LA HISTORIA DEL PIONERO

Después que Pam y su madre hubieron tranquilizado a la niña india, los dos hermanos dijeron que se llamaban Rossy y Beth Kindue y que la motora que les habían robado, que era propiedad de la familia, estaba pintada de rojo y llevaba a ambos lados de la proa la bandera de Alaska.

—Yo creí que en Alaska teníais la bandera americana —dijo Pam.

Al tiempo que se secaba las lágrimas, Beth contestó:

—Sí, tenemos la bandera de Barras y Estrellas, pero también tenemos nuestra bandera territorial.

Y luego la niña india explicó que la bandera de Alaska era muy bonita, con la Osa Mayor y la Estrella Polar representada en ella.

—Y todos los indios sabemos dibujarla —añadió Beth con orgullo.

—Contadnos algo de ése Derby del Salmón —pidió Pete.

Sue intervino entonces, indagando:

—¿Eso que dices es como un lazo, para poner guapos a los salmones?

Todos rieron divertidos y Rossy repuso:

—Un Derby es una competición.

El Derby del Salmón se celebraba en Sitka todos los años y duraba tres días. Se daban premios a quien obtenía el salmón más grande.

—¿Y no pueden prestaros otra barca para que vayáis al concurso? —preguntó Ricky.

Los hermanos indios les contestaron que el Derby era tan popular que cada barca participante había sido inscrita de antemano. Al hablar de aquello, los dos indios habían vuelto a ponerse tristes.

—Nosotros os ayudaremos —resolvió Pete, muy decidido.

Y Rossy sonrió al decir:

—En cuanto lleve este pez a casa, iré a decirle lo qué ha pasado al jefe de policía Harris. Si todos nos ayudan, a lo mejor encontramos al ladrón.

Beth les dijo que su familia vivía en el barrio indio de Sitka y señaló hacia una calle situada a la izquierda de la avenida principal.

—Nos veremos más tarde —dijo al despedirse.

Los Hollister dijeron adiós a los dos hermanos y marcharon al hotel, que se encontraba en la calle mayor y no lejos del mar. En la otra acera, frente al hotel, había un gran edificio hecho de ladrillo oscuro. Se asentaba sobre un extenso montículo, lleno de césped y lo rodeaban verdes prados.

Delante del edificio había una estatua de bronce representando a uno de los primeros exploradores que llegaron a Alaska. Llevaba un viejo sombrero de fieltro y grandes bigotes. En la mano izquierda empuñaba un rifle y apoyaba la mano derecha en un bastón.

Cerca de la estatua había varios bancos verdes ocupados por ancianos que charlaban, mientras tomaban el sol.

—¡Es la Casa de los Pioneros de Alaska! —exclamó Pam.

Mirando hacia allí, Sue preguntó a Jean:

—¿Tú crees que esos viejecitos serán los exploradores «viteranos»?

—Tal vez —contestó su prima.

—¿Y quién será el señor Gallagher?

Al oír la conversación de las niñas, la señora Hollister dijo que irían a preguntar por el explorador amigo del señor Roebuck, después que hubieran sacado las cosas de las maletas.

El pequeño vestíbulo del hotel quedó invadido por los Hollister; el tío Russ les inscribió a todos en el libro de entradas, después de hablar con el director, un hombre fornido y de pelo amarillento que se presentó como el señor Carr cuando estrechó la mano de tío Russ.

—Sus habitaciones están en el segundo piso —dijo el director del hotel—. Encontrarán allí sus equipajes.

Ricky, Holly y Sue corrieron delante y fueron los primeros en acabar de vaciar sus maletas.

—¿Nosotros tres podemos salir a jugar? —preguntó Holly a su madre.

En cuanto la señora Hollister les dio permiso, los tres bajaron los escalones de dos en dos.

Se detuvieron un momento en el vestíbulo, pero luego resolvieron que era preferible salir a la calle y cruzaron a la acera de en frente, en donde estaba la Casa de los Pioneros. Ricky subió a Sue en vilo hasta lo alto del paredón. Luego, él y Holly treparon hasta allí y se sentaron en la hierba.

—Podemos jugar al pato gris —propuso Holly.

—Nos faltan jugadores —objetó el pecosillo.

—Mira. Allí están Beth y Rossy con otra niña —anunció Holly.

Ricky llamó a los dos hermanos, que se aproximaron y Beth les presentó a su hermanita Sasha, de cinco años. Rossy explicó que en aquel momento se dirigían a ver al jefe de policía Harris.

—Quedaos a jugar un ratito con nosotros —rogó Holly.

—Bueno, pero sólo unos minutos —dijo el chico.

Los hermanos Kindue no sabían nada sobre el juego del «pato gris» y Holly tuvo que explicar que para aquel juego era preciso sentarse formando un círculo sobre la hierba. El que hacía de pato empezaba el juego pasando alrededor de los demás y dando a cada uno un golpecito en la cabeza al tiempo que decía un color de pato, como pato rojo, pato azul, pato verde…

—Y, cuando dice «pato gris», el niño a quien ha dado en la cabeza tiene que salir corriendo a perseguir al «pato» y procurar cogerle en seguida, porque si no, se queda sin sitio y tiene que ser él el «pato» —concluyó Ricky.

Pero Holly aún aclaró que cuando el «pato» era cazado tenía que colocarse en medio del círculo y esperar a que otro cazado le sustituyese.

Los pequeños indios estaban encantados.

—¿Y quién va a ser el pato? —preguntó Beth.

Holly se ofreció a serlo ella misma. Los demás se sentaron en círculo y ella fue pasando a su alrededor y dándoles en la cabeza, mientras decía:

—Pato azul, pato rosa, pato amarillo…

Sus amiguitos reían divertidos. De repente, Holly, al dar a Rossy en la cabeza, dijo en voz más alta:

—¡Pato gris!

El chico se levantó de un salto y salió en persecución de Holly, pero ella pudo escabullirse y llegar al puesto vacío del indio, antes de que le diese alcance.

El muchacho nombró patos de varios colores antes de exclamar, dando a Ricky una palmada en la cabeza:

—¡Pato gris!

Ricky se levantó y corrió tras Rossy. El chiquillo indio era muy rápido y Ricky tuvo que hacer un gran esfuerzo, con la intención de atraparle, pero corría tan atolondradamente que resbaló en la hierba y rodó un trecho, en el momento en que un hombrecito que cojeaba se aproximaba por el camino.

—¡Cuidado, Ricky! —advirtió Holly.

Pero el chiquillo rodaba con tal fuerza que fue a parar a los pies del anciano. Éste se tambaleó, aunque por suerte no llegó a caer al suelo.

—¡Lo siento! ¡Perdónenme! —dijo Ricky, azorado, mientras se ponía en pie.

El viejo se aproximó renqueando a un banco próximo y se sentó.

—Estoy bien, chiquito. No ha sido nada.

Todos los demás se aproximaron para cerciorarse de que el viejecito no había sufrido ningún daño.

—Todos sentimos mucho lo que ha pasado —se disculpó Holly, con su vocecilla cantarina—. ¿Nos perdona usted, señor…?

—Me llamo Gallagher.

La sorpresa hizo abrir a Holly la boca de par en par.

—¡Es el señor Gallagher! ¿Es usted el amigo del señor Roebuck?

—Sí. ¿Cómo lo sabéis? —preguntó el viejo explorador, inclinándose para contemplar mejor a los niños.

—Por favor, no se mueva usted de aquí, señor Gallagher —rogó la niña—. Voy a llamar a mis hermanos, y a mamá, y a tío Russ…

Mientras hablaba, ya Holly se alejaba corriendo. Volvió a los pocos minutos, acompañada del resto de la familia. Después de presentarse, los Hollister le explicaron por qué estaban en Alaska y para qué deseaban conocerle.

Entonces el señor Gallagher les contó cómo le había robado el desconocido.

—Traía una carta de Ben Roebuck y, naturalmente, creí que se trataba de una persona honrada.

—¿Estaba húmeda esa carta? —preguntó Pete.

—Sí. ¿Cómo lo has adivinado?

Pete repuso que sabían que Farley había arrojado un pañuelo «paracaídas», con las cosas robadas desde la ventanilla del avión.

—Y me imaginé que iría a buscarlo después de que la policía le registrase.

El señor Gallagher sonrió, declarando:

—Eres un buen detective. Confío que encontréis a ese truhán. ¡Y pensar que le estuve describiendo punto por punto el tótem desaparecido, mientras él me robaba la cartera! Pero yo siempre he tenido mala suerte. Hace muchos años me robaron una fortuna en pepitas de oro.

—¡Dios mío! ¡Pobrecillo! —murmuró Pam, compasiva.

Mientras tío Russ hacía sobre el papel un apunte del anciano explorador, la tía Marge hizo al viejecito más preguntas sobre el tótem desaparecido.

El señor Gallagher se reclinó en el respaldo del banco, se echó el sombrero hacia la frente para proteger sus ojos del deslumbrante sol y comenzó a explicar:

—El tótem del tesoro, del cual les habló el Viejo Ben, tiene en la parte superior un cuervo que sostiene un salmón en las garras. Debajo está la ballena asesina, luego un oso y al final una rana boca abajo.

—¡Huy! —exclamó Holly, risueña—. ¡A la pobre rana se le subirá la sangre a la cabeza!

La ocurrencia de la niña hizo reír a todos.

—Puede que la rana esté esculpida boca abajo porque los indios se burlaban de ella —opinó Pam, recordando las explicaciones del señor Kay.

El señor Gallagher dijo que Pam estaba en lo cierto. La rana representaba al jefe de la tribu de la rana, que debía al jefe de la ballena asesina diez pieles de nutria. Por eso, la tribu de la ballena asesina esculpió a la rana boca abajo para ridiculizar a sus enemigos. El viejo explorador añadió que los Haida, que poseían el tótem, se lo habían quitado a la tribu de la ballena asesina.

—¿Por qué? —se extrañó Pete.

—Porque decían que la tribu de la ballena asesina no tenía derecho a poner un cuervo en su tótem. —Viendo las caras de asombro de los Hollister, el viejecito explicó riendo—: Los indios antiguos tenían costumbres muy extrañas.

Los Hollister se enteraron también de que se creía que el tótem estaba escondido en los alrededores de Sitka.

—Pero no sé en qué parte puede estar —declaró el señor Gallagher, concluyendo sus explicaciones.

Pete estaba preocupado.

—Ahora, «Oreja» Farley tiene una buena pista para empezar a buscar —reflexionó—. Seguramente ha sido él quien ha robado la motora de los Kindue y la utilizará para la búsqueda. Si encuentra el tesoro antes que nosotros…

—¡Vamos, vamos! —dijo Beth muy nerviosa, cogiendo a Rossy por un brazo—. Tenemos que ir a contar al jefe de policía lo que nos ha pasado.

Mientras el señor Gallagher, Sue y Sasha se habían alejado, ahora las dos pequeñitas se divertían haciendo una competición de volteretas sobre la hierba.

—¡Venid aquí! —llamó Pam, corriendo hacia ellas.

Pero las pequeñas no hicieron caso. Apoyaban la cabeza en la hierba, levantaban las piernecitas y daban voltereta tras voltereta, riendo felices… ¡Y cada vez se aproximaban más al borde del montecillo en donde estaba enclavada la Casa de los Pioneros! ¡De un momento a otro las dos caerían abajo…!