Una enorme y gorda serpiente de tela y alambre salió de la caja, irguiéndose entre Will y Joey. Antes de que los camorristas se hubieran recuperado de su espanto, Pete y Pam salieron de su escondite. Pam se apoderó de la serpiente, mientras su hermano cogía la cajita.
—¿Por… qué no nos dijisteis que… era un juguete de asustar? —tartamudeó Joey, sofocado y rabioso.
—Ya te dije que no sabíamos lo que había en las cajas —respondió Pete.
—Te ha estado bien empleado —aseguró Pam, mientras aplastaba a la serpiente para introducirla en la caja—. ¡Así otra vez no intentaréis robar nada en la tienda de papá!
—Sólo queríamos tenerlo un minuto —se disculpó Will.
Pero Joey no pensaba acabar con sus desagradables bromas. Intentó coger otra vez el juguete y Pete se lanzó entonces, para impedírselo. Juntos rodaron por el suelo. Como era más fuerte, Joey logró quedar sobre Pete, pero el muchachito Hollister arqueó la espalda y el camorrista salió disparado, golpeándose duramente. Pete se estaba levantando, apoyándose en pies y manos, cuando su contrario se ponía también en pie lentamente sobre la hierba.
—No sé por qué has tenido que ser tan bruto —se quejó Joey—. Vamos, Will; estos Hollister no saben aguantar una broma.
Los dos camorristas cruzaron la calle corriendo, mientras Pete y Pam regresaban al Centro Comercial. Cuando los dos mayores llegaron a la tienda, Ricky, Holly y Sue habían trasladado ya todas las cajas a las estanterías de los juguetes.
—¿Habéis atrapado a esos tunantes? —preguntó el señor Hollister.
—Sí. Y aquí está. «El Encantador de Serpientes» —contestó Pam.
—Parece que está un poco deslucido —observó el padre, que se acercó entonces a la caja registradora y sacó un dólar que entregó a Pam—. Aquí está vuestra paga. Y podéis quedaros con el «El Encantador de Serpientes» como bonificación.
—Gracias, papá —respondieron a coro los cinco hermanos.
Entonces, por turnos, fueron entreteniéndose en hacer saltar la serpiente de la caja. Después, Holly cargó con el nuevo juguete y todos marcharon al edificio de ladrillo rojo del banco, situado en el final de la calle.
Había varias ventanillas de pagos ante los mostradores de mármol del interior. Al fondo estaba abierta la grande y redonda puerta de la cámara acorazada. Ricky quedó fascinado por la puerta interior enrejada y las hileras de relucientes cajas metálicas.
Mientras Pam y los otros se aproximaban a una ventanilla, Ricky se acercó a la parte del fondo donde un hombre estaba a punto de cruzar la portezuela de la cámara acorazada. Un ayudante, sentado tras las rejas, manipuló un interruptor y la puerta quedó abierta. El primero de los hombres la cruzó y Ricky fue tras él.
«¡Canastos! ¡Qué sitio tan bueno para escondite!», pensó Ricky, mientras el ayudante introducía al cliente en el depósito.
Ricky habría entrado también si Pam no le hubiera visto. La niña echó a correr a la puerta y dijo en un susurro:
—Ricky, sal de ahí en seguida.
—Está bien —se conformó Ricky, pero en seguida fijó la vista en la sólida reja de acero.
—¡Sal, antes de que nos echen del banco! —insistió Pam con apuro.
Sonriendo, Ricky manipuló en el pomo de la puerta, pero no pudo moverlo.
—Me parece que habrá que tocar el interruptor —dijo, mirando la mesa en que había estado sentado el guarda.
A un lado de la mesa vio dos botones, uno blanco y otro negro. Ricky pulsó el botón negro, pero la reja no se movió. Volvió a insistir el niño, pero no consiguió nada.
—Prueba otra vez —pidió Pam.
Cuando Ricky hundió fuertemente el dedo en el botón, éste produjo un zumbido y Pam pudo abrir la puerta.
—Eres un demonio —sonrió la niña—. Ahora quédate aquí hasta que me den los peniques.
Observada atentamente por todos sus hermanos, Pam presentó el dólar en la ventanilla.
—Queríamos que nos lo cambiase por cien peniques.
El empleado bajó la vista y observó el estuche para monedas que llevaba Pam.
—¿Un nuevo entretenimiento? —preguntó el hombre.
—Sí. Empezamos hoy.
—El coleccionar monedas se va convirtiendo en una afición muy popular. Nuestros clientes no cesan de pedirnos peniques, piezas de cinco y diez centavos e incluso dólares de plata.
Mientras hablaba, el empleado dejó sobre el mostrador dos cilindros de cincuenta peniques cada uno.
—Gracias —dijo Pam, y después de titubear un momento, preguntó—: ¿Le gustaría a usted ver un penique verdaderamente antiguo?
—Sí, claro. ¿Tenéis alguno?
Pete rebuscó en su bolsillo, intentando encontrar el penique del año 1817. De pronto su rostro se ensombreció. De su bolsillo extrajo un cortaplumas, un botón, un largo clavo, una moneda de diez centavos y un pito, pero ningún penique.
—¡Oh! —exclamó Pam—. ¡Has debido de perderlo mientras te peleabas con Joey!
—Pues vamos ahora mismo a buscarlo —repuso Pete.
Cuando los cinco niños se acercaban a la puerta de salida aparecieron de improviso dos policías empuñando revólveres.
—¡Que nadie se mueva! —ordenó uno de ellos.
—¡Ay! —se asustó Holly, que en seguida fue a cogerse del brazo de Pete.
Una mujer que se encontraba ante otra ventanilla dio un grito al ver aparecer otros cinco policías por la puerta trasera y las laterales. Uno de ellos era el agente Cal Newberry, el simpático joven con quien los Hollister tenían una gran amistad.
Sue corrió hacia él y le rodeó una pierna con sus bracitos.
—¡Hola! —gritó alegremente la pequeña—. ¿Estáis jugando a algo?
Sin decir una palabra, Cal apartó suavemente a la pequeña y se unió a sus compañeros que estaban efectuando una búsqueda por el banco. Tras unos minutos de silencio y tensión, todo el mundo empezó a hablar a un tiempo.
—Silencio, hagan el favor —pidió uno de los oficiales, a quien Pete reconoció como el capitán Walters—. ¿Quién ha dado la alarma?
Nadie repuso cosa alguna, pero Pam se tornó repentinamente encarnada y sus ojos fueron a fijarse en los botones que había tras la reja del fondo. Luego echó una ojeada a Ricky, cuyos ojos empezaron a removerse con inquietud.
—Alguien ha tocado el timbre de alarma —repitió el capitán muy indignado—. ¿Ha sido usted, señor Clark? —preguntó al ayudante encargado de depósito de valores.
Pam se aproximó a Ricky para aconsejarle en voz baja:
—Será mejor que lo digas ahora mismo.
Ricky tragó saliva por dos veces. El remolino de sus cabellos rojizos se puso más tieso que nunca. Quiso hablar, pero no le salió la voz. Pam le hizo una seña, animándole.
Entonces Ricky carraspeó para aclarar la garganta y, con un hilillo de voz, murmuró:
—Creo que he sido yo.
—¿Cómo ha sido eso? Habla, jovencito —le ordenó el capitán Walters.
El agente Cal se aproximó rápidamente a Ricky y, poniéndole una mano en el hombro, pidió amablemente:
—Bueno. Dinos qué ha ocurrido.
Los ojos de Ricky brillaban, llenos de lágrimas, y su barbilla temblaba.
—Yo… yo… he tocado el botón negro. Pero no sabía que era para avisar a la policía. ¡De verdad!
—¡Uf! —gruñó el capitán, enfundando su revólver—. Bueno, muchachos. Hemos trabajado de prisa. Hemos llegado aquí a los tres minutos justos de haber sonado el timbre de alarma en el puesto. —Se volvió entonces a Ricky para decirle—: Que no se te vuelva a ocurrir nunca gastar una broma de éstas, hijo. Has asustado a la gente de este banco para todo un año.
—También yo me he asustado —confesó Ricky, tembloroso.
Los policías se marcharon, y los Hollister salieron del banco tan de prisa como pudieron. Pero, a pesar de su aventura, los niños no se habían olvidado de la moneda perdida. Por lo tanto se dirigieron rápidamente hacia el banco del parque, donde Pete había caído sobre la hierba con Joey. Al cabo de unos minutos de búsqueda, todos se encontraron verdes manchones de hierba en las rodillas, pero ninguna moneda.
—Puede que Joey o Will la hayan recogido —se le ocurrió decir a Holly, y señaló al otro lado de la calle, donde vieron a los dos chicos que entraban en la tienda de caramelos.
—¡A lo mejor van a gastarse allí nuestro penique! —exclamó Ricky enfurecido.
—Yo lo averiguaré —afirmó Pete.
El mayor de los Hollister cogió a Sue de la mano y cruzó la calle. Los demás le siguieron. Encontraron a Joey y a Will saliendo de la tienda y rompiendo los envoltorios de unos bastoncillos de chicle.
—¿Los habéis comprado con el penique que encontrasteis? —preguntó Pete.
—No. Teníamos cinco centavos —contestó Will—. ¡Eh! ¿De qué penique estás hablando?
—Hemos perdido un penique antiguo que vale dos dólares —dijo Ricky—. Pensamos que a lo mejor vosotros lo habíais encontrado.
—¿Cómo? ¿Un penique que vale dos dólares? —se mofó Joey.
—¡Era nuestro! —declaró Sue.
—Me alegro —repuso Will y pasó la mano ocupada con tres chicles, bajo la nariz de Pete—. Estoy invitando a mis amigos.
Luego, los dos amigos se alejaron lentamente sin cesar de reír.
Entristecidos, los Hollister echaron a andar camino de su casa. El trayecto era largo y a Sue le costaba trabajo ir al paso de sus hermanos. Cuando sus piernecitas regordetas estuvieron muy cansadas, Pete y Pam hicieron turnos para llevar a la chiquitina montada sobre sus hombros.
Por fin llegaron al sendero de su jardín, donde Zip les saludó con un ladrido y empezó a brincar a su alrededor.
Holly se apresuró a ir al desembarcadero donde, a primera hora de la mañana había colocado su caña de pescar.
—¡Apostaría algo a que he pescado un barbo! —afirmó.
Pete, Pam, Ricky y Sue entraron en la casa.
—Mamita —llamó Sue, entrando a saltitos en el cuarto de estar—. Tenemos peniques y una ser…
—¡Chist! —murmuró Pam—. No le digas todavía nada a mamá de «El Encantador de Serpientes». A lo mejor podemos gastarle una broma.
Y Pam escondió el juguete a su espalda.
—Hola, hijitos —dijo la señora Hollister, quitándose el delantal y saliendo de la cocina para saludarles—. ¿Habéis tenido suerte en la ciudad?
Con una sonrisa, Pete explicó:
—Hemos tenido buena y mala suerte.
Se hizo un silencio cuando los niños se miraron unos a otros. Por fin Ricky contó su aventura y Sue estalló en risillas.
La señora Hollister miró severamente a Ricky, movió de un lado a otro la cabeza y suspiró.
—¿Sabes una cosa, mamá? —se apresuró a decir Pete para cambiar de conversación—. Tenemos un nuevo entretenimiento. Coleccionamos monedas.
Y enseñó a su madre el estuche azul y los dos cilindros de cincuenta peniques. En seguida, rasgó el papel oscuro de los envoltorios para dejar caer los peniques sobre la alfombra. Todos, incluso la señora Hollister, se sentaron en el suelo con las piernas cruzadas para examinar las fechas de las monedas.
—Esto va a ser muy divertido —dijo la mamá alegremente—. Hace cientos de años que la gente colecciona monedas.
—¿Qué empleaba la gente como dinero antes de que se inventasen las monedas? —se le ocurrió preguntar a Ricky.
Mientras Pam se ocupaba de colocar las distintas monedas en cada agujero con la fecha correspondiente del estuche azul, la señora Hollister explicó a sus hijos que la gente primitiva utilizaba conchas marinas y dientes de animales para comprar las cosas que necesitaban.
—¡Oh! —exclamó Pete—. ¿Os imagináis yendo cada uno con el bolsillo lleno de dientes?
La señora Hollister añadió que los primeros colonos americanos se habían valido de pieles de castor, de rosarios de concha a los que llamaban «wampum» y hasta de tabaco a cambio de alimentos.
—¡Zambomba, qué lista eres, mamá! —exclamó Pete, que estaba reuniendo todas las monedas repetidas en una pila—. Ahora tenemos diez peniques en nuestra colección. ¿Qué hacemos con los demás?
—Podemos repartirlos y meterlos cada uno en nuestras huchas —propuso Pam.
Pam dividió el dinero en cinco grupitos y, entonces, Pete anunció a su madre:
—Tenemos que decirte una cosa sobre la mala suerte que hemos tenido hoy, mamá. He perdido la moneda de la suerte de Sue.
—¡Qué lástima! —exclamó la señora Hollister.
Pete le explicó cómo había ocurrido y ella dijo:
—¿Has buscado bien por todas partes?
—Creo que sí.
—Hay un sitio que es el escondite favorito de las monedas —sonrió la señora Hollister—. ¿Has mirado en las vueltas de los pantalones?
—Pues, no, ¡zambomba!
Los dedos de Pete rebuscaron rápidamente en la vuelta de la pernera izquierda. No había nada. Luego, su dedo índice resbaló por la pernera. Los ojos de Pete se abrieron enormemente por el asombro. ¡En la vuelta de la derecha estaba la moneda perdida!
—¡Viva! —gritó Ricky.
Sue empezó a saltar y echó los brazos alrededor del cuello de su madre.
—Mamita, te quiero mucho porque has encontrado la moneda.
—¡Qué sorpresa! —exclamó Pam.
Sue se acercó a su hermana mayor y preguntó a media voz:
—¿Podemos enseñar ahora a mamá la otra sorpresa?
Pam asintió, hizo surgir de su espalda la caja de «El Encantador de Serpientes» y la puso en manos de su madre.
—Ábrela —dijo su hija con los ojos relucientes.
La señora Hollister abrió la tapa de la caja y… ¡cling!… Saltó la serpiente ante la nariz de Pam.
—¡Oh! —chilló, echándose a reír—. Vaya una broma que me has gastado, mamá.
Todos rieron por aquella broma que había sido para la bromista y no para la madre como sus hijos esperaban, y la señora Hollister rio de tal manera que empezaron a lagrimearle los ojos. Mientras se secaba con el pañuelo, dijo:
—Éste es un día lleno de sorpresas. Yo tengo otra que daros.