La cápsula, un obelisco de acero de berilio, medía quince metros de altura: un arca insegura que surcaría el mar de estrellas. Contenía habitaciones para once personas, un ordenador cuyas facultades inspiraban cierto temor reverente y un tesoro subminiaturizado, consistente en todo lo que valía la pena salvar de dos mil millones de años de vida en la Tierra.
—Prepara la cápsula —había indicado Vorst al hermano Capodimonte como si el Sol fuera a convertirse en nova el mes que viene y tuviéramos que salvar lo más importante.
Como antiguo antropólogo, Capodimonte tenía sus propias ideas sobre lo que debía contener un arca semejante, pero procuró no dejarse influir por ellas y cumplir al pie de la letra las instrucciones de Vorst. Un subcomité de hermanos había planeado décadas atrás, con absoluta discreción, una expedición interestelar a años vista, que había sufrido sucesivos retoques, por lo que Capodimonte se benefició del pensamiento de otros hombres. Una comodidad suplementaria.
Existían algunos preocupantes componentes de misterio en el proyecto. Por ejemplo, no conocía la naturaleza del planeta al que se dirigirían los pioneros. Nadie lo sabía. Desde esta distancia, no había forma de saber si albergaría vida de tipo terrestre.
Los astrónomos habían localizado cientos de planetas esparcidos por otros sistemas. Algunos podían ser vistos de forma borrosa mediante los sensores telescópicos; la existencia de otros se deducía gracias a los cálculos de órbitas estelares irregulares. Pero los planetas estaban allí. ¿Darían la bienvenida a los terrícolas?
De los nueve planetas que componían el sistema solar, sólo uno era habitable… Un tanto por ciento pesimista para otros sistemas. Había costado dos generaciones de duro trabajo terraformar Marte; los once pioneros ni siquiera podrían hacer esto. Convertir a los hombres en venusinos había exigido los más sofisticados adelantos genéticos, algo impensable para los viajeros. Deberían encontrar un mundo a su medida o fracasar.
Los espers de Santa Fe afirmaban que existían mundos apropiados. Habían escrutado los cielos, extendido su mente y establecido contacto con planetas tangibles y habitables. ¿Ilusión? ¿Engaño? Capodimonte no estaba en condiciones de poder precisarlo.
Reynolds Kirby, preocupado por el proyecto desde el primer momento, fue a ver a Capodimonte.
—¿Es verdad que ni siquiera saben a qué estrella se dirigen? —preguntó.
—Es verdad. Han detectado emanaciones procedentes de algún lugar. No me preguntes cómo. Tal como está previsto, nuestros espers se encargarán de guiar la nave, y sus impulsores de propulsión. Nosotros encontramos, ellos nos elevan.
—¿Un viaje a cualquier parte?
—A cualquier parte —corroboró Capodimonte—. Practican un agujero en el cielo y envían la cápsula a través. No viaja por el espacio normal, sea lo que sea el espacio normal. Aterriza en el planeta con el que nuestros espers afirman haber conectado y envían un mensaje, diciéndonos dónde están. Recibiremos el mensaje dentro de una generación. Pero, entretanto, ya habremos enviado otras expediciones. Un viaje sólo de ida a ninguna parte. Y Vorst es el primero en apuntarse.
Kirby meneó la cabeza.
—Es difícil de creer, ¿no? Pero es evidente que será un éxito.
—¿Sí?
—Sí. Vorst ordenó a sus osciladores que echaran un vistazo. Le han dicho que llegará sano y salvo; por eso tiene tantas ganas de lanzarse hacia esa negrura: sabe por adelantado que no correrá ningún riesgo.
—¿Tú te lo crees? —preguntó Capodimonte, pasando las hojas del inventario.
—No.
Ni tampoco el hermano Capodimonte, pero no puso objeciones al papel que le habían adjudicado. Estaba presente en la reunión del Consejo cuando Vorst anunció sus sorprendentes intenciones, y había oído a Reynolds Kirby defender con gran elocuencia que se le permitiera partir al Fundador. La tesis de Kirby fue de lo más acertado, considerando el contexto de pesadillas que rodeaba todo el proyecto. Y la cápsula partiría, impulsada por el esfuerzo común de algunos muchachos de piel azul, y guiada a través de los cielos por las mentes dispersas de los espers de la Hermandad, y Noel Vorst jamás volvería a andar sobre la Tierra.
Capodimonte consultó sus listas:
Comida.
Ropas.
Libros.
Herramientas.
Equipo Médico.
Aparatos de comunicación.
Armas.
Fuentes de energía.
La expedición estaba convenientemente pertrechada para su aventura, pensó Capodimonte. Todo el proyecto podía ser una locura, o la mayor empresa llevada jamás a cabo por el hombre; el hermano Capodimonte no se decidía por una u otra posibilidad, pero de algo estaba seguro: la expedición estaba convenientemente pertrechada. Él se había encargado de ello.