Martell sopesó la posibilidad de volver a la Tierra para contar lo que sabía en Santa Fe. Podría dirigirse al Centro Vorster, donde, menos de un año antes, había entrado con su aspecto terrícola en una habitación, saliendo transformado en un ser extraterrestre por obra y gracia de cuchillas giratorias y láseres cortantes. Podía solicitar una entrevista con Reynolds Kirby e informar al canoso centenario de labios finos de que los venusinos dominaban la telequinesis, de que eran capaces de desviar una rueda, lanzar a un atacante a los Hongos Dañinos o teleportar sin el menor daño a un ser humano a ocho kilómetros de distancia y a través de las paredes.
En Santa Fe debían enterarse. La situación tenía mal aspecto. La firme implantación de los armonistas en Venus y la abundancia de teleportadores podían significar un golpe desastroso para el proyecto de Vorst. Los vorsters habían logrado sustanciales éxitos en la Tierra, por supuesto. Eran los dueños del planeta. Sus laboratorios habían llevado a cabo proyecciones estadísticas sobre la duración de la vida que apuntaban a una longevidad de trescientos o cuatrocientos años sin trasplante de órganos, regenerando desde el interior del cuerpo; una especie de inmortalidad. No obstante, la inmortalidad era sólo un objetivo de los vorsters. El otro era llegar a las estrellas más inalcanzables.
Y en eso les llevaban ventaja los armonistas. Contaban con teleportadores que ya obraban milagros. Unas pocas generaciones de trabajo genético, y enviarían expediciones a los demás sistemas solares. Una vez transportado un hombre a ocho kilómetros de distancia, sano y salvo, sólo era cuestión de un salto cuantitativo, no cualitativo, enviarle a Proción. Martell tenía que decírselo. Santa Fe, aquella vasta extensión de edificios en donde los técnicos escindían genes y los encajaban de nuevo trabajosamente, donde familias de espers se sometían a interminables pruebas, donde hombres biónicos realizaban maravillas más allá del alcance de la comprensión, le llamaba.
Pero no fue. Un informe personal parecía innecesario. Bastaría con un cubo mensaje. Para Martell, la Tierra era ahora un mundo extraño. Le incomodaba volver y vivir en el interior de un traje respiratorio. Se negó a embarcarse en un viaje de vuelta.
Gracias a los buenos oficios de Nat Weiner, Martell grabó un cubo y lo envió a Kirby. Se alojó en la embajada marciana mientras aguardaba la respuesta. Había expuesto la situación reinante en Venus tal como él la entendía, expresando su gran temor de que los armonistas les llevaran la delantera y alcanzaran antes las estrellas. La respuesta de Kirby llegó en su momento. Agradecía a Martell sus valiosísimos datos. Y se expresaba a continuación en tono tranquilizador. Decía que los armonistas eran hombres. Si alcanzaban las estrellas, sería un logro de la raza humana. Ni de ellos ni nuestro, sino de todos, porque el camino estaría abierto. ¿Seguía su razonamiento el hermano Martell?, preguntaba Kirby.
Martell experimentó la sensación de que andaba sobre arenas movedizas. ¿Qué estaba diciendo Kirby? Se mezclaban de cualquier manera medios y fines. ¿Se cumpliría el propósito de la orden si los herejes conquistaban el universo? Se irguió frente al altar que había improvisado en su habitación de la embajada, desolado, buscando respuestas a preguntas imposibles.
Pocos días después volvió con los armonistas.