—Esta piedra se le ha debido de caer a Pete —dijo Ricky muy nervioso, haciendo saltar una y otra vez la piedrecilla en la palma de su mano—. Es igual a las que encontramos en el glaciar.
—Es verdad —concordó Pam—. Si encontramos más, podremos saber la dirección que ha tomado Pete.
Todos se pusieron a buscar por aquella zona y Teddy encontró otra piedrecilla igual a la que vio Ricky. La tercera la encontró el jefe de policía.
—Ya vamos adelantando algo —dijo ya contento, el policía. Y mientras se atusaba sus retorcidos bigotes y miraba con los ojos entornados a la lejanía, comentó—: Esto demuestra que Pete al llegar aquí ha tomado dirección norte.
Esta deducción resultó acertada, pues cuando el grupo se desvió a la izquierda, empezaron a aparecer más piedras blancas y redondeadas. Continuaron gritando sin cesar y, al fin, pudieron oír un hilillo de voz que llegaba desde los árboles, por la zona oeste.
—¡Pam! ¡Tío Russ!
—¡Estamos aquí, Pete! —repuso inmediatamente Pam.
—¡Sigue donde estás! —ordenó tío Russ—. ¡Nosotros llegaremos en seguida!
Y todos los buscadores de Pete siguieron subiendo en la dirección de donde llegaban los gritos del muchacho. Cuando llegaron junto a él, le encontraron apoyado en el tronco de un árbol, casi totalmente agotado. Pero aún logró sonreír y exclamar:
—¡Zambomba! Creí que no iba a salir nunca de estos bosques. —En seguida volvió a ponerse serio y dijo con voz quejosa—: Creo que Farley se ha escapado.
—Dejaremos que le atrapen mis hombres —dijo el policía—. Vamos. Tu madre está esperando.
Y el policía explicó a Pete dónde habían quedado las señoras cuidando de las dos pequeñas.
Pronto llegaron a donde estaban éstas y todas se mostraron muy alegres al ver a Pete sano y salvo.
Y cuando todos estaban más contentos, Sue cogió la mano de Pam y lo más silenciosamente que se lo permitió su vocecilla chillona, dijo a su hermana:
—El pobrecito cuervo se ha hecho daño.
La negra madera esculpida era demasiado pesada para la pequeña que no pudo levantarla en alto y hubo de empujarla hacia Pam.
—¿Lo ves? ¡Se le está cayendo la «nariz»!
Pam cogió la madera y la sonrisa se borró de sus labios cuando al tocar el pico del pájaro notó que estaba casi desprendido. Por un momento quedó silenciosa y perpleja. Luego exclamó muy excitada:
—¡Mirad! ¡Mirad todos!
Dando suaves tirones del pico hacia adentro y hacia afuera, acabó sacándolo de donde estaba encajado.
—¡Canastos! —gritó Ricky al ver el pico suelto en la mano de Pam.
¡Debajo de la cabeza del cuervo había un gran orificio!
Sin atreverse a decir qué era lo que esperaba encontrar allí, Pam metió su mano en el agujero. Rozó algo que crujía y al momento sacó la mano sosteniendo un pliegue de pergamino.
—¡Lo has conseguido, Pam! —exclamó Pete—. ¡Has encontrado el secreto!
Con dedos temblorosos, Pam desdobló el pergamino.
—¡Por todos los salmones de Alaska! —masculló con incredulidad el jefe de policía—. Pero ¡si es un mapa!
Y tanto el policía como toaos los demás se aproximaron a Pam para poder ver mejor. Sobre el papel había diversos trazos confusos y en el extremo de una de las líneas sobresalía una gran X negra.
—¿Qué opina usted que es esto, señor Harris? —preguntó tío Russ.
—A mí me parece que se trata de una mina. Fíjese bien. Esto deben de ser los túneles y pasadizos.
Mientras los mayores trataban de aquel asunto con todo interés, la chiquitina Sue, cansada de estar de puntillas y no poder ver ni entender nada de lo que ocurría, se inclinó a contemplar la cabeza del cuervo, desprovista ahora de pico. Sue se lo llevó arrastrando, hasta un rincón, dedicándole ternezas:
—¡Pobrecito mío! ¡Pobre cuervo «percioso»! No llores nada. Yo te «poneré» la nariz para que estés curado otra vez.
Cuando la pequeña se disponía a sentarse sobre unos musgos, oyó ruido entre los árboles y se volvió a mirar. Haciendo crujir cuanto quedaba bajo sus poderosas zarpas, un gigantesco oso pardo avanzaba a toda prisa. ¡Y Sue quedaba en pleno camino de la terrible fiera!
—¡Qué miedo! ¡Venid! —chilló la pobrecilla, viendo avanzar hacia ella al horrible oso.
Instantáneamente, Pam corrió junto a su hermana, la cogió en brazos y se apartó a toda prisa del camino que seguía el oso.
El animal continuó su avance en línea recta. Pero al llegar a los musgos en donde acababa de estar Sue, se detuvo y se irguió, apoyándose únicamente en sus patas traseras.
—¡Gritad! ¡Hay que producir alboroto! ¡Que todo el mundo haga cuanto ruido le sea posible! —ordenó el policía Harris.
Saliendo del momentáneo pánico que les había tenido mudos, todos se dedicaron a producir un enloquecedor estrépito. El enorme oso dio un paso al frente y sus ojos relucientes miraron al grupo que se desgañitaba gritando… Y al fin, asustado ante aquella barahúnda, bajó al suelo sus patas delanteras, dio media vuelta y desapareció en el bosque.
—¡Gracias, Dios mío! —exclamó la señora Hollister, que luego alabó a Pam por lo valiente que había sido, corriendo a salvar a su hermanita—. Bueno. Y ahora ya habéis visto lo que es el oso pardo de que tanto hablan las gentes de Alaska.
Una inesperada risilla contenida acabó con la tensión que dominaba a todos. Sue, con una mano extendida y riendo alegremente, señalaba a su tío y todos se fijaron, entonces, en que el dibujante estaba con un papel y un lápiz en la mano. Mientras todos los demás gritaban para alejar a la fiera, Russ Hollister había hecho un boceto del animal.
El jefe de policía le estrechó la mano, diciendo con admiración:
—¡Es usted un hombre valiente!
Cuando Pete preguntó al policía por qué no había disparado contra el oso, el jefe Harris explicó que el herir a la fiera con bala de poco calibre como eran las de su pistola, sólo habría servido para enfurecer al animal, que posiblemente les habría atacado.
—¿Tú crees que estaría hambriento, papá? —inquirió Jean.
El padre se echó a reír, contestando:
—El oso no sé, pero yo sí estoy hambriento. Lo mejor será que volvamos a Sitka —opinó, después de comprobar la hora en su reloj.
—Podríamos enseñar este mapa al señor Gallagher —dijo Pete—. A lo mejor él sabe descifrarlo.
El jefe Harris les acompañó hasta la orilla del agua, diciendo que él esperaría a encontrarse con sus hombres. Como los Hollister eran tantos, propuso que Randy les llevase a Sitka en dos turnos.
La señora Hollister, tía Marge y las niñas salieron primero. Poco después, el piloto volvió a recoger a tío Russ y los chicos, quienes se llevaron en el avión los dos trozos de tótem.
De nuevo en el hotel, todos los Hollister paladearon con gran apetito la sabrosa comida. Sue estaba tan cansada que la señora Hollister la llevó a la habitación y se quedó con ella para que la niña hiciese la siesta, mientras los otros iban a enseñar el mapa al señor Gallagher.
Encontraron al viejecito tomando el sol en un banco de la Casa de los Pioneros. Cuando le contaron lo que había sucedido, el señor Gallagher sacó del bolsillo unas gafas con montura de oro y se las ajustó sobre el puente de la nariz. Luego, estudió el mapa durante unos minutos.
—Díganos qué es —pidió Pam.
—La vieja mina de Juneau.
—¿La que está en la falda de la colina? —preguntó Teddy.
—Sí. Yo trabajé allí hace tiempo.
—¿Y qué cree usted que quiere decir esa X? —insistió Pam.
El viejo explorador sonrió.
—Pues yo diría que hay algo escondido en este lugar.
Ricky se puso mohíno y murmuró:
—Entonces, no podremos ir a buscarlo. No dejan entrar en la mina.
Pero tía Marge le tranquilizó, diciendo que tal vez se pudiera solicitar un permiso especial. Al oír aquello, Pete propuso:
—¿Y por qué no tomamos hoy mismo el último avión que salga para Juneau? A lo mejor mañana podremos entrar en la mina.
Todos regresaron rápidamente al hotel, menos Pam y Jean que fueron a casa de los Kindue para despedirse.
—Dígales a Rossy y a Beth —pidió Pam a la señora Kindue— que deseamos que pesquen un pez todavía más grande que el que ha conseguido hoy Pete.
—Muchas gracias, nenas —contestó la mujer india—. ¿Sabéis que hasta el momento, el vuestro es el salmón más grande que se ha pescado?
Muy contentas con la noticia, las dos primas regresaron al hotel para decírselo a Pete. Para entonces ya se había despertado Sue y lo primero que preguntó fue si ya habían atrapado al «hombre malo».
—Todavía no sabemos nada —contestó la madre.
Tío Russ había reservado billetes para el avión y los Hollister se dirigieron al muelle. Minutos más tarde, el avión anfibio que llegaba desde Juneau, avanzó sobre las aguas, para ir a detenerse en el embarcadero.
Todos subieron a bordo y el aparato volvió a salir para Juneau; ascendió lentamente, sobrepasó las cumbres de las montañas que bordeaban Sitka y luego, describiendo una línea inclinada, avanzó directamente a Juneau.
—¡Canastos! —gritó alegremente Ricky—. Esto es igual que ir en un tobogán, pero sin tocar el suelo.
Fueron quedando atrás las cumbres nevadas y empezaron a aparecer verdes bosques. En frente se veía Juneau por la parte opuesta al canal de Gastineau. El piloto redujo la velocidad de los motores y fue avanzando sobre un valle de forma triangular, hasta ir a detenerse suavemente sobre las aguas.
Los Hollister fueron directamente al hotel, desde donde tío Russ telefoneó a la compañía minera.
—Si hicieran ustedes esta excepción, por una sola vez, podríamos solucionar un gran misterio —dijo tío Russ a un empleado.
Hubo una pausa. Luego el dibujante volvió a decir:
—Gracias. Sí. Agradeceremos mucho contar con un guía experto. Nos reuniremos con el señor Judson a las diez.
Cuando tío Russ colgó el auricular, los niños empezaron a dar saltos y gritos de entusiasmo.
—Me gustaría que estuviésemos ya en mañana —declaró Holly.
Los Hollister pasaron el resto del día paseando por Juneau. A Ricky y Holly les encantaban las escaleras de madera que llevaban a lo alto de la colina por uno y otro lado. En cambio Pam consideraba que lo más bonito de todo eran los pequeños arroyos que bajaban en cascadas por la pared rocosa de la montaña, a espaldas de la ciudad.
A la mañana siguiente, durante el desayuno, no cesaron los comentarios y exclamaciones. Tío Russ rió, diciendo:
—Creo que estoy tan nervioso como los niños.
A las diez en punto, todos los Hollister, con pantalones toscos y camisas, se reunieron en el vestíbulo del hotel. Al poco apareció un hombrecillo menudo y ágil. Tenía la cara tan arrugada que todos calcularon que ya habría cumplido más de setenta años, pero andaba con el paso firme de un hombre mucho más joven.
Al ver a los niños, el anciano sonrió y sus ojos azules despidieron chispitas cuando hizo un guiño. En seguida se acercó a tío Russ.
—Soy «Dinamita» Judson —dijo, presentándose.
Sin la menor timidez, Sue exclamó:
—¡Qué nombre tan gracioso!
—¡Chist! —ordenó la señora Hollister a la pequeña.
—No tiene importancia —dijo el viejecito, acercándose a acariciar la cabeza de Sue—. Me dieron el apodo de «Dinamita» porque yo era el encargado de poner las mechas y la pólvora para volar las zonas necesarias, en una mina del territorio del Yukón.
A todos los Hollister les pareció una persona muy agradable el señor Judson y Pete preguntó en seguida:
—¿Podemos ir ahora mismo a la mina?
—Primero necesito ver ese mapa —dijo el hombre.
Tío Russ, que se había hecho cargo del pergamino, se lo mostró al anciano. Éste afirmó:
—Efectivamente, ésta es la mina Juneau. Conozco exactamente dónde queda este rincón. Pero…
—¿Qué? —preguntó Pam, al momento.
—Puede resultar peligroso.
—Tendremos mucho cuidado —prometió en seguida Ricky, temeroso de que el señor Judson no quisiera llevarles.
El anciano explicó que la mina estaba llena de rocas movedizas.
—Pero si vamos con prudencia evitaremos que ocurra una desgracia.
Dos taxis llevaron a los improvisados exploradores y el minero por la carretera de la costa sur de Juneau, ascendiendo luego una vertiente, hasta detenerse a la misma entrada de la mina. El señor Judson pidió a los taxistas que les aguardasen fuera y luego sacó una llave del bolsillo. Abrió con ella una enorme verja y entró, seguido de los Hollister.
—Necesitaremos luz —dijo Dinamita.
Se aproximó a una alacena y de su interior sacó linternas para toda la familia.
—Ahora, enciendan las linternas y síganme —indicó—. Pero tengan cuidado de no tocar las paredes de los túneles.
Fueron penetrando más y más en el interior de la montaña. El túnel, que en la entrada era bastante ancho para dar cabida a un camión, cada vez se hacía más estrecho.
El señor Judson se detuvo a examinar el mapa.
—Ahora nos desviaremos a la derecha —dijo.
Los buscadores del tesoro se encontraban ahora en las viejas galerías de la mina. Las paredes estaban muy húmedas y de vez en cuando se veía relucir un tramo de los raíles del transportador de mineral, en donde había caído agua desde el techo.
Sue, cogiéndose fuertemente de la mano de la señora Hollister, declaró:
—Esto es muy horrible, pero me gusta.
—¿Estas paredes son sólidas? —preguntó Ricky.
Y antes de que el señor Judson hubiera tenido tiempo de contestar, el muchacho había apoyado una mano en la roca porosa de la pared. Al instante se desprendieron varias piedrecillas y luego unos pedruscos rebotaron en el suelo. El ruido arrancó miles de ecos en el fantasmal subterráneo.
La voz de Dinamita sonó atemorizada, al gritar:
—¡Cuidado! ¡Apártense!