1

La Monopista Uno de Marte, la arteria principal, corría de este a oeste como una faja de cemento que bordeaba el hemisferio occidental del planeta. Al norte se extendía la Región del Lago, con sus fértiles campos; al sur, más cerca del ecuador, se encontraba el anillo de vibrantes estaciones compresoras, tan fundamentales en la realización del milagro. El ojo observador podía reconocer todavía los viejos cráteres y hendiduras del paisaje, ocultos ahora bajo una capa de hierba cortada y ocasionales bosques de pinos.

Los pilones de cemento grises de la monopista avanzaban hacia el horizonte. De la arteria surgían ramales que conducían a los poblados de las regiones remotas, y se construían nuevos ramales a medida que se alzaban más poblados. Desde un punto de vista logístico, habría sido más sencillo que todos los marcianos vivieran en una macrociudad, pero los marcianos no estaban dispuesto a ello.

Ahora se estaba construyendo el ramal 7Y, que avanzaba mediante torpes curvas hasta el nuevo poblado de los lagos Beltran. Ya se habían alzado pilones de sostén en las tres cuartas partes del trayecto que separaba la Monopista Uno del poblado; un enorme transportapilones avanzaba por la campiña, aspirando la arena de los diez metros anteriores y escupiendo planchas de cemento que clavaba en tierra. Aspirar, escupir, clavar y vuelta a empezar: aspirar, escupir, clavar. La máquina se movía con rapidez, guiada por un cerebro homeostático que la mantenía en funcionamiento. Detrás venían las otras máquinas que armaban la pista entre los pilones y enlazaban las líneas de utilidad pública que seguirían el trazado de la ruta. Los colonos marcianos disponían de muchos milagros, pero el impulsador de microondas de la energía eléctrica ordinaria no era uno de ellos, todavía no, y era preciso enlazar las líneas de un lugar a otro, como en la Edad Media.

El sistema de la monopista estaba pensado para transportar grandes pesos. Los marcianos, como todo el mundo, utilizaban torpedos para trasladarse de un sitio a otro, pero los pequeños y ligeros vehículos no servían para embarcar materiales de construcción, y este planeta aún tenía que construirse, ahora que la fase de reconstrucción había concluido. Los terraformadores se habían ido. En el año de gracia de 2152, Marte era un valle frondoso, y la inminente tarea consistía en introducir una civilización en el ya habitable planeta. La población marciana se contaba por millones. Habían superado la etapa colonizadora y deseaban establecerse para disfrutar los placeres de la prosperidad económica. Y la monopista avanzaba, kilómetro a kilómetro, bordeando los mares y salvando lagos y ríos.

Máquinas inteligentes se encargaban de los trabajos pesados. Los hombres, sin embargo, vigilaban en todo momento a las máquinas. Siempre podía suceder que la homeostasis se descompensara y el transportapilones se volviera loco. Había ocurrido años antes. Los relés de cierre se habían borrado del circuito, y antes de que nadie pudiera impedirlo había veinticinco kilómetros de pilones entrecruzados en el lago Holliman…, a ochocientos metros bajo las aguas. Los marcianos odiaban el despilfarro. Las máquinas habían demostrado que no se podía confiar en ellas por completo, y por tanto las vigilaban.

Dos personas se encargaban de supervisar la construcción de este ramal en particular de la Monopista Uno: un hombre de sesenta y ocho años, delgado y tostado por el sol, llamado Paul Weiner, que tenía buenas conexiones políticas, y un hombre regordete y pelirrojo llamado Hadley Donovan, que no las tenía. Los pelirrojos escaseaban en Marte, por las habituales razones estadísticas, y también los hombres gordos, aunque no tanto como antes. La vida se había hecho más sedentaria, al igual que los jóvenes marcianos. A Hadley Donovan le divertían las peculiaridades de sus antepasados, siempre armados con pistolas, con su rígida etiqueta, sus cuerpos teatralmente estirados, su aire de gran importancia. Esos amaneramientos tal vez habían sido necesarios en los días de los pioneros, pensaba Donovan, pero llevaban treinta años pasados de moda. Se había permitido el lujo de una modesta panza. Sabía que Paul Weiner le despreciaba.

El sentimiento era mutuo.

Los dos hombres estaban sentados codo con codo en un vehículo oruga, avanzando lentamente por el paisaje, aún virgen de carretera, cuarenta kilómetros por delante de la flotilla de transportapilones. Los radiofaros de respuesta emitían un blip a intervalos regulares; en el tablero de control que había frente a ellos se encendían y apagaban colores con un brillo evanescente. Weiner debía controlar el trabajo de la flotilla de transportapilones; Donovan inspeccionaba el rumbo planificado previamente de la pista, buscando bolsas de subsuelo blando que el construyepilones no sería capaz de detectar.

Donovan intentaba realizar ambas tareas a la vez. No se atrevía a confiar ninguna responsabilidad laboral real a un enchufado político como Weiner. Éste era sobrino de Nat Weiner, que ocupaba altos cargos en consejos directivos, tenía ciento y pico años de edad y viajaba a la Tierra cada tanto para que los vorsters le extrajeran el páncreas, los riñones y las arterias carótidas y le implantaran prácticos sustitutos artificiales. Probablemente, Nat Weiner iba a vivir para siempre, y se dedicaba a colocar poco a poco miembros de su familia en todas las ramas de la administración pública. Hadley Donovan, empeñado en supervisar un trabajo que realmente exigía toda la atención de dos hombres, sintió una vaga desesperación mientras examinaba su cuadro de mandos y dirigía una mirada disimulada a Weiner cada treinta segundos, más o menos.

Una luz púrpura apareció en la Pantalla de Anomalías. Donovan experimentó una leve curiosidad, pero estaba demasiado ocupado con su propio cometido para mencionarlo a Weiner.

—Capto algo extraño, Donovan —dijo en aquel momento Weiner, arrastrando las palabras—. ¿Qué opina, ciudadano?

Donovan frenó el vehículo oruga y estudió el cuadro de mandos.

—Parece una cueva de roca subterránea. A unos… seis u ocho kilómetros de la pista.

—¿Cree que deberíamos echar un vistazo?

—¿Para qué? La pista no pasa por las cercanías.

—¿No siente curiosidad? Tal vez sea la cripta de un tesoro oculto por los antiguos marcianos.

Donovan no se dignó responder al comentario.

—¿Qué le parece que es, pues? —insistió Weiner—. Tal vez sea una caverna horadada por una corriente subterránea, ¿no cree? El subsuelo de Marte contenía grandes masas de agua antes de que terraformaran el planeta. Los ríos corrían bajo el desierto.

—Puede que se trate tan sólo de una oquedad practicada por los ingenieros terraformadores —respondió Donovan, irritado—. No comprendo por qué… Oh, maldita sea. Está bien. Vayamos a investigar. Paralicemos toda la obra durante media hora. ¿Qué más me da?

Empezó a mover interruptores.

Era una interrupción absurda y estúpida, pero había que satisfacer la curiosidad del viejo. ¡La cueva del tesoro! ¡Corrientes subterráneas! Donovan se vio forzado a admitir que no se le ocurría ningún motivo racional para que hubiera en este lugar una bolsa de espacio abierto subterráneo. Geológicamente, carecía de sentido.

Se desviaron en dirección al punto. Se hallaba a unos seis metros bajo sus pies, y la superficie estaba cubierta de hierba, que en apariencia no había sido hollada. Una sonda sonora confirmó que la cripta tenía tres metros de largo, casi cuatro de ancho y unos dos y medio de profundidad. Donovan estaba convencido de que era obra de los terraformadores. En cualquier caso, no constaba en ningún plano. Llamó a un robot excavador y lo puso a trabajar.

El techo de la cripta quedó al descubierto al cabo de diez minutos: una placa de cristal fusionado verde. Donovan se estremeció un poco.

—Creo que hemos localizado una tumba, ¿no cree? —dijo Weiner.

—Dejémoslo correr. No es nuestro problema. Haremos un informe y…

—¿Qué tenemos aquí? —preguntó Weiner, y deslizó su mano en una abertura. Dio la impresión de que acariciaba algo en el interior. Sacó rápidamente la mano cuando un resplandor amarillo se derramó sobre la parte superior de la cripta.

—Que la bendición de la armonía eterna sea con vosotros, amigos —dijo una voz—. Habéis llegado al lugar de descanso temporal de Lázaro. Asistencia médica cualificada me revivirá. Solicito vuestra ayuda. Os ruego que no intentéis abrir esta cripta si no es con asistencia médica cualificada.

Silencio.

—Que la bendición de la armonía eterna sea con vosotros, amigos —repitió la voz—. Habéis llegado al lugar…

—Un cubo-voz —murmuró Donovan.

—¡Mire! —jadeó Weiner, señalando el techo de la cripta. El cristal, iluminado desde abajo, ahora era transparente. Donovan divisó una cripta rectangular. Un hombre delgado, de rostro afilado, yacía de espaldas en una solución nutritiva; cables alimentadores estaban conectados a sus extremidades y tronco. Era como una Cámara de la Nada, pero mucho más complicada. El durmiente sonreía. Había símbolos misteriosos escritos en las paredes de la cámara. Donovan los reconoció como símbolos armonistas, aquel culto venusino. Se sintió confundido. ¿Cómo habían llegado hasta aquí?

—El lugar del descanso temporal de Lázaro —dijo el cubo-voz. Lázaro era el profeta de los armonistas. Para Donovan, todas aquellas religiones eran anodinas. Ahora tendría que informar del descubrimiento, se retrasaría la construcción de la pista, adquiriría sin quererlo cierto prestigio y…

Y nada de esto habría ocurrido si Weiner se hubiera quedado adormilado como de costumbre. ¿Por qué se había fijado en la anomalía que reflejaba el cuadro de mandos? ¿Por qué?

—Será mejor que se lo digamos a alguien —apuntó Weiner—. Creo que es importante.