—¡Ricky! ¡Holly! ¡Tengo un secreto! —gritó Sue Hollister.
La pequeña corría por la acera, en dirección a dos de sus hermanos, con uno de sus regordetes puños a la espalda.
Holly, de seis años, tenía dos más que Sue. Llevaba el cabello recogido en trencitas que casi siempre se le separaban, muy tiesas de su cabeza* En aquellos momentos, Holly caminaba lentamente, comiéndose un riquísimo helado de vainilla en forma de cucurucho.
Ricky, de siete años, era pecoso, pelirrojo y tenía una sonrisa traviesa. El helado de fresa que comía estaba casi concluido. Cuando estuvo junto a su hermanita pequeña dijo:
—A ver, Sue. ¿Qué secreto es ése?
—No puedo enseñárselo a nadie hasta que llegue a casa. La señora me ha dicho que no lo haga.
—¿Qué señora? —preguntó Ricky, impaciente.
—La señora periquito.
Holly sacó la punta de la lengua para recoger un poquito de helado y luego preguntó:
—¿Una señora periquito?
—No, no —replicó Sue, moviendo la cabeza de un lado a otro y haciendo flotar en el aire sus cabellos rubios—. Esa señora no era un pájaro. Tenía un pájaro.
Apresuradamente la pequeñita explicó que un periquito precioso se había escapado por una ventana abierta. La dueña del animalito estaba intentando volver a meterlo en la jaula cuando llegó Sue.
—El periquito estaba sentadito en una valla y yo me acerqué y le tomé —acabó de explicar Sue.
—¡Canastos! ¡Qué lista eres! —Exclamó Ricky, lleno de orgullo—. Pero ¿qué tiene eso que ver con tu secreto?
Sue contestó que ella había llevado al periquito a casa de la señora y lo metió en su jaula.
—¡Y por eso me han dado un premio! Ése es el secreto.
—Ya sé lo que es. Llevas una moneda de níquel escondida en la espalda —dijo Ricky.
Sue soltó una risilla, contestando:
—No es una cosa tan pequeña.
—¿Es un penique? —indagó Holly.
Cuando Sue asintió vigorosamente, Ricky dio un bocado que hizo desaparecer una buena parte de su helado y preguntó:
—¿Y qué secreto hay en tener un penique?
—Es un penique de la suerte —aseguró Sue—. Pero no voy a enseñároslo.
—Te dejo lamer dos veces mi helado si me lo enseñas —ofreció Holly.
Sue aceptó y pasó una vez la lengua sobre el helado. Inmediatamente abrió la mano y mostró su tesoro. En la palma de su mano tenía una moneda de cobre mucho más grande que los peniques que tenían costumbre de ver los niños. Estaba rodeada por trece estrellas, en el centro había una cabeza de la estatua de la Libertad y debajo la fecha de 1817.
Ricky miró la moneda muy solemnemente, como si estuviera enteradísimo de todo lo relativo a las monedas del año 1817.
—¿Dónde está la suerte de este penique tan grandote? —quiso saber, mientras mordisqueaba golosamente el último residuo del helado.
—Papá lo sabrá —repuso Sue, mientras se agachaba para volver a probar el helado de Holly.
—¡Oh! —Se lamentó Holly—. Te has llevado un trocito en lugar de lamer sólo.
Holly retiró la mano, pero la helada crema resbaló del dulce cucurucho y fue a caer sobre la acera. ¡Plaf!
—¡Oh! —exclamó también Sue—. Lo siento. Toma mi penique.
—No, gracias —replicó Holly—. Me parece que es el penique de la mala suerte.
En aquel momento salió por el sendero de casa de los Hollister un bonito perro pastor. Holly le llamó.
—Ven aquí, Zip.
Y la niña le señaló el helado caído que el animal se apresuró a tomar.
—Me alegro de que no se haya desperdiciado —declaró Holly, cuando los tres hermanos, seguidos de Zip, entraron corriendo en el jardincillo delantero de su casa.
La morada de los Hollister, situada en la población de Shoreham, era una casa grande y rodeada de amplios terrenos, Tenían prados a ambos lados y por la parte posterior quedaba limitada por el bello lago de los Pinos, donde había una barca de remos sujeta al amarradero.
Hacia la mitad del trecho situado entre el lago y la casa había un lecho circular de flores. Arrodillados allí estaban la señora Hollister y sus otros dos hijos, Pete y Pam. Los dos hermanos mayores estaban ayudando a su madre a trasplantar clavelinas en el reborde del jardín.
La mamá de los Hollister, una señora guapa y delgada, de cabellos oscuros, se irguió y se quitó los guantes de jardinería.
—Muchas gracias, Pete y Pam, por haberme ayudado —dijo a sus hijos mayores, con una sonrisa.
—Ha sido muy divertido —contestó Pete.
Pete tenía doce años, llevaba el cabello negro muy corto y siempre sonreía afablemente.
Su hermana Pam, de diez años, llevaba los negros cabellos peinados en una rizada melena. La niña dio unas palmaditas más sobre la tierra recién removida y se puso en pie en el momento en que Ricky, Holly y Sue iban corriendo al patio trasero.
Cuando se comunicó a todos la noticia de la moneda de la suerte, la señora Hollister dijo:
—Papá seguramente sabrá por qué es de la suerte. ¡Mirad, ahí llega!
Los niños se volvieron a contemplar la furgoneta que entraba por el sendero del jardín. Cuando el vehículo se detuvo, de él saltó el señor Hollister. Era un hombre alto, de aspecto agradable y atlético que se aproximó a su familia con paso ágil. El señor Hollister era propietario del Centro Comercial, establecimiento que era una combinación de tienda de juguetes, ferretería y almacén de efectos deportivos, situada en el centro de Shoreham.
Cuando Sue corrió al encuentro de su padre, él la cogió en brazos y la colocó sobre sus hombros. Luego, entre risas y bromas, los niños penetraron en tropel en la casa y se lavaron apresuradamente la cara y las manos antes de sentarse a la mesa.
El señor Hollister se sintió interesado por la moneda antigua y la examinó atentamente.
—¿Por qué es de la suerte, papá? —quiso saber Sue.
—Porque, probablemente, vale más de un penique.
Dicho esto el señor Hollister explicó que muchas monedas antiguas escaseaban y que, entonces, los coleccionistas pagaban un alto precio.
—Eso lo podremos averiguar fácilmente, John —opinó la señora Hollister—. Hay una tienda de compra y venta de monedas cerca del Centro Comercial.
—Es verdad —contestó el papá de los Hollister—. El señor Steinberg es un numismático y una gran persona.
—¿Qué dice que es? —preguntó Holly, retorciéndose una de las trencitas.
—Un numismático —repitió el señor Hollister—. Un numismático es un hombre que colecciona monedas.
Cuando terminaron de comer, Pete se puso inmediatamente en pie y propuso:
—Bueno. Vamos a la tienda de monedas.
Los cinco hermanos saltaron a la furgoneta y el señor Hollister les dejó ante el establecimiento numismático, situado entre otras dos tiendas más grandes. Un hombre que se sentaba tras el mostrador les saludó afablemente.
—Señor Steinberg —dijo Pete—, somos los hijos del señor Hollister y querríamos pedirle un favor.
—¡Hum! Dos de vosotros os parecéis a vuestro padre —replicó el señor Steinberg con una sonrisa—. ¿Qué es lo que deseáis?
Sue avanzó unos pasos y le tendió la moneda antigua.
—Es un penique de la suerte —anunció la pequeñita—. Papá dice que es de la suerte porque puede valer más de un penique.
El dueño de la tienda cogió la moneda, la miró por ambas caras e hizo saber a los niños:
—Está en buenas condiciones. Vale dos dólares.
—¿Lo veis? —gritó Sue, mirando a Ricky y a Holly—. Es una moneda de la suerte como dijo la señora periquito.
—¡Zambomba! —se asombró Pete—. Si las monedas antiguas valen tanto dinero, podría ser una buena idea empezar a coleccionarlas.
—Es una bonita distracción —dijo el señor Steinberg—. ¿Por qué no empezáis buscando monedas Lincoln? Os divertiríais mucho.
Entonces el señor Steinberg enseñó a los Hollister un cartón azul en el que había hileras de agujeritos para colocar las monedas. Debajo de cada agujero había una fecha impresa.
—Lo que interesa es encontrar una moneda de cada año.
—¿Cuánto vale este estuche? —quiso saber Holly.
—Veinticinco centavos.
—Muy bien —dijo Pete—. Lo compramos.
—Os voy a dar este catálogo que informa sobre las monedas indias antiguas —añadió el señor Steinberg—. No se ha acuñado ninguna desde 1909. Aquí encontraréis descritas toda clase de monedas raras.
Después que Pete le dio las gracias y pagó el estuche para monedas, el dueño de la tienda dijo:
—Lo primero que podríais hacer es ir al banco y cambiar un dólar en peniques. Así podréis conseguir varias cabezas de Lincoln para vuestra colección.
Los niños volvieron a dar las gracias al señor Steinberg y salieron de la tiendecita, dirigiéndose directamente al Centro Comercial.
—Es una buena idea lo que nos ha dicho el señor Steinberg —dijo Pete, sonriendo—. Lo malo es que yo no tengo un dólar.
—Podríamos ganarlo —sugirió Pam.
—¿Dónde podríamos encontrar trabajo?… —añadió Holly.
—¡En el Centro Comercial! —propuso Ricky—. Puede que papá quiera contratarnos.
Incluso a Sue le pareció aquello una buena idea. La pequeñita dio a Pete la moneda para que estuviese más segura, y su hermano guardó aquel tesoro en el sillo.
Cuando entraron los Hollister en la tienda de su padre, el señor Hollister acababa de atender a un cliente.
Esta vez Sue no corrió a abrazarle, sino que dijo muy formalmente:
—Señor Hollister, estamos buscando trabajo.
—Eso es —dijo Ricky con una sonrisa maliciosa—. Tenemos que ganarnos un dólar.
Rápidamente contaron al señor Hollister todo lo relativo a su visita a casa del señor Steinbarg y le mostraron el estuche para guardar monedas.
—¡Magnífico! Me alegro de que hayáis encontrado una nueva distracción —dijo el señor Hollister—. Tengo un trabajo para vosotros. Venid conmigo.
El señor Hollister llevó a sus hijos a la parte trasera de la tienda y abrió una puerta lateral que daba a un callejón. Allí había una caja de cartón casi de la misma altura que Pete. Estaba abierta y se veían en ella muchas cajas pequeñas en cuya parte superior se leía: «El Encantador de Serpientes».
—Ése es vuestro trabajo —les informó el señor Hollister—. Llevad cuidadosamente todo esto a la tienda y ponedlo en la estantería de los juguetes. Cuando hayáis terminado, os daré un dólar.
—¡Canastos! —se entusiasmó Ricky—. ¿Y qué es esto del Encantador de Serpientes, papá?
—Un nuevo juguete. Cuando hayáis terminado el trabajo os dejaré ver uno. Pero no abráis ninguno antes.
—¡Qué bien! ¡Otra sorpresa! —chilló Sue, llena de felicidad.
Pete se acercó a la caja grande y sacó de ellas las cajas pequeñas, dando dos o tres a cada uno de sus hermanos para que las fueran llevando dentro. Estaban casi terminando su trabajo cuando, en el callejón, aparecieron dos muchachos. Ricky fue el primero en verlos.
—Chist. ¡Mira quién viene, Pete!
Su hermano levantó la vista y comprobó que se acercaban Joey Brill y Will Wilson. Joey era un muchacho de la edad de Pete, pero más fuerte. Siempre tenía aspecto de encontrarse descontento y continuamente molestaba a los Hollister. Su amigo Will tenía casi su misma estatura y siempre iba acompañando a Joey, al que apreciaba mucho, sin que los Hollister pudieran comprender por qué.
Sin decir ni hola, Joey empezó a reírse de Pete.
—¡Ja, ja! Tu padre os hace trabajar —exclamó, insultante.
Pete no contestó, pero Holly, que acababa de aparecer por la puerta, oyó al chico y repuso:
—Nos estamos ganando un dinero. Eso es lo que pasa.
—¡Ja, ja! —se burló ahora Will, imitando a su amigo—. Debéis de ser muy pobres cuando tenéis que trabajar.
—Eso no es asunto vuestro —replicó Pete—. Bueno, marchaos ya.
Joey se inclinó sobre la gran caja que ahora estaba ya casi vacía. Vio las cajitas pequeñas y leyó:
—«El Encantador de Serpientes». ¿Qué es? ¿Algo nuevo?
—Es un juguete, aunque no sabemos de qué tipo —explicó Pam, mientras Pete le entregaba varias cajas.
—¿No sabéis lo que es? —preguntó Joey con una risilla de burla y sorpresa—. Bueno. Vamos a abrir una.
—¡No toques! —advirtió Pete, apartando la mano de Joey—. No podemos mirarlo hasta que hayamos terminado este trabajo.
—¿Quieres decir que permites que tu padre os mande en una cosa así? —preguntó Joey, con desprecio.
—¡Salid de aquí! —ordenó Pete—. Esta zona es propiedad privada.
—Muy bien —asintió el camorrista.
Se volvió, como si hubiera decidido marcharse, pero de repente metió la mano en la gran caja y sacó de ella una cajita del «Encantador de Serpientes».
—Deja eso —gritó Pete.
Intentó recuperar la cajita, pero no lo consiguió, y Joey y Will lograron salir corriendo del callejón a la calle.
Al instante, Pete y Pam se lanzaron en su persecución. Sin embargo, los otros dos pudieron cruzar la calzada cuando en el semáforo lucía luz verde, que se tornó roja al llegar al bordillo Pete y su hermana.
—¡Qué mala suerte! —se lamentó Pete, mientras esperaban a que llegase el turno de detenerse a los coches.
Los dos niños cruzaron entonces el pequeño parque, situado en el centro de la población. Allí miraron a uno y otro lado, pero Joey y Will no aparecían por ninguna parte.
—¿Cómo pueden haberse evaporado así? —se extrañó Pam.
—¡Mira! ¡Mira! —exclamó Pete, señalando hacia la parte más lejana del césped—. Aquellos arbustos de detrás del banco se mueven. Puede que estén escondidos allí.
Buscando, uno por uno, detrás de todos los arbustos, Pete y Pam fueron quedando también ocultos, hasta que llegaron junto al gran banco de cemento del parque. Entonces pudieron ver que Joey y Will estaban escondidos allí.
Pete oyó a Will murmurar roncamente:
—Bueno, no hay ni señales de ellos. Vamos a abrir el estuche.
Antes de que Pete y Pam pudieran llegar junto a los chicos, Joey levantó la tapa del estuche. ¡Al momento dio un grito agudo!