A cuarenta y cinco kilómetros de la pintoresca ciudad de Santa Fe, los laboratorios del Centro de Investigaciones Biológicas Noel Vorst se alzaban en el interior de un anillo de montañas oscuras. En este lugar, los cirujanos transformaban seres vivos en extraterrestres. En este lugar, los técnicos manipulaban genes laboriosamente. En este lugar, familias de espers se sometían a incesantes rondas de experimentos, y hombres biónicos empujaban sin piedad a sus cobayas humanos hacia un nuevo estadio de la existencia. El Centro era una máquina poderosa, que trabajaba con un propósito firme y determinado.
Hombres inconcebiblemente viejos constituían el corazón de la máquina.
El núcleo del movimiento se hallaba en el edificio rematado por una cúpula situado cerca del salón de actos principal, donde Noel Vorst residía cuando se trasladaba a Santa Fe. Vorst, el Fundador, reconocía más de un siglo y cuarto de existencia. Algunos decían que estaba muerto, que el Vorst que aparecía a veces en las capillas de la Hermandad era un robot, un simulacro. A Vorst le divertían tales rumores. A estas alturas, la mayor parte de su cuerpo era artificial, pero sin duda estaba vivo, y no tenía la menor intención de morir. Si hubiera planeado morir, jamás se habría tomado la molestia de fundar la Hermandad de la Radiación Inmanente. Los primeros años habían sido muy duros. No es agradable ser considerado un chiflado.
Entre quienes habían considerado a Vorst un chiflado en aquellos días se encontraba su actual lugarteniente, el Coordinador Hemisférico Reynolds Kirby. Éste se había unido a la Hermandad en una época de crisis personal, buscando algo a lo que aferrarse en medio del vendaval. Ocurrió en 2077. Setenta y cinco años más tarde, continuaba aferrado. A estas alturas ya era el alter ego de Vorst, un anexo del alma del Fundador.
Sin embargo, el Fundador no había confiado en Kirby para manejar el problema de Lázaro. Por primera vez en muchos años, Vorst había guardado reserva sobre los detalles de un plan. Había cosas que no se podían compartir. Cuando se trataba de temas relacionados con David Lázaro, Vorst los mantenía in pectore, incapaz de confiar ni siquiera en Kirby.
El Fundador se mecía en un balancín de espuma trenzada que le evitaba padecer casi todos los rigores de la gravedad. En otros tiempos había sido un gigante vigoroso y dinámico, y aún hacía uso de estas virtudes si la ocasión lo requería, pero prefería la comodidad. Era necesario que se reservara las fuerzas. Su plan había funcionado bien, pero sabía que podía fracasar sin su guía.
Kirby, labios finos, cabello grisáceo, cuerpo compuesto en su mayor parte de órganos artificiales como el de Vorst, estaba sentado frente a él. Los laboratorios vorsters ya no precisaban esos torpes artilugios mecánicos para prolongar la juventud. Durante la generación anterior habían conseguido estimular la regeneración desde dentro, el renacimiento del cuerpo, sin duda el método más preferible. Kirby había nacido demasiado pronto, al igual que Vorst. Para ellos, el camino hacia la inmortalidad condicional pasaba por la sustitución de órganos. Con suerte, vivirían dos o tres siglos más, sometiéndose a revisiones periódicas. Los hombres más jóvenes, aquellos que se habían integrado en el movimiento durante los últimos cuarenta años, tenían una esperanza de vida que se elevaba a varios cientos de años. Vorst sabía que algunas de las personas que actualmente vivían nunca morirían.
—Sobre el asunto de Lázaro… —dijo Vorst.
Su voz provenía de un vocoder. Le habían extirpado la laringe sesenta años antes. Sin embargo, el efecto resultaba bastante conseguido.
—Podríamos infiltrar a nuestros hombres —respondió Kirby—, con la ayuda de Nat Weiner. Lanzaremos una bomba sobre esa cripta y le concederemos al señor Lázaro el descanso eterno.
—No.
—¿No?
—Por supuesto que no —dijo Vorst. Bajó los protectores que lubricaban sus ojos—. No debe ocurrirle nada a esa cripta ni al hombre que hay en su interior. Nos infiltraremos, desde luego. Tendrás que utilizar tu influencia con Weiner, pero no para destruir. Vamos a resucitar a Lázaro.
—Que vamos a…
—Como presente para nuestros amigos, los armonistas. Para demostrar nuestro gran efecto hacia nuestros hermanos en la Unidad.
—No —dijo Kirby. Los músculos de su rostro descarnado se tensaron, y Vorst advirtió que estaba realizando ajustes en la adrenalina, intentando conservar la calma ante este asalto a su lógica—. Es el profeta de los herejes. Sé que tienes tus motivos para alentarles a expandirse en ciertos lugares, Noel, pero devolverles su profeta… No tiene sentido.
Vorst golpeó con el dedo un adorno de su escritorio. Se abrió un compartimiento y apareció el libro de Lázaro, las escrituras herejes. A Kirby pareció sorprenderle su presencia allí, en el cuartel general del movimiento.
—Lo has leído, ¿verdad? —preguntó Vorst.
—Por supuesto.
—Te hace saltar las lágrimas. Cómo asaltaron mis desvergonzados seguidores a ese gran y bondadoso hombre llamado David Lázaro y le dieron muerte. Uno de los actos más blasfemos desde la Crucifixión, ¿eh? La mancha de nuestro historial. Somos los malos de la historia de Lázaro. Y aquí tenemos a Lázaro, conservado en salmuera en Marte durante los últimos sesenta años. Pese a lo que el libro afirma, no se le aniquiló físicamente. Estupendo. ¡Espléndido! Emplearemos todos los recursos de Santa Fe en la tarea de devolverle la vida. El gran gesto ecuménico. Sabrás sin lugar a dudas que abrigo la esperanza de reunificar las dos ramas escindidas de nuestro movimiento.
Los ojos de Kirby brillaron por un momento.
—Llevas diciendo eso sesenta o setenta años, Noel. Desde que los armonistas se separaron. ¿Lo dices en serio?
—Soy sincero en todo. Claro que les haré volver. Bajo mis condiciones, naturalmente, pero serán bienvenidos. Todos servimos a la misma causa de manera diferente. ¿Conociste a Lázaro?
—La verdad es que no. Yo no era muy importante en la Hermandad cuando él murió.
—Lo había olvidado. Me cuesta ubicar a todo el mundo en su molde temporal. Confundo los períodos. Aun así… Tú ascendías hacia la cumbre cuando Lázaro se escindió. Yo respetaba a ese hombre, Kirby. Sentí su muerte, a pesar de su gran equivocación. Mi propósito es redimir el pecado de la Hermandad resucitando a Lázaro. Su apellido es de lo más apropiado, ¿no crees?
Kirby tomó una esfera metálica brillante del escritorio, una especie de pisapapeles, y jugueteó con ella. Vorst esperó. Tenía la esfera a la vista para que los visitantes la tomaran y descargaran sus tensiones en ella. Sabía que, para muchos que acudían a entrevistarse con él, presentarse ante Vorst era como ascender a la cumbre del monte Sinaí para escuchar la Ley. Vorst lo encontraba fascinante. Contempló a Reynolds Kirby, que luchaba consigo mismo.
Por fin, Kirby (el único hombre del planeta que podía tutearle) habló con voz tensa:
—Maldita sea, Noel, ¿a qué clase de juego estás jugando?
—¿Juego?
—Te encuentro sentado ahí con tu sonrisa de oreja a oreja, me dices que vas a resucitar a Lázaro, me doy cuenta de que haces malabarismos con las líneas maestreas, como si fueran bolas de billar, y no sé de qué va el asunto. ¿Por qué vas a hacerlo? ¿No sería preferible que ese hombre siguiera muerto?
—No. Muerto, es un símbolo. Vivo, puede ser manipulado. Es todo cuanto voy a decirte —los ojos llameantes de Vorst se clavaron en el rostro preocupado de Kirby—. ¿Crees que me estoy volviendo senil? ¿Que he guardado tanto tiempo el plan en mi mente que se ha podrido? Sé lo que estoy haciendo. Necesito a Lázaro vivo, o… o no habría empezado todo esto. Ponte en contacto con Nat Weiner. Apodérate de la cripta como sea. Nos encargaremos de Lázaro aquí, en Santa Fe.
—Muy bien, Noel. Lo que digas.
—Confía en mí.
—¿Qué otra cosa puedo hacer?
Kirby salió de la habitación rodando en su silla. Vorst se relajó, alimentó con hormonas su corriente sanguínea y cerró los ojos. El mundo osciló. Se sintió por un momento arrastrado a la deriva, de vuelta a 2071, y estaba fabricando reactores de cobalto 60 en un sórdido sótano y alquilando habitaciones pequeñas como capillas para su culto. Se replegó, lanzándose hacia adelante, a una velocidad vertiginosa, hacia el borde del ahora y un poco más allá. Vorst era un esper de grado inferior y talento insignificante, pero su mente le jugaba en ocasiones malas pasadas. Echó una mirada al borde del mañana y se ancló con desesperación.
Vorst abrió el comunicador del escritorio con un decisivo golpe de sus dedos y habló unos instantes con un interno del pabellón de «quemados», sin identificarse. Sí, confirmaron al Fundador, había una esper al borde de la extinción. No, no era probable que sobreviviera.
—Prepárenla —dijo Vorst—. El Fundador va a visitarla.
Los ayudantes de Vorst le rodearon, preparándole para el desplazamiento. El anciano se negaba a aceptar la inmovilidad e insistía en llevar una vida lo más activa posible. Un descensor le depositó en la planta baja, y luego, amparado por la cabalgata de aduladores que le acompañaban a todas partes, el Fundador cruzó la plaza principal del recinto y entró en el pabellón de «quemados».
Media docena de espers enfermos, separados por espesos muros y protegidos por miembros de su especie, yacían a las puertas de la muerte. Siempre había espers aplastados por sus propios poderes, espers que, en un momento dado, empleaban más voltaje del que podían controlar y se destruían. Desde el principio, Vorst se había concentrado en salvarles, pues eran los espers que más necesitaba. Actualmente, el tanto por ciento de salvaciones era bueno. Pero no lo bastante bueno.
Vorst conocía la causa de las extinciones. A este pabellón se enviaban los osciladores, anclados de manera insegura en su tiempo. Se columpiaban del pasado al presente, incapaces de controlar sus movimientos, acumulando una carga de fuerza temporal que, al final, destrozaba sus mentes. Era un vértigo mortal; el sentido del tiempo se hacía confuso. El propio Vorst había experimentado ráfagas pasajeras. Durante diez años, casi un siglo antes, se había creído loco, hasta que por fin comprendió. Había visto los límites del tiempo, una visión del futuro que le había despedazado y rehecho, y que, tal como sabía ahora, sólo era un atisbo de lo que los auténticos espers experimentaban.
El caso en cuestión era joven, de sexo femenino y oriental: una combinación fatal, por lo visto. Un ochenta por ciento de las extinciones era de procedencia mongoloide, chicas adolescentes por lo general. Las que poseían ese rasgo no llegaban a la edad adulta. Ésta debía de tener unos dieciséis años, aunque era difícil acertar; aparentaba entre veinte y veinticinco. Yacía retorcida en la cama, casi desnuda, y se tiraba del camisón en su agonía. El sudor perlaba su piel pardoamarillenta. Arqueó la espalda, hizo una mueca y se desplomó. Los pechos que revelaba el camisón eran los de una niña.
Vorsters de hábito azul, advertidos de la presencia del Fundador, rodeaban la cama.
—Sólo le queda una hora de vida, ¿verdad? —preguntó Vorst.
Alguien asintió con la cabeza. Vorst se acercó más a la cama. Aferró el brazo de la muchacha con sus dedos enjutos. Entró otro esper, colocó una mano sobre la de Vorst y la otra sobre la chica, y proporcionó el vínculo que el Fundador deseaba. De repente, se puso en contacto con la joven agonizante.
Su cerebro ardía. Saltaba adelante y atrás en el tiempo, y Vorst saltaba con ella, arrastrado como un autoestopista. La luz brilló en su mente, como si bailaran rayos a su alrededor. El ayer y el mañana se fundieron. Su cuerpo delgado se estremeció como una caña azotada por el viento. Las imágenes danzaban como demonios, figuras sombrías surgían del pasado, oscuros avatares del mañana. «Háblame, háblame, háblame —imploraba Vorst—. ¡Muéstrame el camino!» Se encontraba en el umbral del conocimiento. Había avanzado paso a paso durante setenta años de esta forma, utilizando los cuerpos retorcidos y torturados de estos «quemados» como puentes tendidos hacia el mañana, arrastrándose hacia adelante por sus propios medios, siguiendo las líneas maestras de su grandioso plan.
«Haz que vea», suplicó Vorst.
La figura de David Lázaro dominaba la pauta del mañana, como Vorst sabía que ocurriría. Lázaro se erguía como un coloso, se levantaba a una inesperada resurrección, extendiendo las manos hacia los hermanos ataviados de verde de su herejía. Vorst se estremeció. La imagen osciló y se desvaneció. La frágil mano del Fundador aflojó su presa.
—Ha muerto —dijo—. Sáqueme de aquí.