Cuando llegaron junto a las niñas, Pete y Ricky estaban tan nerviosos que casi no podían hablar.
—Estamos seguros de que hemos localizado la radio de Meyer —tartamudeó Pete, encarnado de entusiasmo.
Ambos muchachitos dijeron que habían captado las letras Lima Alfa, y una última letra, no muy clara.
—Pero debía de ser Eco —exclamó Ricky—. Ahora sabemos que el avión del señor Meyer está por aquí.
Al enterarse de aquello, la señora Strebel se puso muy nerviosa.
—En cuanto venga mi marido se lo diremos. Puede que el avión que está buscando a Meyer haya captado también la señal.
Mientras esperaban al alpinista, los dos hermanos Hollister siguieron conectando su radio, pero esta vez no obtuvieron respuesta. Al cabo de un rato vieron, aparecer a Strebel por el camino de la casa y todos corrieron a su encuentro. Pete y Ricky fueron los primeros en llegar junto a él.
—Hola, chicos —sonrió Strebel—. ¿Qué buenas noticias habéis captado? ¿Habéis oído mi llamada?
Pete abrió la boca, lleno de desencanto al oír aquello, y Ricky pareció abrumado.
—¿Era… el avión de ustedes? —preguntó Pete—. Nosotros que habíamos pensado…
—¿Que era el avión de Johann Meyer?
Pete asintió con cara sombría.
—¡Oh! ¡Y nosotros suponíamos haber hallado una buena pista!
Mientras subían las escaleras del porche, el guía suizo les dijo que el avión en que habían volado aquel día utilizaba las iniciales Lima Alfa Yanqui.
—De todos modos, seguid utilizando la radio —animó a los chicos—. A lo mejor acabáis dando con Meyer.
A la hora de la cena se decidió que los Hollister se quedarían unos días más.
—¡No quiero irme hasta que encontremos al señor Meyer! —declaró Ricky, testarudo, y toda su familia estuvo de acuerdo con él.
—Nosotros seguiremos utilizando los «walkie-talkie» —dijo Pete.
—Y así también podremos visitar a esos señores que soplan en los cuernos —añadió Holly.
La señora Hollister prometió acompañar a sus hijos en la próxima excursión, y al día siguiente, a media mañana, los cinco niños, la madre y Biffi se pusieron en camino en la misma dirección que habían tomado los excursionistas suizos. Cada uno llevaba su mochila con una buena comida preparada por la madre de Ruthli.
Según iban ascendiendo lentamente por la montaña, los Hollister se detenían de trecho en trecho, para contemplar el maravilloso panorama que iban dejando atrás. Aunque brillaba el sol, había muchas nubes algodonosas que cubrían las cimas de las montañas.
A medio camino del chalet del señor Gruen oyeron el estridente sonido de un cuerno alpino que produjo fuertes ecos por todo el valle.
—¡Canastos! —chilló Ricky con alegría—. No puedo esperar más. Tengo que tocar en seguida ese cuerno.
Los excursionistas podían ya ver la casa de Gruen cuando Sue se sentó en el suelo, diciendo con un pucherito:
—Estoy cansada, mami.
—Yo te llevaré en brazos, hijita —contestó la madre.
Entre Pete y Pam levantaron a la pequeñita, colocándola sobre la mochila de su madre y Sue fue así muy cómodamente el resto del trayecto. El señor Gruen salió a la puerta a saludarles.
—Hemos venido a visitarle —explicó Sue a grititos, desde lo alto de la mochila.
—Muchas gracias —contestó el hombre, sonriendo—. Permitan que les invite a un vaso de leche fresca.
Mientras el hombre entraba en su casa, la señora Hollister dejó a Sue en el suelo. Biffi se sentó, jadeando. Al cabo de un momento salió el señor Gruen con una bandeja en la que llevaba seis grandes vasos de leche, y para Biffi un cuenco. Los excursionistas, que estaban sedientos, la bebieron golosamente.
Mientras los demás daban las gracias al amable señor Gruen, Sue empezó a restregarse los ojitos con el dorso de la mano.
—Este aire tan puro le hace sentir sueño —dijo el señor suizo.
—Quiero ver ese cuerno grandísimo —dijo la pequeñita de pronto.
La señora Hollister añadió:
—Antes le hemos oído tocar el cuerno.
—No era a mí a quien han oído ustedes. Debe de haber en las montañas alguien más que hace sonar un cuerno, aunque no sé quién pueda ser.
Luego fue a buscar su cuerno y se lo enseñó a los niños. Cada uno de ellos intentó hacerlo sonar, pero sólo consiguieron producir una especie de soplido.
—Venid, yo os enseñaré cómo se hace.
Y dicho esto, el señor Gruen aspiró una gran bocanada de aire, hinchó las mejillas y sopló con fuerza. El sonido que hizo el cuerno llegó a todas las cumbres de las montañas. Los Hollister estuvieron un rato escuchando atentamente, hasta que sonó la respuesta.
—Es mi amigo. Él reconoce el sonido de mi cuerno —dijo Gruen.
Mientras Pete, Pam y Ricky intentaban hacer sonar debidamente el gran instrumento, Holly y Sue treparon a unos prados algo apartados, en donde pastaba el ganado de Erik. Las oscuras vacas levantaban la cabeza una y otra vez, mientras mordisqueaban las hierbas tiernas. El clinclan de sus esquilas sonaba perezosamente.
Holly hizo un ramillete de campanillas, tréboles, margaritas y una preciosa flor de color púrpura que crecía muy escondida en tierra.
—Mira, Sue.
Al acercarse a su hermana, que estaba tumbada en el suelo, vio que dormía profundamente. Holly contuvo la risa, y fue en busca de su madre.
—Toma. Este ramito es para ti.
—¡Qué bien huelen! Gracias, guapa. Pero ¿dónde está Sue? —preguntó la señora Hollister.
—Durmiendo una siesta. Venid, os la enseñaré.
Seguida por los demás niños, Holly llevó a su madre al lugar en que se había quedado la pequeñita. Cuando llegaron allí una enorme vaca se inclinaba sobre Sue. El animal sacó la lengua y le dio un gran lametón en la cabeza.
—Huy, vete —protestó la pequeñita, adormilada—. Déjame que descanse.
Pero un momento después Sue se sentaba muy sorprendida, al oír las alegres risas de sus hermanos.
—¡Hilda te ha besado! —anunció Holly a gritos.
—No la he oído venir —sonrió, avergonzada la niña—. ¿Dónde está su campanilla?
—¡Pero si no la lleva! —observó Pete.
En aquel momento llegó Erik junto a los Hollister, y explicó que acababa de llegar de la montaña, a donde había ido en busca de una vaca extraviada. Cuando los otros le preguntaron por la campanilla de Hilda, el muchachito suizo suspiró:
—Debe de haber sido algún turista. Ya podían entretenerse en otra cosa, y no en quitar las esquilas a las vacas —protestó.
—La «probecita» se ha quedado sin campanilla —murmuró Sue, acariciando consoladora una pata de Hilda.
—¿No podemos comer ya? —preguntó Ricky—. Estoy hambriento.
Erik dijo que les haría compañía y fue a buscar un paquete que tenía bajo un árbol cercano. Todos se sentaron en la hierba, desenvolvieron los bocadillos y empezaron a comer bajo la vigilancia de Hilda, la vaca, aficionada a estar siempre entre personas.
—Es hora de volver —anunció luego, la madre.
El vaquerillo bajó con ellos hasta el chalet, donde los Hollister se despidieron de él y su padre.
—Tengo un regalo para vosotros, pequeños —dijo el señor Gruen, cogiendo unos cuantos cuernos alpinos pequeños—. Éstos son de buena medida para que podáis tocarlos vosotros.
—¡Gracias! ¡Gracias! —dijeron a coro los niños, apresurándose a aceptar los instrumentos.
Cuando soplaron por ellos, las notas fueron las mismas que las de los cuernos alpinos grandes, pero en miniatura. Biffi puso las orejas muy tiesas y lanzó un agudo ladrido, para hacer coro a los niños.
—Mi padre fabrica él mismo los cuernos —explicó Erik, lleno de orgullo.
Antes de emprender el regreso montaña abajo, Pete y Ricky llamaron con su radio a Lima, Alfa, Eco, pero no obtuvieron respuesta.
Entonces, haciendo sonar los cuernos, echaron a andar hacia Grindelwald. Biffi correteaba entre ellos, ladrando.
—Juguemos a los montañeses —propuso Ricky a Holly—. Yo iré delante, haré sonar el cuerno y tú me contestas.
Y el travieso Ricky echó a correr, soplando con fuerza en su instrumento. Biffi, muy nervioso, se lanzó a la carrera tras el niño. De repente, el animal dio un salto ante Ricky, que se tambaleó, dejando escapar de sus manos el cuerno. Mientras el pecosillo recuperaba el equilibrio, Biffi dio un brinco y cogió entre sus dientes el cuerno, por el extremo por el que se sopla.
—Sé buen chico —rogó Ricky, acercándose al perro—. Anda, dámelo.
Pero, cuando extendió la mano, para coger el cuerno, el perro se apartó ágilmente. Se inició una enloquecida persecución, porque Ricky no estaba dispuesto a quedarse sin lo que acababan de regalarle. Pero Biffi no se dejaba dar caza y, al fin, acabó saltando a un gran peñasco situado a un lado del camino.
El perro estaba allí, tranquilamente sentado y con el cuerno en la boca, cuando llegaron los demás. Ricky, que se había fatigado con la carrera, se apoyaba, jadeante, en el peñasco. Al ver aquello, todos se echaron a reír y Holly rió tanto y de tan buena gana que empezó a dolerle la cintura.
—Biffi, guapín, ¿vas a tocar tú el cuerno? —indagó Sue.
Y Ricky, muy enfurruñado, explicó:
—Este perro es tan rápido, que no me ha dado tiempo de recogerlo, cuando se me ha caído el cuerno.
Pam sacó de su bolsillo un trozo de pastel que no se había comido al mediodía, y lo puso en lo alto, ofreciéndoselo al perro. Cuando Biffi abrió la boca para comerse el pastel, el cuerno cayó al suelo.
Ricky, a toda prisa, lo recogió y se alejó un poco.
—No está roto —comprobó—. Pero tendré que lavarlo bien en cuanto lleguemos a la pensión.
Cuando llegaron, Ruthli salió al porche a saludarles, y mostrarles una carta que llevaba en la mano.
—Es para vosotros —dijo.
Pam cogió el sobre. Iba dirigido a la Familia Hollister y el matasellos era de Lucerna.
—Ábrela, mamá —pidió Pam.
—¡Zambomba! Si nosotros no conocemos a nadie de Lucerna —comentó Pete, mientras su madre rasgaba el sobre.
La señora Hollister sacó un trozo de papel blanco en el que escrito a lápiz, se leía: «Su amigo Meyer desea que ustedes se reúnan con él en el puente cubierto de Lucerna, mañana al mediodía».
La nota no llevaba firma.
—Esto es muy extraño —opinó la señora Hollister, apresurándose a entrar para enseñar la misiva a la madre de Ruthli.
—Entonces, es que Johann Meyer se ha salvado… —se entusiasmó la señora suiza.
—A lo mejor yo han encontrado su avión —dijo Pam, mientras la señora Strebel pasaba la nota a Pete.
—¿La escribe el mismo señor Meyer? —preguntó Ricky.
—No lo creo —contestó su hermano—. A mí me parece que si la hubiera escrito el señor Meyer diría «deseo» y no «su amigo Meyer desea». A mí esta nota me parece un truco.
—No está muy bien escrita —observó Pam, volviendo a mirarla—. No creo que el señor Meyer tenga esta letra.
—A lo mejor la ha escrito muy de prisa, porque se encontró en un conflicto —reflexionó Holly.
—Yo creo que sólo hay un medio de averiguar cuál es la verdad —dijo la señora Hollister.
—¿Ir a Lucerna? —preguntó Pam, esperanzada.
—Sí. Pero eso ya no es posible, porque tenemos que tomar el avión para volver a casa. Mañana es el último día de la semana que teníamos para pasarlo en Suiza.
Todos los niños quedaron silenciosos y tristes por un momento. Al cabo de un rato, Ricky exclamó:
—¡Canastos! ¡Se me había olvidado!
—Por favor, mamá, quedémonos un poquito más —suplicó Pam—. El señor Meyer necesita nuestra ayuda.
Entretanto, a Holly le habían empezado a temblar los labios y a Sue se le llenaron de lágrimas los ojitos.
—Los Hollister nunca han dejado un misterio sin solucionar —murmuró Peter.
—Y este caso era tan misterioso… —añadió Ricky.
La señora Hollister quedó un momento contemplando las caritas de preocupación de sus hijos y después de reflexionar, declaró:
—Estoy orgullosa de vosotros, porque no sois de los que abandonan la lucha fácilmente.
Un momento después, sonreía, y dijo:
—Estoy con vosotros. Vamos a llegar al fondo de este misterio.