EL FORTÍN

En aquel momento, Pam vio que un hombre vestido con uniforme azul corría hacia el lugar en que Sue y Sasha daban las volteretas.

Cuando las dos chiquitinas se encontraron, inesperadamente, volando por los aires, el hombre uniformado las tomó en sus brazos, salvándolas de darse una costalada.

—¡Es el jefe de policía Harris! —exclamó Rossy.

El policía estaba de pie, en la acera, sonriendo a las dos niñas. Era alto y elegante y llevaba un bigotito encrespado.

—¡Ooooh! —se asombró Sue, al encontrarse en brazos del desconocido.

Luego, mientras el jefe de policía las dejaba en el suelo, las dos pequeñitas se echaron a reír.

—A ver si para otra vez tenéis cuidado con lo que hacéis, diablillos —dijo el hombre.

—Muchísimas gracias por habernos salvado —dijo Sue, parpadeando.

Luego, tomando una decisión, se puso de puntillas, obligó a agacharse al policía, y le besó cariñosamente en las mejillas.

Las alegres carcajadas en que prorrumpió el policía desaparecieron rápidamente, en cuanto Rossy le explicó que les habían robado la motora.

—Creemos que lo ha hecho «Oreja» Farley —dijo Pete— y debe querer utilizar la barca para buscar un tótem desaparecido misteriosamente.

El oficial sacó un cuaderno del bolsillo y tomó rápidas notas de cuanto los niños le decían.

—Nos pondremos inmediatamente a buscar a Farley —dijo—. Pero hay tantos lugares donde esconderse, en las bahías y caletas, que será difícil dar con él.

Al enterarse de que todos los Hollister estaban deseosos de participar en la búsqueda del ladrón, el jefe de policía declaró, sonriendo:

—De acuerdo. Podéis convertiros todos en mis comisarios.

Y luego les hizo saber que, si estaban interesados por los tótems, en Sitka había un parque lleno de viejas reliquias.

—A ese parque le apodan parque del Tótem.

—Nos gustará mucho visitarlo —aseguró Pam—. ¿Por dónde tenemos que ir allí?

—Yo os lo enseñaré —se ofreció Rossy.

Y Beth agregó:

—En el parque hay, también, un viejo fortín. Está sólo a una milla de distancia.

Se decidió que, después de la cena, Beth y Rossy se convertirían en guías que acompañarían a todos los niños Hollister, excepto a Sue, a visitar el parque.

—Su nombre verdadero es Monumento Nacional de Sitka —aclaró el jefe de policía, antes de marcharse al cuartelillo para dar las órdenes necesarias y salir en busca de Farley.

Los niños indios se marcaron a su casa, donde tenían trabajos que hacer, pero los Hollister continuaron paseando por la población y contemplando los escaparates de las tiendas; hasta que llegaron a un almacén de ferretería y artículos de deporte. Sonriendo, Pete indicó a los demás que le siguieran al interior de la tienda. Mientras entraban, el muchacho olfateó el aire.

—¡Hum! Huele igual que el Centro Comercial.

—Sí. Y me hace añorar un poquito nuestra tienda —dijo Pam.

Cuando se acercó el empleado, Pete le explicó que su padre tenía un almacén como aquél en Shoreham.

—Y nos gustaría llevarnos algún recuerdo de aquí.

—¿Os parece bien un cebo? —sugirió el empleado—. Hay unos para pescar arenques que sólo existen aquí. Los hacen los indios.

Los niños contemplaron varios atrayentes cebos y Pete eligió uno que tenía la forma de una cabeza de cuervo.

A las siete, Beth y Rossy llegaron al hotel. Los niños Hollister corrieron a su encuentro y todos juntos salieron a la calle. Al poco rato pasaban ante la catedral rusa y llegaron a una caleta invadida por el sol.

—Se llama Bahía de Plata —explicó Rossy—. Es muy profunda.

Y Beth contó a los Hollister que los rusos, que habían dominado Alaska, construyeron Sitka como capital. Más tarde, los Estados Unidos adquirieron aquel territorio y el 18 de octubre de 1867 se izaba por primera vez en Sitka la bandera de los Estados Unidos.

—Yo me alegro de que Alaska sea ahora del Tío Sam —afirmó Rossy.

Por fin, los niños llegaron a la entrada del parque del Tótem. Había un alto tótem a cada lado de la puerta que daba a un amplio sendero.

—Esta región es como una península —dijo Rossy—. A la izquierda está el río Indio y a la derecha la bahía de Plata.

Mirando al interior del parque, Ricky murmuró con voz temblona:

—Todo esto me parece muy misterioso.

El parque estaba lleno de abetos de Sitka y abetos orientales que crecían entre helechos, musgos y zarzamoras. Grandes alisos bordeaban el río Indio, que en realidad era poco más que un arroyuelo que corría, susurrante, sobre un lecho pedregoso y poco hondo.

—A ver si no vas a querer entrar —dijo Beth, burlándose de los temores de Ricky.

—Claro que quiero —aseguró el pecosillo.

Mientras avanzaban por el sendero, Jean aseguró que era el lugar más bonito que había visto en su vida.

—Sí. Es muy lindo ahora —concordó Beth—. Pero antes era muy peligroso.

—Hace años se tendió una emboscada aquí, a orillas de la bahía de Plata —informó Rossy.

Y siguió contando a sus asombrados amiguitos, que, años atrás, un ejército ruso había desembarcado en aquellas tierras y los indios, que se enteraron de ello, les prepararon una trampa.

—Hubo una batalla terrible y ganaron los indios.

—Qué lástima que tuvieran que luchar —opinó Pam, con un suspiro.

Pero su primo Teddy, más aficionado a la guerra, propuso:

—Juguemos a indios y rusos.

Ricky empezó a dar zapatetas y a lanzar alaridos, entusiasmado con la idea del juego.

—Mejor será ir primero al fortín —opinó el mayor de los Hollister—. ¿Dónde está, Rossy?

—Al final de este camino.

La arboleda era tan espesa en aquella zona que tapaba el paso del sol. Cuando, de vez en cuando, los rayos que se filtraban entre las ramas llegaban a los tótems, Pam se decía que las extrañas caras de madera tenían un aspecto fantasmal.

—Beth, ¿de dónde son estos tótems antiguos? —preguntó a la niña india.

Y Beth repuso que aquellos tótems habían sido esculpidos por los nativos que trabajaban para el Gobierno y eran sólo copias de los originales hechos por sus antecesores.

—Entonces, el tesoro no estará escondido en ninguno de éstos —supuso Pete.

—¡Ya veo el fortín! —chilló Ricky.

Él y Teddy fueron los primeros en correr hacia la edificación hecha de troncos y desde donde se veía una hermosa perspectiva de la bahía de Plata.

—Hay que hacer bandos para el juego —dijo Jean.

Ricky, Teddy, Jean y Holly formaron el bando de «indios» para luchar contra los otros que eran «rusos».

—De acuerdo —accedieron los «rusos».

Y Rossy propuso:

—Nosotros, los rusos, os daremos un poco de ventaja. Si podemos capturaros en veinte minutos, os llevaremos al fortín como prisioneros.

—¡Pero si no nos atrapáis, seréis vosotros los prisioneros! —chilló Ricky.

A la carrera, los cuatro más pequeños se dispersaron entre los árboles y pronto desaparecieron de la vista.

—Se van hacia el río Indio —advirtió Beth.

Su hermano sonrió al responder:

—Les daremos cinco minutos y luego les rodearemos.

Se decidió que Beth y Pete avanzarían por la izquierda, mientras Pam y Rossy irían por la derecha, para acabar encontrándose a orillas del río Indio.

—Pero ¿y si cruzan el río? —insinuó Pam.

—No lo harán —dijo Rossy, confiado.

—¿Por qué? —quiso saber Pete.

—Esperad y lo sabréis.

Antes de separarse, Beth había explicado que habían muchos caminos que cruzaban el parque Tótem y que no había peligro de perderse.

—Ya es hora —anunció Pete al cabo de los cinco minutos—. ¡Vamos en busca de nuestros prisioneros!

Los cuatro mayores se separaron siguiendo su plan. Pam y Rossy pasaron por un claro y la niña se detuvo lo bastante para contemplar un alto tótem con una curiosa figura en la parte superior. Era un hombre de expresión lastimera con un sombrero de alta copa. Minutos más tarde llegaban a la orilla del río Indio.

—Es tan poco hondo, que estoy segura de que se nos escaparán, cruzándolo —dijo Pam a Rossy.

En aquel mismo momento llegaron corriendo Beth y Pete.

—¿No habéis visto a nadie?

—No.

Otra vez juntos los cuatro, escudriñaron a lo largo de la orilla. Dos grandes árboles que habían caído a tierra se encontraban al borde de las susurrantes aguas.

—Apostaría algo a que se han escondido allí —dijo Pete.

Y echó a correr hacia el lugar que indicaba, seguido por los otros. Al aproximarse al enorme tronco, cuatro cabecitas asomaron detrás.

—¡Os hemos atrapado, indios! —gritó Pete—. ¡Sois nuestros prisioneros!

—¡Yuuupi! ¡Todavía no! —replicó Ricky.

Pam vio que tanto Ricky como sus tres compañeros «indios» llevaban en la mano los zapatos y los calcetines y en aquel momento todos se lanzaron al arroyo, por su parte más estrecha, dispuestos a cruzarlo.

—¡Venid! —ordenó Pete a los «rusos»—. ¡Vamos a apresarles!

Rossy se limitó a sonreír, replicando:

—No tardarán en volver.

—¿Cómo estás tan seguro? —se asombró Pam.

De pronto se oyó chillar a Teddy:

—¡Ooooh! Esto es una congeladora.

—¡Huy, huy! —Ahora era la vocecilla de Holly que se lamentaba—. No puedo seguir aquí dentro.

Rossy soltó una risita.

—Es el agua más helada de todos estos contornos. Baja de la cumbre de una montaña nevada.

Poco después, Jean también renunciaba a la huida, diciendo que se estaba poniendo azul del frío que tenía. A medida que fueron saliendo del agua helada se vieron capturados por los «rusos».

—Antes de volver, tendremos que calentar los pies a estos pobres prisioneros «indios» —dijo Pam.

—Desde luego —asintió Pete—. Sentaos, tunantes.

Y cuando los cuatro Hollister menores estuvieron sentados en el tronco del árbol, los «rusos» les dieron una friega en los pies hasta que volvieron a tenerlos calientes. Después que los prisioneros estuvieron calzados, todos los niños se encaminaron al fortín.

—¡Dios mío! ¿Cuántos años nos tendrán aquí dentro, prisioneros? —preguntó Jean, siguiendo el juego.

—Nos dejarán aquí hasta que los osos nos devoren —declaró Ricky con voz tenebrosa, guiñando uno de sus ojos picaruelos.

Pero, cuando llegaron a pocos pasos del fortín, Teddy hizo un intento de huida y echó a correr hacia la bahía de Plata, perseguido por Pete.

Y de pronto, Teddy se detuvo en seco:

—¡Pete, mira! —exclamó, inclinándose a recoger algo de la hierba.

—¡El lápiz de Pam!

Pam, que llegó corriendo, lo identificó.

—¡Entonces, debe de ser que Farley está aquí cerca! —dijo Pam, muy nerviosa—. ¡Puede que sea aquí donde ha escondido vuestra motora, Rossy!

Olvidando su juego, los Hollister y los dos hermanos indios de verdad corrieron por la orilla del arroyo, buscando la barca.

Al aproximarse a una pequeña cala, Pete distinguió una motora que quedaba en el agua, a unos nueve metros de la orilla. El sol destellaba sobre la embarcación y Pete no pudo distinguir de qué color estaba pintada. Llamó a Rossy y el muchacho indio corrió junto a Pete.

—¿Es ésa vuestra motora?

Rossy entornó los ojos para centrar la vista en el objeto indicado. Pudo ver la bandera de Alaska y la Estrella Polar y la Osa Mayor pintada en la proa.

—¡Es la nuestra, Pete!

—Vamos a buscarla.

Los dos chicos se quitaron los zapatos y los calcetines y remangaron los bajos de sus pantalones. Cuando entraron en el agua, oyeron lo alegres comentarios de los demás.

—¡Qué contenta estoy! —decía Beth—. ¡Ahora ya podremos participar en el Derby del Salmón! Yo siempre… ¡Ooooh!

Mientras Pete y Rossy chapoteaban en el agua, aproximándose a la motora, la niña india vio asomar, por encima de la borda, la cabeza de un hombre. Los demás también le vieron en seguida.

—¡Es Farley! —gritó Pam, desde la orilla.

El hombre miró a todos con ojos llameantes.

—¡Fuera de aquí! —ordenó.

Y entonces cogió un remo y lo blandió, amenazadoramente, contra los dos muchachos que se aproximaban. Pete y Rossy se pararon un momento.

Con la agilidad de un gato que se ve acorralado, Farley se levantó y puso en marcha el motor.

—¡Vamos! —apremió Pete a su compañero—. Todavía podemos atraparle.

Y mientras hablaba, alargó los brazos con la intención de cogerse a la motora.

—¡Cuidado con la hélice! —advirtió Pam.

Pete se dio cuenta del peligro en el último momento y no pudo aferrarse a la embarcación, que avanzó hacia la bahía de Plata.

Beth se echó a llorar, rogando a gritos:

—¡Vuelva! ¡Déjenos nuestra motora!

Pero Farley no le hizo el menor caso. Agazapado en la barca, avanzó a toda velocidad a través de la bahía de Plata y desapareció entre las sombras de la orilla opuesta.

—¡No se nos escapará la próxima vez! —aseguró Pete, cuando regresaban todos a Sitka.

Pero los niños indios estaban desilusionados.

Cuando llegaron al hotel, Pete telefoneó al jefe de policía Harris, para contarle lo sucedido.

—Lo que me dices nos facilitará la labor —aseguró el policía.

Cuando los mayores de la familia se enteraron de lo ocurrido en el parque Tótem, se sintieron muy inquietos.

—La policía debe coger en seguida a ese ladrón —opinó tía Marge.

Tío Russ hizo una serie de bocetos sobre la aventura del parque, guiándose por las explicaciones de los niños. Y sonriendo, comentó:

—Voy a conseguir una historieta estupenda con vuestras diabluras.

Aunque en la calle seguía brillando la luz del sol, ya era bastante tarde. Los niños pequeños, como estaban muy cansados, se fueron a acostar sin rechistar. Pero Pete y Pam rogaron que les dejasen permanecer levantados un rato más.

—Los colores del cielo de Alaska a la puesta de sol son tan bonitos… —dijo Pam, soñadora.

Y Pete añadió que nunca había visto un espectáculo tan curioso.

—El sol no desciende rápidamente. Va alejándose hacia el norte, como si no quisiera dar nunca fin al día.

Y Pam, riendo, hizo una comparación.

—Se parece a Sue, cuando empieza a escabullirse de un lado a otro porque no quiere meterse en la cama.

La señora Hollister se echó a reír y dio permiso a los dos niños para que se quedasen levantados un ratito. Pete y Pam salieron y fueron a reunirse con Beth y Rossy, que les esperaban cerca del hotel.

—Sé un sitio desde donde veréis una perspectiva preciosa del puerto a la puesta del sol —anunció Beth.

Y les guió calle abajo; luego giró a la izquierda y les hizo subir unos escalones de piedra, hasta un montículo que daba al mar.

—Es maravilloso —exclamó Pam, aspirando profundamente el aire lleno de aromas marinos.

—Aquí es donde Alejandro Baranof construyó su castillo cuando gobernaba Sitka, en la época en que Alaska pertenecía a los rusos —explicó Rossy.

—¿Y qué sucedió con el castillo? —inquirió Pete.

Rossy repuso que había sido destruido hacía muchos años.

La conversación se interrumpió repentinamente, cuando los niños oyeron el zumbido distante de una motora. Mirando hacia el sur, vieron una embarcación que pasaba velozmente por la había de Plata.

—¡Nuestra motora! —gritó Rossy.