EL ESTUCHE DEL HURACÁN

El huracán había llegado de modo tan violento e inesperado que los Hollister quedaron paralizados por el terror. Su furgoneta saltó impetuosamente, bamboleándose de un lado a otro. A través del atronador rugido del viento se percibía el crujido de ramas desgajadas cuando los árboles gigantescos se venían abajo.

Unos segundos más tarde, el huracán se había alejado con la misma rapidez con que llegara. Ahora, en lugar de encontrarse en una bonita calle bordeada de árboles que proyectaban su agradable sombra, los Hollister se vieron en medio de una jungla de ramajes y hojarasca entre la que estaba casi enterrado su coche.

Durante unos minutos nadie dijo nada, hasta que al fin se oyó la voz de la señora Hollister.

—¿No hay nadie herido? —preguntó, mirando a sus hijos.

Pete y Pam estaban tendidos en el asiento; Ricky, medio atontado, levantó la vista desde el suelo, donde había caído. En la parte trasera de la furgoneta, Holly acababa de ponerse en pie, muy asombrada, mientras Sue aparecía al mismo tiempo asustada y divertida, con Mimoso y Medianoche montados sobre su cabecita. Cuando se levantó para librarse de los temblorosos gatitos todos se echaron a reír y los ánimos se tranquilizaron bastante.

—¡Demonio! —Exclamó el señor Hollister—. Hemos estado más cerca de un huracán de lo que nunca había deseado.

Pete apoyó la mano en la puerta para abrirla, pero su padre se apresuró a advertir:

—Que todo el mundo permanezca dentro. Puede haber cables eléctricos desprendidos entre las ramas. Esperaremos aquí hasta que vengan a ayudarnos.

Mientras él hablaba, su mujer había encendido la radio del coche y una voz dijo calmosamente:

—Aquí el Cuartelillo de la Brigada de Socorro dirigiéndose a todos los residentes de la localidad. Si están ustedes en sus casas o en sus coches permanezcan donde estén. Pronto se les ayudará. Repetimos: ¡no salgan al exterior!

Recuperados ya del susto, los Hollister observaron la escena que les rodeaba. Cuatro grandes árboles, arrancados de raíz, les habían encajonado completamente. Una gruesa rama de uno de los árboles desplomados pendía amenazadora sobre la techumbre del coche.

—¡Canastos, esto sí que es una buena aventura! —se entusiasmó Ricky—. Ya veréis cuando volvamos a casa y lo contemos…

Las voces de los niños sonaban repletas de excitación, mientras gastaban bromas sobre su situación apurada.

Habían transcurrido veinte minutos cuando Pam dijo:

—Si todas las calles han quedado tan mal como ésta, puede que tengamos que quedarnos aquí toda la noche.

—Tío Russ y tía Marge deben de estar preocupadísimos por nosotros —observó la señora Hollister.

Sin embargo, minutos más tarde, llegó hasta ellos el zumbido de un potente motor.

—¡Viva! —exclamó Pete—. Vienen a ayudarnos.

A través de la hojarasca vieron aparecer dos camionetas. Cuatro hombres, empuñando sierras de motor, iban cortando las enormes ramas. Luego, un hombre alto y delgado, de faz alargada y ojos grises e inexpresivos, saltó sobre las ramas y troncos que cortaban el paso, hasta colocarse junto a la furgoneta.

—¿Están todos bien? —preguntó.

—Afortunadamente, sí —repuso el señor Hollister.

—Me llamo Turner —dijo el hombre, presentándose—. Soy el jefe de los guardabosques de la localidad. Les sacaremos de esta trampa lo antes posible.

Tras él, otro hombre saltó sobre un tronco. Llevaba un casco blanco y una chaqueta de cuero. Cuando los niños le vieron la cara prorrumpieron en un ahogado grito de asombro.

—¡Tío Russ! —exclamaron todos a un tiempo.

—Pero ¡si es mi hermano! —Gritó el señor Hollister, asomando por la ventanilla—. ¡Qué bonita manera de venir a saludarnos!

—Es que soy un hombre muy ocurrente —sonrió Russ, que se volvió entonces al guardabosques para decir—: Harry, te presento a mi hermano John y a su familia. —Se echó a reír al comentar—: Tiene gracia este encuentro, aquí, en medio del agreste Crestwood.

—Pero… Pero, tío Russ, ¿no habrás dejado de dibujar historietas? —preguntó Holly.

—Desde luego que no —fue la respuesta—. Lo que ocurre es que soy un voluntario de la Patrulla de Socorro de Crestwood.

—¡Canastos! ¡Eso es estupendo! ¿Me dejarás llevar alguna vez tu casco? —preguntó Ricky.

—Sí, hombre* Tenlo ahora.

Y Russ Hollister tendió el casco a su sobrino, quien se lo puso, airosamente ladeado.

—¿Cómo están Marge y los niños? —se interesó la señora Hollister.

—Están bien. Afortunadamente, el huracán no ha alcanzado nuestra granja. Sólo han sido asoladas dos manzanas de calles. —Dirigiéndose al guarda forestal preguntó—: ¿Hay cables desprendidos por aquí, Harry?

Cuando el señor Turner contestó que no había peligro por aquella zona los niños salieron del coche.

—Podéis mirar mientras apartamos los árboles —les dijo el guardabosques.

Turner y el tío Russ cogieron una sierra y empezaron a cortar el tronco del gran olmo, que había bloqueado desde más cerca el paso del vehículo.

«Ziiinng, ziiinng», parecía decir la sierra, mientras cortaba el grueso leño. Por fin el gigantesco tronco cayó a un lado, dejando a la vista multitud de vetas circulares que iban desde el centro a la corteza del árbol. Holly y Ricky que habían subido al capot del vehículo para presenciar mejor el trabajo, prorrumpieron en exclamaciones de sorpresa.

—¿No habíais visto nunca el interior de un árbol grande? —preguntó el señor Turner.

Cuando los niños le dijeron que no, él les explicó que aquellos anillos mostraban la edad del árbol.

—Entreteneos en contar los anillos —propuso, sonriente, el señor Turner.

Luego, él y tío Russ, con la ayuda de dos obreros, se pusieron a la tarea de apartar el tronco.

Pam, que era muy rápida en las cuentas, ayudó a sus hermanos.

—Hay sesenta y siete anillos, señor Turner —anunció.

—Eso quiere decir que el árbol tiene sesenta y siete años. Es más viejo que cualquiera de los que estamos aquí.

El señor Hollister se quitó la chaqueta y se unió a tío Russ y a los demás hombres de la Brigada de Socorro, para ayudarles a quitar todos los árboles y ramas que cortaban el paso.

Pete había recibido permiso para ocuparse, entretanto, en apartar las ramas más pequeñas. Cuando las llevaba junto al bordillo de la acera contempló las raíces de los grandes árboles que se habían desplomado.

—¡Eh, mirad esto! —exclamó al ver un objeto que había quedado aprisionado entre las retorcidas raíces.

Apartó la tierra que se había acumulado allí y sacó un viejo estuche de metal. Ricky, al verlo, exclamó:

—¿No veis lo que ha encontrado Pete?

Y echó a correr en dirección a su hermano, seguido de las niñas.

—¿Dónde lo has encontrado? —quiso saber Pam.

—¿Qué hay dentro? —preguntó Holly.

—¡Canastos! ¡Ábrelo ya! —se impacientó Ricky.

—No puedo —repuso Pete—. La cerradura está enmohecida. —Se acercó entonces el estuche al oído y lo sacudió ligeramente—. Suena algo dentro.

Entusiasmado, el muchacho fue a mostrar la caja metálica a su padre, a tío Russ y al señor Turner.

El guardabosques examinó su hallazgo.

—Alguien enterraría esto hace años y las raíces crecieron sobre la caja —opinó.

—Llevadlo a casa —propuso tío Russ—. Allí tengo las herramientas necesarias para abrirlo.

Por fin, quedó abierto un camino para que pasase la furgoneta.

—Nos veremos luego —dijo tío Russ, despidiéndoles con un movimiento de la mano—. Tengo más trabajo que hacer antes de volver a casa.

—Aquí tienes tu casco, tío Russ —dijo Ricky, sacándolo por la ventanilla trasera—. Y gracias por habérmelo dejado.

—Adiós. Y venid a visitarme a mi oficina del ayuntamiento. Os enseñaré mi museo de árboles —prometió el señor Turner.

—Iremos —aseguró Pam, haciendo ondear la mano para despedirse de su nuevo amigo.

El señor Hollister probó el motor del vehículo. Estaba en buenas condiciones y, por lo tanto, la furgoneta pudo avanzar lentamente por las calles, llenas de rastros del reciente huracán, de las afueras de Crestwood. Al poco, el vehículo penetró en una pequeña carretera vecinal. Recorridos algunos kilómetros se adentró en un prado bordeado por un muro de piedra. Pronto vieron los Hollister una elevación de terreno donde se levantaba una linda casa, construida al estilo de un rancho y rodeada de arbolado. Tras ella, se veía un viejo granero y a un lado un moderno y pequeño edificio de una sola planta.

—Es el nuevo estudio de tío Russ —hizo saber la señora Hollister—. Ya nos había escrito hablando de él.

En aquel momento dos niños salieron corriendo de la casa, saludando con la mano y dando voces de bienvenida. Teddy Hollister, de once años, tenía cabellos negros y ojos grises y vivaces. Su hermana Jean tenía nueve años y una melena color castaño, muy lisa.

—¡Teddy! ¡Jean! —llamó Pam.

En cuanto la furgoneta se detuvo todos los niños saltaron fuera.

—Yo voy a ver a tía Mar ge —declaró Holly.

Echó a correr a través del prado, para verse enseguida abrazada por una señora delgada y muy guapa que se aproximaba a toda prisa a los recién llegados.

—¡Qué alegría! ¡Menos mal que no habéis resultado heridos en este terrible huracán! —exclamó tía Marge, mientras acompañaba a sus invitados al interior de la casa.

—Tío Russ nos ha salvado —aseguró Ricky.

—Y el señor Turner también —declaró Holly—. Y un árbol de sesenta y siete años casi nos aplasta.

Sue iba detrás, llevando la caja de las flores que casi era tan grande como ella.

—¡Qué bonitas! —exclamó su tía cuando la chiquitina se las entregó. Abrió la tapa para sacar las rosas de té que colocó en un jarrón—. Nunca olvidáis estos detalles.

Cuando se hubieron llevado todas las maletas a la casa, Pete sacó la colección de peniques para enseñársela a sus primos.

—Esto está muy bien —aseguró Teddy, sacando del estuche azul una moneda para examinarla.

—Nosotros tenemos una hucha llena de peniques —notificó Jean—. Vamos a abrirla.

Corrió a su habitación, y en seguida, regresó con una morsa de barro muy grande.

—¡Vaya una hucha! —se burló Ricky.

—Bueno… Es una morsa-hucha —explicó Jean, en cuya carita se formaron unos hoyuelos al sonreír.

Sacó un corcho de la parte baja de la figurilla y de ella salieron varias docenas de peniques. Los niños se apresuraron a comprobar las fechas de cada una de las monedas.

—¡Vaya! Tenemos cinco más en nuestra colección de peniques —observó Pete.

Mientras tanto, Sue y Holly, que se habían cansado de mirar las monedas, se dedicaron a explorar la granja. En tanto que Holly atisbaba por la ventana del nuevo estudio de tío Russ, su hermanita empezó a corretear por el granero.

Sue había desaparecido durante unos minutos cuando, de repente, volvió corriendo. Tenía la carita enrojecida por la excitación y gritó sin aliento:

—¡Ayudadme! ¡Ayudadme! ¡Hay un león detrás del granero!