UNA BOLSA DE PEPITAS DE ORO

Los Hollister se apartaron apresuradamente, en el momento en que un gran pedazo del techo del túnel se desprendía y chocaba en el suelo con estrépito. La galería se llenó de polvareda y todos empezaron a toser y estornudar.

—¡Huy! Per… perdonadme —pidió Ricky, con voz trémula.

—Por tu culpa estoy toda sucia —reprendió Sue a su hermano.

Dinamita dijo que habían tenido suerte porque la imprudencia del niño podía haber dado peores resultados. Luego, enfocó su linterna sobre la roca desprendida y comprobó que, afortunadamente, no era tan grande como para bloquearles, al regreso, la salida.

—De ahora en adelante, tener muchísimo cuidado —advirtió—. El lugar marcado con la X no está lejos de aquí y conviene que lleguemos allí todos enteros.

Enfocando las linternas sobre la oscuridad, el grupo siguió avanzando. Al cabo de un rato, Dinamita se detuvo y señaló a un lado del túnel.

—Éste es el lugar marcado con la X.

En un principio, los buscadores no vieron nada anormal ni interesante en el lugar. Con cuidado de no tocar nada, todos fueron pasando la luz de linterna en torno a las paredes rocosas.

Al poco rato, Pam preguntó:

—¿Qué es esto, señor Judson?

La niña señalaba el extremo de una alcayata clavada en la roca.

—Tienes buena vista —alabó el minero.

Con mucha precaución tocó la alcayata; no se movía. El hombre dio un tirón más fuerte y de pronto, la larga pieza de metal se balanceó. Dinamita tiró más fuerte y cuando el metal estuvo fuera, aproximó la linterna para iluminar la pequeña abertura.

—Puede que en ese túnel haya oro —dijo el viejo—. Veo una pequeña cripta.

Valiéndose de la alcayata para escarbar, Dinamita apartó los pedacitos de roca suelta.

—¿Hay algo dentro? —preguntó Pam, muy nerviosa.

—Sí hay —contestó el minero, intentando meter la mano por el orificio. Pero como el agujero era demasiado pequeño, Dinamita decidió—: Será mejor que utilicemos a uno de los pequeños para este trabajo.

—Yo tengo la mano pequeña —ofreció Holly, en seguida.

—Muy bien. Acércate.

Holly metió la mano en el agujero y sus dedos tocaron una saqueta de cuero, no mucho más grande que su puño. Cuando la sacó, Teddy empezó a dar zapatetas, al tiempo que gritaba:

—¡Hurra! ¡Hurra! ¡Lo hemos encontrado! ¡Hemos encontrado el tesoro!

La tira de cuero que cerraba la saqueta estaba corroída por la humedad y resultó muy fácil quitarla. Las linternas de todos los presentes iluminaron el objeto encontrado.

Dinamita dio un sonoro silbido de admiración.

—¡Son pepitas de oro!

—Verdaderamente creo que ése es el tesoro que buscábamos —sonrió tío Russ.

—¡Y es nuestro! —fue lo que opinó en seguida Ricky.

—Puede que alguien tenga puesta una denuncia sobre la desaparición de este oro —objetó tío Russ.

—¿Alguien como Ben Roebuck o Emmet Gallagher? —dijo Jean.

—¿Cómo has dicho? —preguntó el señor Judson con asombro, mirando fijamente a los Hollister—. Hace años que no oigo hablar de esos hombres. ¡Viejos rastreadores de minas! Creí que habían muerto hace años.

Mientras hacían el camino de regreso a través de los túneles, Pam contó al minero todos los motivos y aventuras de su viaje a Alaska.

—¡Por todos los infiernos! —exclamó Dinamita—. Creo que yo puedo añadir algunos detalles al asunto.

—¡Diga! ¡Diga! —pidió Pete.

El señor Judson explicó que hacía muchos años, un ladrón robó un puñado de pepitas de oro al señor Gallagher. Las había escondido en una mina, pero nadie pudo saber qué mina era, ni en dónde se encontraba.

—Más tarde, el ladrón murió.

—¿Sin haber dicho a nadie su secreto? —quiso saber Pete.

—No. Dio el mapa del escondite a un renegado amigo suyo; éste escondió el mapa en un tótem de la región Haida.

—Entonces, ¡ése era el tótem que encontramos ayer nosotros! —dijo Pete inmediatamente.

—Eso es —repuso Dinamita, que ya guiaba a los Hollister a la puerta por donde se filtraba la luz del día—. Veréis. Después de esconder el mapa, el hombre hizo creer a los indios que aquel tótem daba mala suerte. El jefe de la tribu acabó haciendo desaparecer el tótem, pero no dijo a nadie a dónde lo había llevado.

Tío Russ se echó a reír, diciendo:

—«Oreja» Farley nos hizo un buen favor al encontrar el tótem.

—Sí —concordó la señora Hollister—, pero a mí me gustaría recuperar, también, el dinero y las otras cosas que ese Farley nos quitó.

Cuando llegaron a Juneau, los Hollister dieron las gracias a Dinamita Judson por la ayuda que les había prestado y se despidieron de él. En seguida corrieron a buscar su equipaje para ir a tomar el avión y regresar a Sitka: estaban deseando devolver su tesoro al señor Gallagher.

Llegaron a la antigua capital fundada por los rusos, en ocasión en que las barcas pesqueras iban deteniéndose en el muelle, concluido su segundo día de participación en el Derby. Rossy y Beth vieron salir a los Hollister del avión anfibio y fueron a toda prisa a saludarles.

—¡Pete, tu salmón sigue siendo el más grande de todos los pescados! —anunció Rossy.

Con su simpática sonrisa, Beth dijo muy orgullosa:

—Mi hermano recibió ayer un premio. Pescó el más grande de los salmones plateados y le dieron un carrete precioso para su caña.

—¡Felicidades! —dijeron los Hollister a coro.

—La policía encontró a Farley, que todavía tenía el dinero y las demás cosas que os había quitado —explicó Beth—. Las han enviado ya a vuestra casa de Shoreham.

Todos se alegraron de saber que el ladrón ya no andaba suelto y no podría causar más perjuicios a nadie.

Entonces se dispusieron a ir a dar al señor Gallagher la buena noticia. Acordaron que fuera Pam quien llevase la saqueta de las pepitas de oro, los Hollister y los dos hermanos indios se pusieron en camino y encontraron al señor Gallagher en el prado de la Casa de los Pioneros. Cuando el viejecito oyó todo lo que los niños le explicaban, apenas podía creerlo.

—¡Mis pepitas de oro! ¡Al cabo de tantos años…! —exclamó muy emocionado—. Las repartiré con vosotros.

—No, no, señor Gallagher.

—No sé cómo daros las gracias.

Mientras hablaba, al viejecito se le habían llenado los ojos de lágrimas que tuvo que enjugarse con el pañuelo. Cuando logró dominar aquellas lágrimas de alegría, preguntó:

—¿Querrían ustedes llevar la mitad de estas pepitas a Ben Roebuck, a Shoreham?

—Lo haremos con mucho gusto —dijo la señora Hollister.

El señor Gallagher contó las relucientes pepitas y las dividió en dos partes iguales, poniendo veinte de ellas en la mano de la señora Hollister.

—¡Y díganle a Ben que se divierta con ellas! —dijo con una cascada risilla.

Después de hacer unos cuantos dibujos rápidos del anciano explorador, tío Russ dijo:

—Ahora tendremos que marcharnos, señor Gallagher.

El dibujante explicó que había planeado tomar un avión de Sitka a Ketchikan, en donde encontrarían el avión de la compañía para la que trabajaba.

—Pasaremos la noche en Ketchikan y mañana saldremos para Estados Unidos.

Al oír aquello, Rossy y Beth se pusieron tristes.

—Me habría gustado que os quedaseis aquí más tiempo…, mucho —murmuró la niña india.

—Os escribiremos —prometió Pam.

Los Hollister volvieron a aproximarse al muelle, donde tío Russ estuvo vigilando cómo pasaban los equipajes de un avión a otro.

—¿Y la cabeza de cuervo? —preguntó Teddy.

—Va en mi maleta —repuso su padre—. Es el recuerdo que me llevo de Alaska.

Aterrizando en Ketchikan, los viajeros fueron a ver a los pilotos que habían dejado el gran avión en el aeropuerto de la isla Annette. Los aviadores quedaron sorprendidos al enterarse de las aventuras que habían corrido los niños en el corto tiempo transcurrido desde que se separaron.

Por la mañana, mientras el avión surcaba los aires, aproximándose más y más a Shoreham, todo los Hollister pensaban con cariño en su casa. De repente, todos prestaron atención al altavoz, por el que estaba hablando el piloto.

—Acabamos de recibir un mensaje especial para Pete Hollister. Atención que lo leo: «Has ganado Derby Salmón Sikaro. ¡Felicidades! Firmado: Rossy».

—¡Zambomba!

—¡Canastos!

—¡Hurra, hurra! ¡Olé!

La señora Hollister se llevó las manos a los oídos, mientras los gritos de los niños sobrepasaban el ronroneo de los motores. Pero al mismo tiempo sonrió, complacida, sintiéndose orgullosa de su hijo.

—¡Lo has ganado, Pete! —gritó Pam, abrazado cariñosamente a su hermano.

—¿Y qué dan de premio? —preguntó Ricky.

Tío Russ era el único que lo sabía y fue quien contestó:

—Una motora de una plaza.

—Se la regalo a los hermanos Kindue —dijo Pete, sin siquiera pararse a pensarlo.

—Eres un muchacho bueno y generoso.

—Son Rossy y Beth quienes se merecen el premio. Sin su ayuda yo no habría pescado ni un salmón enano.

—¿Quieres que demos esa noticia por radio a los Kindue? —preguntó tío Russ.

—Sí, sí. En seguida —contestó Pete.

El dibujante entró en la cabina de mandos y dio instrucciones a Chet para que enviase el mensaje.

Cuando volvió de la cabina y se sentó, tío Russ empezó a hacer varios bocetos con las amables y risueñas caritas de los felices niños Hollister.

—¡Esperad a que contemos a nuestros amigos todo lo que hemos pasado en Alaska! —rió Ricky, haciendo un guiño—. No nos van a creer.

Holly, apoyando la barbilla en la mano, dijo compasiva:

—Pobre Joey Brill. ¡Dios quiera que ya se le hayan curado todos los granos de la hiedra venenosa!

En aquel momento, el aviador volvió a hablar por el altavoz:

—Llega otro mensaje de Rossy y de Beth.

Y un momento después leía:

—Un millón de gracias por motora. Buena suerte a todos. Esperamos tío Russ haya conseguido personajes. ¡Que veamos pronto a los Felices Hollister en historietas cómicas!