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El rostro azul de un venusino se asomó a la pantalla, extraño e impresionante, pero su propietario había nacido en la Tierra, como delataban la forma de la cabeza, la línea de los labios y el perfil de la barbilla. Era el rostro de David Lázaro, fundador y líder resucitado del culto de la Armonía Trascendente. Vorst había conversado a menudo con Lázaro durante los doce años transcurridos desde la resurrección del archihereje. Los dos profetas siempre se habían permitido el lujo del pleno contacto visual. Era monumentalmente caro enviar no sólo voces sino también imágenes por la cadena de estaciones que conectaban la Tierra y Venus, pero el gasto significaba poco para los dos hombres. Vorst insistió. Le gustaba ver el rostro transformado de Lázaro mientras hablaban. Le permitía concentrarse en algo durante los largos y aburridos intervalos que interrumpían su conversación. Aun a la velocidad de la luz, los mensajes tardaban en llegar de un planeta a otro. Un simple intercambio de opiniones requería más de una hora.

—Creo que ha llegado la hora de unir nuestros movimientos, David —dijo Vorst, sentado cómodamente en su balancín de espuma trenzada—. Nos complementamos mutuamente. Esta separación no nos favorece en nada.

—Quizá se pierda algo en la unión —replicó Lázaro—. Somos la rama más joven. Si nos reabsorbéis, nos disolveremos en vuestra jerarquía.

—De ninguna manera. Te garantizo que los armonistas gozarán de plena autonomía. Más aún, te garantizo un papel dominante en la composición política.

—¿Qué tipo de garantías me ofreces?

—Aparquemos el tema de momento. Tengo una tripulación interestelar preparada para partir. Estará equipada por completo dentro de unos meses. He dicho equipada por completo. Estarán en condiciones de hacer frente a cualquier cosa que encuentren. Sin embargo, es preciso hacerles salir del sistema solar. Danos el impulso, David. Cuentas con el personal necesario. Hemos seguido paso a paso vuestros experimentos.

Lázaro asintió con la cabeza, y sus branquias temblaron.

—No te negaré que lo hemos conseguido. Somos capaces de impulsar mil toneladas de aquí a Plutón. Somos capaces de impulsar esa masa hasta el infinito.

—¿Cuánto se tardaría en llegar a Plutón?

—Poco. No te diré exactamente cuánto. Digamos que las estrellas están al alcance de la mano. Desde hace ocho o diez meses. Desde luego, no hay forma de establecer un contacto permanente. Podemos impulsar, pero no podemos hablar a una distancia de docenas de años-luz. ¿Podéis vosotros?

—No. Perderemos el contacto con la expedición en cuanto supere el límite de la comunicación por radio. Tendrá que enviar de vuelta una nave auxiliar convencional para anunciar su llegada. Pasarán décadas antes de que nos enteremos, pero hemos de intentarlo. Cédenos tus hombres, David.

—¿Te das cuenta de que quemaremos docenas de nuestros jóvenes más prometedores?

—Sí, me doy cuenta. De todos modos, cédenos tus hombres. Contamos con técnicas para reparar a los quemados. Que impulsen la nave hacia las estrellas, y cuando caigan exhaustos intentaremos sanarles. Para eso está Santa Fe.

—¿Primero reventarles y, más tarde, curarles? Qué crueldad. ¿Tan importantes son las estrellas? Prefiero que esos chicos desarrollen sus poderes en Venus y sigan sanos.

—Les necesitamos.

—Y nosotros también.

Vorst empleó el intervalo en inundar su cuerpo de estimulantes. Vibraba de energía cuando le llegó el turno de contestar.

—David, me perteneces —dijo—. Yo te hice y te necesito. Te dormí en 2090, cuando no eras nadie, un advenedizo, te devolví a la vida en 2152 y te di un mundo. Me lo debes todo. Ahora, exijo que me pagues. He estado esperando este momento cien años. Tu pueblo tiene por fin los espers que pueden enviar a mi pueblo a las estrellas. Independientemente del precio que debas pagar, quiero enviarles.

La fuerza que confinó a sus palabras agotó a Vorst, pero tuvo tiempo de recobrarse. Tiempo de pensar, de esperar la respuesta. Había movido sus piezas, y ahora le tocaba a Lázaro. A Vorst no le quedaban muchos ases en la manga.

La figura de rostro azul se veía inmóvil en la pantalla; las palabras de Vorst aún no habían llegado a Venus. La respuesta de Lázaro tardó en llegar.

—No creía que fueras tan directo, Vorst —dijo—. ¿Por qué debo estarte agradecido por revivirme, si fuiste tú quien me metió en aquel agujero? Sí, lo sé. Porque mi movimiento era insignificante cuando me apartaste de él y poderoso cuando me resucitaste. ¿También te concedes el mérito por ello? —una pausa—. No importa. No quiero darte mis espers. Si quieres ir a las estrellas, consíguelos por tus propios medios.

—No digas tonterías. Tú también quieres las estrellas, David, pero ahí arriba, en esas tierras salvajes, careces de los medios técnicos para equipar una expedición. Yo sí los tengo. Unamos nuestras fuerzas. Es lo que deseas, digas lo que digas. Voy a decirte lo que te impide aceptar mi oferta, David. Tienes miedo de la reacción de tu pueblo cuando se entere de que has accedido a colaborar, dirán que te has vendido a los vorsters. Te empeñas en adoptar una postura en la que no crees, porque careces de auténtica independencia. Imponte, David. Utiliza tus poderes. Puse el planeta en tus manos. Ahora quiero que me pagues la deuda.

—¿Cómo voy a decirle a Mondschein, a Martell y a los demás que he accedido mansamente a someterme a tus deseos? Ya les ha puesto bastante nervioso que les impusieran un mártir resucitado. A veces creo que me van a martirizar otra vez, y ésta es definitiva. Necesito darles algo a cambio.

Vorst sonrió. La victoria estaba al alcance de su mano.

—Diles que te ofrezco la autoridad suprema sobre ambos planetas, David. Diles que la Hermandad no sólo acogerá con agrado la vuelta de los armonistas, sino que serás el dirigente supremo de ambas ramas de la fe.

—¿De ambas?

—De ambas.

—¿Y qué harás tú?

Vorst se lo dijo. Y una vez surgidas las palabras de sus labios, el Fundador se hundió en su balancín, agotado y aliviado al mismo tiempo, sabiendo que había efectuado la última jugada de la partida que ya duraba un siglo, y que todo había salido a pedir de boca.