UN MILLÓN DE CUADRITOS DE HIELO

Cuando se oyó la exclamación de Pam, el hombre se metió el lápiz en el bolsillo, dio media vuelta y, echando a correr, salió del museo. Pete, Ricky y Teddy se lanzaron en su persecución, seguidos de tío Russ.

Pero el desconocido era un hombre astuto. En lugar de seguir corriendo a lo largo de la calle, se metió en una tienda y la cruzó a toda prisa, saliendo por la puerta trasera. Salió a un callejón y desapareció.

Sus perseguidores acabaron por detenerse, muy disgustados.

—¡La próxima vez que le veamos, le atraparemos! —declaró Teddy, solemnemente.

—¡Y le obligaremos a que nos devuelva el dinero de mamá, el lápiz de Pam y la carta del señor Roebuck! —aseguró Pete.

—Por lo menos, hay que intentarlo —dijo tío Russ, mientras regresaban al museo—. Estoy pensando que tal vez el señor Kay haya reconocido a ese hombre.

El celador dijo que había visto un momento al fugitivo:

—Me pareció que era «Oreja» Farley.

Y el señor Kay explicó que «Oreja» era un pescador sin escrúpulos que operaba en el área de Sitka-Juneau. En varias ocasiones le habían descubierto apoderándose de cañas ajenas, donde habían picado bacalaos, y por ello pasó varios meses en prisión.

—¡Qué desaprensivo! —exclamó la señora Hollister.

El señor Kay asintió y aconsejó a los Hollister que fuesen precavidos y notificasen inmediatamente a la policía lo ocurrido.

Utilizando el teléfono de la oficina del celador, tío Russ llamó a la policía. En cuanto oyó la información del señor Russell Hollister, el sargento que estaba al aparato prometió que sus hombres saldrían inmediatamente en busca de Farley, cuya descripción era bien conocida para ellos.

—Les llamaremos dentro de poco —dijo el oficial.

Mientras esperaban la llamada de la policía, los Hollister conversaron con el señor Kay. El simpático celador del museo demostró mucho interés, no sólo por el robo que habían sufrido los Hollister, sino también por las historietas cómicas de tío Russ. Dijo que él había hecho estudios muy interesantes sobre los tótems y que estaba dispuesto a responder a cualquier pregunta que quisieran hacerle.

—¿Es usted capaz de leer lo que dice un tótem, o eso sólo pueden hacerlo los indios? —quiso saber Jean.

El señor Kay repuso que los tótems, no se «leían», sino que se reconocían. Los tótems contienen detalles recordativos, que pueden servir para que a uno le venga a la memoria la historia de determinada persona, si ya de antemano se conoce dicha historia.

Y, contestando a una pregunta de Pete, el señor Kay explicó que muchas de las historietas grabadas en los tótems están tomadas de leyendas de las tribus.

—La leyenda más importante es la de las hazañas de Cuervo, un héroe de los indios, que habitaban la zona noroeste.

—¡Seguro que ese señor Cuervo vivió hace un millón de años! —calculó rápidamente Holly.

—No. Nada de eso.

El señor Kay contó a los Hollister que los tótems, aunque parecen muy antiguos, fueron esculpidos en el siglo diecinueve.

—Muchos de los que se encuentran hoy día en Alaska tienen cien años, como máximo, de existencia.

Cuando Ricky explicó que Joey había dicho que los tótems eran ídolos, el señor Kay se echó a reír, asegurando:

—Eso son tonterías. Los tótems se usaban como pilares para sostener los edificios y como construcciones funerarias para contener las cenizas de los muertos; también hay algunos que son monumentos conmemorativos, genealógicos, de ceremonial y ridiculizantes.

Pam tomó nota en su memoria de todas aquellas explicaciones para poder contarlo en la escuela, y deseó que el señor Kay le explicase algo sobre los tótems ridiculizantes.

—Eran los que se utilizaban para avergonzar a alguien. Con ese propósito, los indios Haida solían esculpir en un tronco una figura boca abajo.

—¿Y eso que ha dicho usted de los tótems de «cereal»? —indagó Holly.

Todos se echaron a reír y el señor Kay dijo risueño:

Debes de referirte a los tótems de ceremonial, ¿verdad? Verás. Cuando el jefe indio llegaba a ser rico invitaba a sus amigos a un gran banquete que se llamaba «potlatch». Entonces se erigía un tótem en recuerdo del feliz acontecimiento.

Antes de que el señor Kay hubiera podido decir nada más sobre los interesantes tótems, sonó el teléfono. El celador del museo contestó a la llamada y en seguida pasó el auricular a tío Russ. Era la policía. Después de colgar, tío Russ explicó:

—La policía le sigue la pista. No tardarán en atrapar a ese Farley. Ha salido para Sitka en avión y será interrogado en cuanto llegue al aeropuerto.

La policía se había, enterado de que el piloto del avión era su amigo el capitán Lund. Establecieron contacto por radio con él, y Lund les dijo que Farley iba sentado cerca de la cabina. El sospechoso, que no podía haber oído la conversación a causa del fuerte ruido del motor, sería interrogado por la policía en cuanto llegasen a Sitka.

—¡Olé, olé! —exclamó Holly cuando el teléfono volvió a sonar.

Era otro mensaje desde la jefatura de policía, pero esta vez las noticias resultaron desalentadoras. Farley había sido registrado en cuanto salió del avión, pero no llevaba encima ni el lápiz de plata, ni la carta, ni el dinero de la señora Hollister.

—¿Y cómo han podido desaparecer nuestras cosas? —suspiró Pam.

—El capitán Lund cree saber lo que ha pasado con todo ello.

Por lo visto, antes de aterrizar, el piloto se dio cuenta de que Farley había dejado caer algo por la ventanilla. Parecía un pañuelo blanco.

—¡Zambomba! Seguro que sé lo que ha pasado —aseguró Pete—. Farley ha hecho un paracaídas con su pañuelo y ha dejado caer al agua todo lo robado.

—Entonces, ¡todo se hundirá! —murmuró Teddy.

Pete pensó que tal vez Farley hubiera atado un trozo de corcho al pañuelo. De ese modo, todo se mantendría a flote hasta que él tuviera la oportunidad de recuperarlo.

Pam empezó a sentir una nueva inquietud. ¿Y si aquel Farley utilizaba la carta del Viejo Ben para conseguir que el señor Gallagher le diera la pista del tótem misterioso?

Para evitar eso, Jean propuso que fueran todos rápidamente a Sitka y explicaran al señor Gallagher lo sucedido.

—Lo malo es que hoy ya no salen más aviones —objetó el señor Kay—. Tendrán que esperar a mañana.

Dándose cuenta de lo tristes que se habían puesto los niños, el señor Kay sugirió que fuesen aquella tarde a visitar el glaciar Mendenhall.

—Está a pocas millas de aquí y es un bello espectáculo.

Después de darle las gracias, los Hollister volvieron al hotel, donde tío Russ telefoneó para alquilar una furgoneta. Cenaron temprano y luego se metieron todos en el vehículo y salieron de la ciudad por un caminito serpenteante, hasta que llegaron a un lugar tan sorprendente que el verlo dejaba sin respiración. Frente a ellos, entre las laderas de dos montañas había un lago de aguas heladas.

—¡Canastos! —gritó Ricky alegremente—. ¡Parece que hay un millón de cuadraditos de hielo!

Desde lejos, el glaciar despedía blancos destellos; al irse aproximando, los visitantes pudieron darse cuenta de su enorme extensión.

—¡Carambita, nunca había visto tanto hielo junto! —declaró Teddy.

Al llegar al final de la carretera, todos salieron de la furgoneta y saltaron entre las rocas que rodeaban aquel lago helado.

—Me siento pequeñísima —dijo Pam, mientras comparaba su tamaño con el de la enorme capa de hielo que se extendía ante ellos.

Los dedos de tío Russ se movieron ágilmente sobre el papel en que estaba tomando un apunte del impresionante panorama.

—¿Y cómo se ha metido ese hielo ahí dentro, papá? —preguntó Teddy.

El tío Russ explicó que era debido a un acumulación de nieve en las cimas de las montañas. Moviéndose lentamente, a causa de su propio eso, la nieve, transformada en hielo, iba resbalando hasta el valle.

Pete se fijó en que el paredón rocoso estaba profundamente erosionado, sin duda a causa de los hielos que por allí resbalaban.

—Ése es el motivo —corroboró su madre.

—¿También el hielo hace esto? —preguntó Ricky, cogiendo un puñadito de piedras para mostrárselas a su madre.

La señora Hollister repuso que sí. El movimiento del glaciar desgastaba las piedras, convirtiéndolas en bolitas casi perfectas. Cada uno de los chicos cogió un montoncito de aquellas piedras y se las guardó en el bolsillo.

—Para recuerdo —dijo Teddy, sonriendo.

El sol había descendido sobre la montaña y el pálido color del cielo se transformó en un tono rosado. La señora Hollister tendió la cámara fotográfica a Pete y el muchacho hizo varias fotografías.

—Me parece que tendríamos mejor perspectiva desde el otro lado —dijo Pete, y tío Russ opinó que Pete tenía razón.

Todos volvieron a subir a la furgoneta y retrocedieron un trecho del camino. Luego, tío Russ hizo girar el vehículo a la derecha hasta que llegaron a la otra orilla del helado lago.

—¡Canastos! ¡Mirad cuántos icebergs! —gritó Ricky, saltando del vehículo y corriendo hacia la orilla.

—Voy a tomar un poco de glaciar helado —dijo.

Y sonriendo, empezó a chupar el trocito de hielo que le pareció delicioso.

—Yo también quiero un poquito —declaró Jean y, cogiendo un palito, se aproximó a la orilla e intentó empujar hacia ella otro dé los flotantes trocitos de hielo.

—Ahora verás… ya… ya lo ten.

¡Plas! Jean se cayó al agua helada; Nadando a toda prisa salió a la orilla, murmurando estremecida:

—¡Estoy con… congelada!

Su padre y su madre la ayudaron a escurrir el agua de sus vestidos y todos corrieron al coche para regresar lo antes posible a Juneau.

Cuando llegaron al hotel, Jean fue la primera en tomar al ascensor para subir a mudarse.

Cuando el padre de Jean pasó ante el mostrador de recepción, salió de pronto un policía que le dijo:

—Soy el oficial John. ¿Es usted el señor Hollister?

—Sí, oficial.

—Hemos recibido una denuncia contra alguien que se apellida Hollister —anunció gravemente el policía.

—¿Una denuncia contra mí? —preguntó tío Russ con incredulidad.

—No sé exactamente si es contra usted. Pero alguien llamado Hollister ha robado esta tarde, en Sitka, la cartera a un anciano.

Los niños habían quedado tan confusos y aterrados que no lograban poder pronunciar palabra. Fue Pete el primero en poder hablar.

—¿Cómo se llama el anciano al que han robado? —preguntó.

—Es el señor Gallagher —repuso el oficial John.