si sois valientes, salid y venid a pelear —les retó Pete.

Por toda respuesta, Joey sacó la lengua y se llevó las manos a la cabeza y empezó a juntar y separar los dedos pulgares como si aplastase algo entre ellos.

—¡No puedes atraparnos! —gritó, haciendo extraños visajes.

—Sois dos gallinas —vociferó Holly, indignadísima.

Los tres Hollister dieron media vuelta y se encontraron frente a una señora gruesa, la cual les miró muy seria.

—¿Qué pasa aquí? —preguntó, acercándose al coche.

Joey abrió la puerta y empezó a decir:

—Son los Hollister de Shoreham, tía Thelma. Querían pegar a Oz.

—¡Oh, qué mentiroso! —se escandalizó Holly.

Pete hizo callar a su hermana y luego dijo a la señora quién era y le explicó lo que verdaderamente había ocurrido.

—Soy la señora Thelma Brill —repuso ella—. Joey es mi sobrino y Osmar mi hijo.

Les informó también de que Joey estaba pensando unos días con ella, mientras sus padres acudían a un congreso.

—No queríamos pegar a Oz, porque no nos ha hecho nada —afirmó Pete.

La señora Brill miró severamente a Joey.

—Os dije que no salierais del coche mientras yo iba a un recado. Si me hubierais hecho caso no habría pasado nada de esto.

Pete se disculpó por haber hecho correr a Oz de aquella manera. A pesar de que tenía cara de susto, parecía un muchachito simpático.

La señora Brill se despidió de los Hollister y éstos volvieron en seguida a la fuente.

—¡Canastos! ¡Qué primo más tonto debe de ser Joey! —Comentó Ricky.

—Es una pena que Osmar no tenga unos primos como Teddy y Jean —razonó Holly.

Al dar la vuelta a la esquina de la plaza, próxima al Ayuntamiento, Ricky y Holly vieron un viejo cañón que estaba al otro lado de la calle, pasada la fuente. Los dos hermanos corrieron hacia allí, mientras Pete se reunía con los otros. Sue le devolvió la máquina fotográfica en tanto que Pete explicaba a las niñas lo ocurrido.

—Lo siento por Oz —dijo la compasiva Pam—. ¡Parece que está tan asustado!

—Mientras no crea las mentiras que Joey le contará de vosotros… —murmuró Jean.

Pete hizo varias fotografías, una de ellas con todas las niñas tirando unos peniques al estanque, mientras formulaban sus deseos.

—Deseo que vengáis a visitarnos más a menudo —dijo Jean, dejando caer su penique al agua.

Pam deseó que Joey no maltratase a Oz y Teddy hizo saber que estaba esperando correr una gran aventura, mientras sus primos estuvieran en Crestwood.

Pam dio a Sue un penique para que lo echase al agua y, al dejarlo resbalar de su mano gordezuela, la pequeñita declaró:

—Quiero un perro como Leo para que juegue con Zip.

Entre tanto, al otro lado de la calle, Ricky y Holly contemplaban el viejo cañón. A un lado había un montón de viejos proyectiles en forma de balas. Ricky quiso coger la bola que estaba encima, pero comprobó con desencanto que estaban todas pegadas.

—¿Es que querías disparar? —preguntó Holly, retorciéndose las trencitas.

Ricky se encogió de hombros y hundió las manos en los bolsillos de su pantalón. Luego sonrió, asegurando:

—Tendríamos que poder jugar a algo con este cañón.

—¿Te acuerdas de aquel circo donde disparaban a una señora por un cañón? Podíamos jugar a eso —propuso Holly.

—Sí. Pero sólo figurado.

—Claro, tonto. No hay ningún cañón donde no pueda caber yo.

Antes de que Ricky pudiera decir sí o no, Holly trepó por la negra boca del cañón y luego, cogiéndose con piernas y brazos, fue avanzando hacia el final.

Volvió la cabeza para mirar a Ricky y anunció, esperanzada:

—Me parece que podría meter dentro las piernas.

—¡Canastos! ¡Eso sería estupendo! Así podríamos figurar que cargábamos el cañón y… ¡puuummm! parecería que tú volabas por el aire.

—Pero yo sola no puedo meterme. Ven a ayudarme, Ricky.

Ricky corrió a colocarse bajo la boca del cañón, se puso de puntillas y ayudó a Holly a introducir las piernas en el negro orificio.

Holly resbaló hacia dentro, quedando oculta hasta la cintura.

—Anda, Ricky —ordenó Holly—. ¡Dispara el cañón!

Ricky se acercó a la parte posterior, aparentó disparar y en seguida gritó:

—¡Patapooom!

Su voz llegó hasta el otro lado de la calle y fue oída por los niños que estaban en la fuente.

—¡Por Dios! —Se asustó Pam—. ¿No veis a Holly?

—Vamos a sacarla de ahí. Puede hacerse daño —dijo Pete.

Seguidos por Sue, los niños que estaban en la fuente corrieron en tropel hacia el cañón.

—Mirad —llamó Holly, haciendo ondear los brazos como si fueran las alas de un pájaro—. Estoy volando por los aires.

—Muy bien. Ya has jugado bastante —repuso Pete—. Ahora baja. Tío Russ llegará en seguida.

Pete y Teddy lograron coger las extendidas manos de Holly.

Pete comenzó a contar:

—Uno, dos, tres…, ¡salta!

Pero Holly no se movió.

Los muchachos tiraron de ella nuevamente.

—¡Huy! Me vais a arrancar los brazos —se lamentó Holly—. No me puedo mover. ¡Estoy pegada!

Al oír aquello, Ricky se deslizó por la parte posterior del cañón para poder coger a su hermana por los hombros y tirar. Pero tampoco eso dio resultado. ¡Holly se había quedado incrustada en el cañón!

Al oír los gritos de angustia de los niños, acudió un grupo de mayores a prestarles ayuda. En aquel momento apareció tío Russ, cuyos ojos se desorbitaron al ver a su sobrina. Tampoco los mayores que se habían acercado pudieron libertar a Holly.

—A lo mejor tenemos que dispararla como en el circo —opinó Ricky, entre suspiros de preocupación.

Holly no sabía si reír o llorar, pero decidió demostrar a todos que era valiente cuando tío Russ dijo:

—Me parece que tendremos que avisar a los bomberos.

Holly no hizo más que suplicar:

—Pero que no me echen agua. Ya me portaré bien.

Ágil como un mono, Ricky bajó del cañón, corrió hasta la esquina y tocó la alarma de fuego. Dos minutos después, y entre sonoros aullidos de las sirenas, llegaban los coches de bomberos a la plaza mayor de la ciudad. Tío Russ saludó a los hombres con una forzada sonrisa.

—Una niña se ha quedado encajada en ese cañón —dijo, sacudiendo la cabeza.

—Menos mal que no es para salvar un gato subido en un árbol —comentó uno de los bomberos, el cual se dirigió a otro que llevaba una cinta plateada en el casco, preguntando—: ¿Qué sugiere que hagamos, jefe?

El jefe de los bomberos ordenó a uno de sus hombres que sacase de uno de los coches un pequeño extintor.

—El líquido que sale de aquí es jabonoso y espumoso. Creo que dará resultado.

Observado por Holly, que parecía más asustada que divertida, el jefe de bomberos colocó una pequeña manguera entre la espalda de Holly y el frío metal del cañón.

Flip…, flip…, flip… El líquido jabonoso alcanzó todo el cuerpecito de Holly.

—¡Ay! ¡Qué frío está! —se quejó la niña.

—Pero es húmedo y resbaladizo —replicó el jefe de bomberos.

El hombre dejó en seguida el extintor a un lado y cogió a Holly, mientras todo el mundo miraba atentamente. Holly se deslizó de la boca del cañón, como una pepita de melón se desliza de los dedos de un niño.

—Ya estás libre, jovencita —dijo el jefe de bomberos, dejándola sobre la hierba—. Y en adelante no te acerques a los cañones.

Holly movió la cabeza, asintiendo, pero estaba tan aturdida que echó a correr hacia la furgoneta.

—Ésta es la segunda vez que nos vemos metidos en un lío, hoy. Estas niñas… —comentaron Ricky, dándose mucha importancia.

Con la barbilla temblorosa, Holly se sentó en el suelo de la parte posterior del vehículo y no se movió en todo el trayecto de regreso a casa. Cuando salieron de la furgoneta, Pam y Jean fueron con ella a la habitación de los invitados y cerraron bien la puerta.

—No te preocupes, guapina —dijo Pam, cariñosa—. Nosotros te daremos una ducha y quedarás como nueva.

—Desde ahora te llamarás Holly Bala-de-Cañón —dijo Jean, guiñándole un ojo.

Una gruesa lágrima resbaló por la nariz de Holly, que empezó a hipar, aunque al mismo tiempo la broma de su prima le obligó a reír.

—No volveré a ser nunca una bala de cañón.

Cuando Holly estuvo limpia y las tres niñas fueron a la sala, encontraron que el señor y la señora Hollister, con tía Marge habían vuelto de hacer la visita. Ricky fue el primero en contar el accidente de su hermana.

—Y tú le ayudaste a meterse en el cañón —murmuró la señora Hollister, moviendo la cabeza desaprobadoramente—. Hijitos, habéis tenido un día insoportable.

Tío Russ comentó:

—Me parece que estos jovencitos hacen muchas más diabluras de las que hicimos nosotros nunca.

En aquel momento Teddy se apresuró a preguntar:

—¿Tú nunca has hecho travesuras, papá?

—Claro que no. Casi nunca —concluyó, mirando a su hermano con una sonrisa.

—No quiero quitarte la razón, papá —dijo Teddy que estaba sacando de su bolsillo una cuartilla de papel amarillo—. Pero he encontrado unas notas del colegio en la trastera.

Tío Russ se mostró sorprendido y preguntó:

—¿Son notas mías?

—Sí —asintió Teddy—. Las notas de las asignaturas no están mal, pero por detrás hay una advertencia del profesor.

—¿Sí? Dejadme saber lo que dice —pidió, juguetona, tía Marge.

En un tono muy serio, Teddy leyó:

—«Tengan la bondad de reprender a Russell y a su hermano John. No hacen más que molestar a las niñas, tirándole de las trenzas».

Las carcajadas que estallaron tras la lectura de aquella nota casi pudieron oírse en la fuente de Crestwood.