BOLAS DE BARRO

—¡Mirad! ¡Venid en seguida! —gritó Sue Hollister, dirigiéndose a sus hermanos y hermanas mayores—. ¡Están tirando barro a las caras de madera!

Sue, la nenita de cuatro años y cabellos rubios, pedaleó furiosamente por el camino de su casa.

Al oír sus gritos, por la esquina de la gran casa blanca aparecieron dos muchachos. Pete, el mayor, preguntó en seguida:

—¿Qué pasa, Sue?

Pete era un guapo muchachito de doce años, con oscuro cabello, muy corto, y ojos de dulce expresión.

—Joey y Will están tirando barro y manchando todas las caras. ¡Haz algo para que no sigan! —gritó Sue.

El otro niño, que se llamaba Ricky y tenía ocho años, el cabello despeinado y pelirrojo y la cara llena de pecas, no se sintió muy seguro de que la pequeñita no quisiera gastarles una broma.

—Es verdad. Verdad del todo —afirmó Sue, mientras hacía girar su triciclo y volvía a pedalear rápidamente—. Venid a verlo.

—¿Y dónde están haciendo eso? —preguntó Pete, desconcertado, echando a correr con Ricky.

—En el prado del señor Tompkin.

Dentro de la casa, dos niñas habían oído el alboroto y salían a toda prisa para averiguar qué pasaba. La más alta, Pam Hollister, de cara muy dulce, tenía el cabello castaño oscuro. Ella y su hermana Holly, de seis años, bajaron corriendo las escaleras. Holly llevaba el cabello rubio recogido en trencitas y su sonrisa pícamela la delataba como la más traviesa de la familia.

—¡Esperadnos! —pidió a gritos Pam.

Los cinco hermanos, que justamente entonces habían acabado de cenar, corrieron calle abajo, y dieron la vuelta a la esquina, precedidos por Sue, que indicaba el camino.

Y de repente, todos contemplaron algo muy extraño. En el centro del extenso prado del señor Tompkin había un grueso tronco de dos metros de altura. Pero lo asombroso era que en el tronco había esculpidas unas cómicas caras de animales; la de encima era la cabeza de un oso. Y todas ellas, pintadas de alegres colores rojo, verde, azul y amarillo, estaban ahora embadurnadas de barro.

—¡No dejéis que sigan haciendo eso! ¡Qué malos son! —exclamó Sue, señalando el prado.

En el bordillo del prado y junto a una caja casi llena de bolas de barro, había dos muchachos de la edad de Pete. Eran Joey Brill y Will Willson. Los dos miraban, desafiantes, hacia la puerta de la casa, donde un hombre de cabellos grises agitaba los brazos enfurecido.

—¡Fuera! ¡Fuera! —gritaba el hombre a quien los Hollister veían por primera vez—. ¡Dejad en paz mi tótem!

Joey se puso bizco al sonreír, mientras cogía otra bola y echaba el brazo hacia atrás. ¡Plash! La bola se aplastó sobre la cabeza del oso.

—¡Has alcanzado a Ojo de Buey! —gritó Will, entre enormes risotadas.

Apretando los puños, Pete llegó corriendo junto a Joey.

—Ese hombre os ha dicho que os marchéis. ¿Por qué no os vais de una vez?

Joey miró a Pete con rabia, y masculló:

—¿Tú otra vez? ¡No te metas en esto!

Más de una vez, Joey y Will Willson se habían puesto de acuerdo para molestar a los Hollister y a otras personas de la vecindad.

—¡Eso es! —concordó Will, siempre dando la razón a su amigo—. No queremos este tótem en Shoreham. Es un ídolo indio y nos traerá mala suerte.

—Nada de eso —gritó el hombre de la puerta—. Los tótems no son ídolos; además, éste lo he esculpido yo mismo. Ahora ¡largaos y dejad de molestarme!

En lugar de obedecer, Joey cogió otra bola de barro y dijo con rabia:

—¡A que no se atreve a obligarme!

Pete, indignado por la falta de educación de Joey, retrocedió unos pasos y, muy serio, dijo:

—Si tiras esa bola, luego lo lamentarás.

—¿Crees que te tengo miedo?

—Tírala —animó Will a su amigo—. Dale a Pete con ella.

Joey echó el brazo hacia atrás y arrojó la bola. Como Pete se apartó a tiempo, el barro no le alcanzó a él, pero en cambio fue a aplastarse en el hombro de Pam.

—¿Qué has hecho? —gritó la niña, viendo correr el barro por su vestido—. ¡Eres muy malo, Joey!

Pete ya no pudo aguantar más y se lanzó hacia Joey. Pero éste, a toda prisa, dio media vuelta y echó a correr. Will le imitó y salió huyendo de Pete, que les seguía a muy poca distancia.

—¡Atrápales! ¡Atrápales! —chilló Ricky.

Y también el pecosillo echó a correr, aunque se detuvo el tiempo necesario para recoger una de las bolas de barro, al pasar rápidamente junto a la caja.

La indignación hacía a Pete correr con más rapidez que los dos camorristas. A los pocos momentos alcanzaba a Joey y haciéndole una llave le obligó a desplomarse en una franja de césped.

Inclinándose sobre Joey, Pete le sostuvo, con ambas manos, fuertemente, los hombros contra el suelo y se sentó sobre el pecho del chico.

—¡Di que estás arrepentido de lo que has hecho! —ordenó a Joey.

Ricky ya había llegado junto a ellos y se divertía enormemente viendo lo ocurrido.

—¿Qué te parecería si te pintase con esto? —preguntó con una risilla, sosteniendo la bola de barro sobre la cabeza de Joey.

—¡No! ¡No dejes que me la tire! —suplicó Joey a Pete, mientras luchaba por soltarse de las manos que le aprisionaban.

Con ello, Pete perdió el equilibrio y se vio lanzado hacia arriba. Su cabeza tropezó en el brazo de Ricky y la bola de barro… cayó en plena cara de Joey.

El camorrista empezó a sacudirse y escupir barro, hecho una fiera.

—¡Me vengaré de esto! —masculló, cuando Pete le dejó levantarse—. Cogeré este tótem y…

Y entre un sinfín de amenazas, Joey y Will escaparon de allí. Pete y Ricky volvieron riendo al prado del señor Tompkins. El anciano estaba ayudando a Pam a limpiarse el vestido con un paño húmedo.

—Éstos son mis hermanos, Pete y Ricky —dijo Pam, presentándoles—. Éste es el señor Roebuck.

Cuando los dos chicos le estrecharon las manos, el señor Roebuck dijo amablemente:

—Podéis llamarme Viejo Ben. Ése es el nombre que me da todo el mundo.

Luego, dio las gracias a los hermanos Hollister por haber librado el tótem de más ataques con las bolas de barro.

—Nos alegra conocerle, señor —dijo Pete, cortésmente—. Mi hermano también ha manchado de barro a Joey… Ha sido un accidente.

—Se lo tiene merecido —aseguró Holly, arrugando la nariz.

Los labios del señor Roebuck se abrieron en una alegre sonrisa y sus ojos grises despidieron chispitas de complacencia.

—Sois muy simpáticos todos. Bueno. Supongo que os estaréis preguntando qué he venido a hacer aquí con este tótem.

A continuación, explicó a los niños que la señora Tompkin era su sobrina.

—Acabo de llegar a Shoreham para quedarme a vivir con ella y su marido. Ellos están ahora de vacaciones y yo he colocado aquí el tótem para darles una sorpresa.

—¿Ha llegado usted de la tierra de los indios? —preguntó Sue, todavía montada en el triciclo.

—Es casi lo mismo que si viniera de allí, porque he vivido durante cincuenta años en Alaska. Soy uno de los viejos de la levadura.

—¿Qué cosa dice que es dura? —indagó Holly, extrañada.

El señor Roebuck se echó a reír y explicó que «levadura» era el nombre que se daba en América a los exploradores y mineros de oro que marchaban al norte del Canadá y Alaska en busca de fortuna.

—Y nos llamaban así porque solíamos comer galletas y pan preparado con levadura.

Los viejos aventureros se llevaban siempre un poco de levadura para añadirla a la masa de pan, antes de cocerla.

—Tal vez a vosotros no os parezca una gran cosa, pero, cuando se tiene mucho apetito, eso resulta un manjar.

Ya se estaba haciendo de noche en todo Shoreham y Pam opinó que ella y sus hermanos debían volver ya a casa. Pero Ricky insistió en que se quedaran otro momento para seguir haciendo otras interesantes preguntas sobre la extraña escultura.

—La hice como entretenimiento —repuso el señor Roebuck—. Y la coloqué a la entrada de mi casita, en Jueneau. Ahora me lo he traído aquí para que me recuerde mis felices tiempos en Alaska.

—¿Y cómo es Alaska? —se interesó Holly—. ¿Es divertido vivir allí?

El señor Roebuck declaró que Alaska, aunque en su mayor parte era misteriosa y desierta, resultaba una tierra muy hermosa.

—Está llena de terribles osos pardos. Si alguna vez vais allí, no os adentréis demasiado en los bosques, porque podríais encontraros con alguno de dichos osos.

Pete se interesó por el significado de un tótem y el «hombre de la levadura» le repuso que era como un blasón o un escudo de armas.

—Los indios lo interpretan contemplándolo de arriba abajo y así se enteran de muchas cosas sobre una familia o jefe de alguna tribu.

Mientras Pete ayudaba al señor Roebuck a limpiar de barro el tótem, el explorador dijo a los niños que el oso de la parte superior representaba a cierta tribu india.

—Me adoptaron a mí como miembro honorario. El jefe me estaba agradecido porque rescaté a su sobrino de las zarpas de un oso.

Inmediatamente debajo del oso, se veía un salmón y bajo el pez se veía la figura de un hombre, sentado sobre un búho y sosteniendo una pala en las manos.

—Éste es mi viejo amigo Emmet Gallagher —hizo saber Ben Roebuck a los Hollister—. Le situé sobre el viejo búho sabio porque creo que Emmet es uno de los hombres más inteligentes de Alaska.

—¡Qué interesante! —se entusiasmó Pam.

—Cuéntanos cosas de los tótems —pidió Holly.

—Pues una de las cosas que puedo deciros es que uno de los más misteriosos tótems del mundo está extraviado en alguna parte de Alaska. El que llegue a encontrarlo será muy afortunado.

Los Hollister estaban deseando saber muchas más cosas, pero estaba ya muy oscuro y el viejecito se encontraba cansado. Por eso propuso:

—Volved en otra ocasión y os contaré más detalles sobre el misterio.

Los niños se despidieron y regresaron hacia su casa, situada a orillas del Lago de los Pinos.

Cinco minutos más tarde entraban en la salita de su hogar, hablando todos a un tiempo del señor Roebuck.

Los padres les escucharon con interés. El señor Hollister era un hombre alto, atlético y simpático. Era el dueño del «Centro Comercial» de Shoreham, una tienda con sección de ferretería, juguetes y artículos de deporte. Su mujer era guapa, delgada, de cabellos castaños.

—Por lo visto habéis encontrado un nuevo amigo muy interesante —opinó con gran entusiasmo la madre.

—Y el misterio del tótem parece cosa de fantasmas —rió el señor Hollister.

—A lo mejor mañana nos cuenta más cosas —dijo Ricky, esperanzado—. Como no tenemos que ir a la escuela en todo el verano, podríamos visitarle por la mañana.

Al día siguiente, toda la familia se levantó temprano y acababan de desayunar cuando sonó el teléfono.

Pam corrió al vestíbulo para contestar.

—¡No! ¡No es posible! —exclamaba un momento después—. ¡Sí! Iremos en seguida.

—¿Qué ha pasado? —preguntó Pete, mientras todos los demás se acercaban a rodear a Pam.

—¡Una cosa terrible! —respondió Pam—. El tótem del viejo Ben… ¡ha desaparecido!