Cuando la señora Hollister condujo la furgoneta hacia la casa, los niños vieron, estacionado ante el bordillo, un coche nuevo.
—¿Ese coche es la clave de la sorpresa? —preguntó en seguida Ricky.
La madre asintió, añadiendo:
—Ya veréis lo que os espera en la salita.
Todos saltaron apresuradamente de la furgoneta y corrieron a la casa.
—¡Tío Russ! —gritó Pete.
—¡Tía Marge! —exclamó Pam, yendo a abrazar a una hermosa señora de oscuros cabellos.
—¡Si vienen también Teddy y Jean! —chilló Ricky, entusiasmado.
Los Hollister experimentaban un gran contento siempre que veían a aquellos parientes. Tío Russ se parecía mucho al señor Hollister, que era su hermano mayor. Los visitantes vivían en Crestwood, la ciudad en donde habían vivido los Hollister de Shoreham.
Teddy y Jean empezaron a hablar inmediatamente con sus primos; todos los niños estaban muy contentos y nerviosos. Jean tenía nueve años y era muy amiga de Pam. Tenía los cabellos lisos, de color castaño, y en las mejillas se le formaban unos graciosos hoyuelos. Poseía un caballito y dos perros cócker.
Su hermano Teddy tenía once años, el cabello negro y los ojos grises. Era tan vivaracho como Pete y se parecía mucho a su primo, aunque medía unos centímetros menos.
Los Hollister de Shoreham se sentían orgullosos de tío Russ, que era caricaturista y dibujaba historietas cómicas para varios periódicos.
Sue tomó la mano de su tío, mientras suplicaba:
—Anda, tío Russ. Tenemos que dar la «voltireta». No te olvides.
Era una cosa que tenía que hacer inevitablemente el dibujante cada vez que visitaba a sus sobrinos. El alto Russ Hollister se agachó y colocó a la pequeñita sobre sus hombros.
Sue estaba tan contenta que abríannos ojos redondos como platos.
—¡Olé! ¿Vamos?
Su tío se inclinó hacia delante y dejó a la niña en el suelo, haciéndole dar una voltereta. Después de repetir aquello varias veces dejó definitivamente a la pequeña en el suelo e, irguiéndose, se arregló la corbata y los revueltos cabellos.
Un poco después regresaba el señor Hollister del «Centro Comercial». Después de cambiar un fuerte apretón de manos con su hermano Russ, preguntó:
—¿Estáis de vacaciones?
—Sí. Venimos de pasar una temporada en la playa. —Luego, el tío Russ frunció ligeramente el ceño, al añadir—: John, tengo un problema.
—¡Zambomba, tío Russ! —exclamó Pete—. Si nosotros podemos ayudarte…
El dibujante sonrió:
—Tal vez podáis.
Y luego contó a sus familiares que hacía una temporada que no lograba imaginar historias nuevas para los periódicos.
—No sé de dónde sacar los personajes para la próxima aventura. Creí que unas vacaciones con mi familia servirían para inspirarme, pero…
Los inteligentes ojos de Pam brillaban alegremente.
—¡Ya sé, ya sé, tío Russ! —exclamó—. ¿Por qué no hace una historieta cómica sobre Alaska?
—¿Sobre Alaska? ¿Qué opinan los demás?
Al instante, todos los niños Hollister estaban hablando a un mismo tiempo, sin que tío Russ pudiera oír otra cosa que palabras sueltas como «el tótem», «el Viejo Ben», «un misterio extrañísimo».
—¡Basta! ¡Basta! —pidió el tío, levantando los brazos, mientras reía alegremente—. ¿A qué viene tanto entusiasmo?
Pam tomó la palabra, en nombre de todos, y contó la historieta del Viejo Ben y el tótem.
—Además, nos ha hablado de un misterio sobre un tótem de cuervo, desaparecido. ¿No puedes hacer una historieta con esa idea, tío Russ?
—Es una buena solución. ¿Qué opinas tú, John?
—Me parece magnífico. Es un país peligroso y casi deshabitado, con profundos fiordos.
Tío Russ quedó largo rato pensativo, con la barbilla apoyada en una mano.
—Dejadme tiempo para que lo medite —dijo al fin—. Puede que Alaska sea el fondo de mi próxima historieta. —Después añadió—: Ahora os daremos algo que hemos traído.
—¡Pastelitos! —dijo en seguida la golosilla de Sue, saltando alegremente sobre las rodillas de su tío.
—¡Serán dulces de palo! —opinó Holly.
Tía Marge tenía fama de hacer muy buena repostería y preparaba unos deliciosos dulces ensartados en un palo, de todas clases, formas y tamaños.
En aquel momento se acercó a su hijo Teddy para decirle en voz baja:
—Están en mi maletín.
Teddy subió rápidamente las escaleras, hasta la habitación en donde habían dejado las maletas y un momento más tarde volvía con dos paquetes y se los entregaba a su madre. Mientras, todos sus sobrinos se arremolinaban junto a ella, la tía Marge abrió uno de los paquetes.
—¡Qué animalitos tan lindos! —exclamó Pam.
—Todos son animalitos marinos —explicó la tía.
Entregó a Sue un cachalote de un vistoso color verde y a Holly una foca marrón. A Pam le correspondió un salmón rosado.
—Para los muchachos tengo ballenas. ¿Quién quiere la de licor?
Ni Pete ni Ricky querían demostrarse golosos y se miraron uno a otro sin saber qué decir. En seguida fue el mayor quien sonrió, ofreciendo:
—Coge tú el licor, Ricky. Ya sé que es el que más te gusta.
—Gracias, Pete.
Tía Marge dio a Pete una dulce ballena blanca, diciendo:
—A ésa la llamó Moby Dick.
En los paquetes había, también, pastas secas que tía Marge ofreció al señor y la señora Hollister.
En aquel momento Sue se llevó a la boca el cachalote y… ¡chas!
—¡Un diente roto! —exclamó Sue con un gritito. Asustada la señora Hollister ordenó a la pequeña:
—Abre la boca y déjame ver.
Al advertir la inquietud de su madre, Sue explicó alegremente:
—Pero si no es mi diente, mamita. Es el diente del cachalote.
—Es un colmillo, tonta —explicó Ricky, mientras su hermanita mordía el pedazo de dulce.
La tía Marge opinó que no debían comerse todavía los pastelillos, y los niños obedecieron inmediatamente, dejándolos para después de la comida, que empezó a servir en aquel momento la señora Hollister.
—Tomaréis los dulces para postre —dijo.
Cuando acabó la comida, tío Russ se levantó de la mesa, diciendo:
—Tengo que poner conferencia con mi oficina.
—¿Para hablar de Alaska…? —preguntó Ricky. Tío Russ sonrió, asintiendo, mientras se alejaba hacia el teléfono. Minutos después volvía, diciendo:
—Me telefonearán para decirme qué han resuelto. Durante la tarde, los siete niños jugaron a prendas y más tarde fueron al lago a nadar un rato. El agua del Lago de los Pinos estaba todavía bastante fresca en aquella época del año, y no pudieron entretenerse mucho rato dentro. Además, como oyeron sonar el teléfono, quisieron volver en seguida a casa por si la llamada había sido para tío Russ. Efectivamente, acababan de llamar a tío Russ desde la oficina.
El dibujante salió al porche, en donde los niños se habían reunido, y anunció:
—¡Buenas noticias para todos!
—¿Es que te vas a Alaska para hacer las historietas de tótems?
—Mejor que eso… ¿Qué tal os parecería veniros conmigo todos?
—¡Zambomba! —se asombró Pete—. ¿Lo dices en serio?
Muy nervioso, tío Russ explicó que la firma para la cual trabajaba poseía un gran avión que podía transportar varios pasajeros y tenía dos buenos pilotos.
—Puedo hacer uso de él para ir y volver a Alaska —dijo el tío, y añadió que en el avión podrían ir también todos ellos, si lo deseaban.
—¡Canastos! —Gritó alegremente Ricky, alejándose de los demás, para ir a dar una voltereta sobre el césped—. ¡Nos vamos a la tierra de los tótems! ¡Hurra! ¡Hurra!
Cuando el señor Hollister volvió aquella tarde del «Centro Comercial» fue el más sorprendido de todos los hombres de Shoreham.
—¿Pero dices en serio que vas a trasladarte en avión a Alaska?
—Desde luego. Y tú también puedes acompañarnos, John.
El señor Hollister dijo que le habría gustado de verdad, pero que no podía dejar el establecimiento. Cuando su esposa observó que no podían dejarlo solo, el dueño del «Centro Comercial» dijo, riendo:
—Me arreglaré solo perfectamente. Podéis iros todos. —Haciendo un guiño a Sue, añadió—: ¡Zip y Morro Blanco y sus hijos cuidarán de mí!
Se hicieron planes para que el avión de la compañía aterrizase en el aeropuerto de Shoreham dos días más tarde. Entretanto, todos tendrían tiempo de prepararse y hacer el equipaje para el viaje.
—¿Y qué os parece si lo celebramos, yendo de merienda mañana, después de salir de la iglesia? —sugirió el señor Hollister.
—Sería estupendo —declaró Pete.
—¿Podemos invitar a nuestros amigos, mamá? —preguntó Pam.
—Sí, hijitos. Que vengan a las dos de la tarde.
Después que hubieron telefoneado a sus amigos para invitarles a la merienda y se hicieron las compras necesarias, todos los niños se retiraron a sus habitaciones pensando en lo divertido que sería el viaje.
El domingo amaneció despejado y frío. Las dos familias acudieron a la iglesia y luego los primos se reunieron en el patio para celebrar una larga conversación en voz muy baja. Después, ahogando risillas, todos subieron las escaleras hasta el espacioso desván del tercer piso.
—Debemos poner las cosas en esta caja —dijo Pam—. Luego lo devolveremos a su sitio.
—Yo quiero la bruja —declaró Holly.
—¡Chist! Los mayores pueden oírnos y ya sabéis que tiene que ser una sorpresa.
Mientras hablaba, Pam abrió la caja y Pete murmuró:
—Tenías razón. Vamos a probarlo ahora.
Mientras los niños estaban en el ático, ocupados con sus manipulaciones secretas, tío Russ ayudó al señor Hollister a llevar el fogón portátil desde el garaje al patio trasero, a orillas del Lago de los Pinos, y lo colocaron junto a unas matas de agracejos.
—Pete puede encargarse de traer el combustible y ser el jefe de cocina —propuso el señor Hollister.
En ese momento, salía Pete de la casa, seguido por Teddy. Los dos muchachitos sonreían alegremente.
—¿Qué es lo que estáis haciendo? —preguntó tío Russ.
Sin explicar nada, los dos se dispusieron a preparar el fuego. Luego, sacaron del frigorífico hamburguesas y salchichas de Frankfurt y las dejaron sobre una repisa que formaba parte del fogón portátil.
Hacia la una y media empezaron a llegar los invitados de los Hollister. Jeff y Ann Hunter fueron los primeros en llegar corriendo al patio.
Jeff tenía ocho años, el cabello liso y negro y los ojos azules, y se parecía mucho a su hermana Ann. Ésta ya había cumplido los diez años y su cabello corto formaba bonitos rizos; tenía larguísimas pestañas que hacían sombra a sus ojos grises, muy grandes y dulces.
—¡Buenas tardes a todos! —dijo Ann, alegremente.
Y su hermano Jeff, mirando hacia el fogón, exclamó:
—¡Hum! ¡Estupendo! ¡Tengo un apetito…!
No fue preciso hacer las presentaciones porque los primos de los Hollister ya habían estado otras veces en Shoreham y conocían a los demás niños.
La siguiente en llegar fue Donna Martin. Iba dando alegres saltitos y en seguida desapareció en la cocina, en busca de los mininos. Dave Meade llegó a buen paso e inmediatamente se puso a ayudar a Pete, que estaba encendiendo el fuego.
Cuando el fuego estuvo bien encendido, con un alegre color de cerezas maduras, los muchachos llevaron una larga mesa y banquetas campestres, que se guardaban en el gran garaje de los Hollister, y colocaron todo en el césped. Las niñas se encargaron de cubrir la mesa con un blanquísimo mantel, y fueron poniendo platos y vasos de cartulina.
Desde la casa llamó la señora Hollister, diciendo:
—Niños, ya es hora de poner la carne al fuego.
Pete cogió las hamburguesas y las salchichas y cuando acababa de colocarlas sobre el fuego, Dave levantó los ojos y vio algo que le hizo dar un grito de inquietud.
En el patio destinado a celebrar la merienda, acababan de entrar cuatro perrazos. Habían olfateado lo que Pete ponía al fuego y se aproximaban allí, ladrando y aullando amenazadoramente.
—¡Fuera! ¡Fuera! —gritó Pete a un feo y grande perro negro que quería arrancarle de las manos una ristra de salchichas.
Pam se lamentó, escalofriada:
—¡Van a estropearnos la merienda!