5

No hay negrura comparable a la del cielo nocturno de Venus, pensó Martell. Era como una capa de lana que envolviera la cúpula del firmamento. Ni una estrella, ni un rayo de luna atravesaba aquel arco de tinieblas. Sin embargo, despuntaba una luz, ocasional e intermitente: grandes aves predadoras, diabólicamente luminosas, rasgaban la oscuridad en el momento más inesperado. Martell, de pie en la terraza posterior de la capilla armonista, observó el vuelo de un ser resplandeciente, a menos de treinta metros de altura, suficiente para divisar la hilera de garras ganchudas que erizaban los bordes sobresalientes de las alas curvadas en forma de flecha.

—Nuestras aves también tienen dientes —dijo Christopher Mondschein.

—Y las ranas tienen cuernos —señaló Martell—. ¿Por qué es tan perverso este planeta?

—Pregúnteselo a Darwin, amigo mío —rió Mondschein—. Sucedió así. ¿Así que ha conocido a nuestras ranas? Unos bichejos mortales. Y ha visto una rueda. También tenemos peces muy divertidos. Y fauna carnívora. Sin embargo, carecemos de insectos. ¿Se imagina? Ni un artrópodo terrestre. Hay algunos deliciosos en el mar, por supuesto, una especie de escorpión más grande que un hombre, un tipo de langosta de garras espantosamente enormes, pero aquí nadie entra en el mar.

—Lo entiendo muy bien —dijo Martell. Otra ave luminiscente pasó volando, rozó los árboles y se alejó. De su cabeza plana brotaba un resplandeciente órgano carnoso del tamaño de un melón, oscilando al extremo de un grueso pedúnculo.

—¿De modo que quiere unirse a nosotros, después de todo? —dijo Mondschein.

—En efecto.

—¿Infiltrándose, Martell? ¿Espiando?

Las mejillas de Martell se cubrieron de rubor. Los cirujanos le habían respetado dicha reacción, que se manifestaba con un color gris oscuro.

—¿Por qué me acusa? —preguntó.

—¿Por qué otro motivo se uniría a nosotros? Se expresó con mucha contundencia la semana pasada.

—Eso fue la semana pasada. Mi capilla está cerrada. Vi con mis propios ojos cómo asesinaban a un muchacho que confiaba en mí. No deseo contemplar más asesinatos similares.

—¿Admite, por tanto, que fue culpable de su muerte?

—Admito haber permitido que pusiera en peligro su vida.

—Nosotros se lo advertimos.

—Pero no tenía ni idea de la crueldad de las fuerzas que se abatirían sobre mí. Ahora, sí. No puedo soportarlo solo. Deje que me una a ustedes, Mondschein.

—Demasiado transparente, Martell. Vino aquí ansioso de convertirse en mártir. Ha tirado la toalla demasiado pronto. Es obvio que pretende espiar nuestro movimiento. Las conversaciones nunca son tan sencillas, y usted no es un hombre fácil de convencer. Sospecho de usted, hermano.

Martell observó un pájaro centelleante que se recortaba contra el fondo oscuro.

—¿Se niega a aceptarme, pues?

—Esta noche le concedemos asilo. Por la mañana tendrá que marcharse. Lo siento, Martell.

Por más persuasivo que se mostrase, la decisión del armonista no cambiaría. Martell no estaba sorprendido, ni tampoco decepcionado; unirse a los armonistas había sido una estrategia de dudoso éxito, y esperaba el rechazo de Mondschein. Si hubiera aguardado seis meses a solicitar el ingreso, quizá la respuesta habría sido diferente.

Se mantuvo apartado mientras el pequeño grupo de armonistas celebraba los ritos vespertinos. No los llamaban «vísperas», desde luego, pero Martell solía identificar a los herejes con la religión más antigua. Tres terráqueos alterados estaban destinados en la misión, y las voces de ambos subordinados hacían coro con la de Mondschein al interpretar los himnos, que parecían ofensivos en su religiosidad, pero al mismo tiempo algo conmovedores. Siete venusinos de casta inferior participaban en el servicio. Después, Martell compartió una cena a base de carne desconocida y vino ácido con los tres armonistas. Su presencia no les incomodó; de hecho, casi parecían satisfechos. Uno, Bradlaugh, era delgado y de aspecto frágil, brazos largos y facciones cómicamente embotadas. El otro, Lázaro, era robusto y atlético, de ojos vacuos y piel tensa como una máscara sobre su ancha cara. Era el que había visitado la malograda capilla de Martell. Éste sospechaba que Lázaro era un esper. Su apellido despertó la curiosidad del misionero.

—¿Es usted pariente del Lázaro? —preguntó.

—Su sobrino nieto. Nunca llegué a conocerle.

—Parece que nadie ha llegado a conocerle —dijo Martell—. A veces pienso que el presunto fundador de su herejía no es más que un mito.

Los rostros que le rodeaban se pusieron rígidos.

—Conozco a alguien que le vio una vez —dijo Mondschein—. Un hombre impresionante, en su opinión: alto e imponente, con cierto aire majestuoso.

—Como Vorst —señaló Martell.

—Muy parecido a Vorst. Líderes naturales, ambos —Mondschein se puso en pie—. Buenas noches, hermanos.

Martell se quedó a solas con Bradlaugh y Lázaro. Se produjo un incómodo silencio. Al cabo de un rato, Bradlaugh se levantó y habló con frialdad.

—Le acompañaré a su habitación.

El cuarto era pequeño, provisto únicamente de un catre. Martell se quedó satisfecho. Había menos símbolos religiosos de los que esperaba, y era un lugar adecuado para dormir. Rezó sus oraciones con gran rapidez y cerró los ojos. Poco después, una capa de sueño ligero recubrió la agitación que le embargaba.

La capa se quebró.

Se oyeron unas carcajadas retumbantes y ásperas. Algo golpeó las paredes de la capilla. Martell consiguió despertarse a tiempo de oír un grito apagado.

—¡Entregadnos al vorster!

Se incorporó. Alguien entró en su habitación. Era Mondschein.

—Están borrachos —susurró el armonista—. Han estado de juerga toda la noche y ahora vienen a armar camorra.

—¡El vorster! —rugió alguien fuera.

Martell miró por la ventana. Al principio no vio nada; después, a la luz de los farolillos que alumbraban los muros externos de la capilla, vislumbró siete u ocho figuras titánicas que se tambaleaban de un lado a otro del patio.

—¡Miembros de la casta superior! —jadeó Martell.

—Uno de nuestros espers nos avisó hace una hora —dijo Mondschein—. Tenía que suceder tarde o temprano. Saldré y les calmaré.

—Le matarán.

—No es a mí a quien persiguen.

Martell le vio salir del edificio. Sobre él se cerró el anillo de venusinos borrachos, y Martell dedujo, por su actitud amenazadora, que le iban a hacer daño. Vacilaron. Mondschein les hizo frente con determinación. Dada la distancia, Martell no distinguía lo que decían. Parlamentaban, probablemente. Los gigantes iban armados y se tambaleaban. Un ser luminoso pasó sobre el grupo, y Martell vislumbró de súbito los rostros de los hombres de casta superior, alienígenas, deformados, aterrorizantes. Sus pómulos parecían hojas de cuchillo; sus ojos eran meras hendiduras. Mondschein, dando la espalda a la ventana, gesticulaba, hablando sin duda con rapidez y vehemencia.

Un venusino levantó una enorme piedra y la arrojó contra la blanca pared de la misión. Martell se mordió los nudillos. Hasta él llegaron fragmentos de conversación, palabras inquietantes.

—Deja que le atrapemos… Podemos terminar con todos vosotros… Ya es hora de que os aplastemos como sapos…

Mondschein levantó las manos. ¿Imploraba, o sólo trataba de calmar los ánimos de los venusinos?, se preguntó Martell. Se le antojó un gesto hueco, inútil. En la Hermandad no se rezaba para obtener una recompensa. Se vivía bien, se servía a la causa, y la recompensa llegaba a su debido momento. Martell se tranquilizó. Se puso el hábito y salió al exterior.

Nunca había estado tan cerca de hombres de casta superior. Despedían un olor fétido, un olor que a Martell le recordó la rueda. Contemplaron con incredulidad la aparición del vorster.

—¿Qué quieren? —preguntó Martell.

Mondschein le dedicó una fugaz mirada.

—¡Vuelva adentro! ¡Estoy negociando con ellos!

Un venusino desenvainó la espada. La hundió treinta centímetros en la tierra esponjosa, se apoyó en ella y dijo:

—¡Aquí tenemos al curita! ¿A qué esperamos?

—No debería haber salido —dijo Mondschein, indeciso—. Aún existía una esperanza de serenarles.

—Ni la menor esperanza. Destruirán todo lo que usted ha hecho aquí si no les apaciguo. No tengo derecho a infligirle esta desgracia.

—Usted es nuestro invitado —le recordó Mondschein.

Martell no pensaba aceptar la caridad de los herejes. Tal como los armonistas sospechaban, había acudido a ellos con la pretensión de espiar; había fracasado, al igual que en todo lo demás, y no estaba dispuesto a esconderse tras el hábito verde de Mondschein.

—Entre. ¡Rápido! —ordenó, tomando a Mondschein del brazo.

El armonista se encogió de hombros y desapareció. Martell se dio la vuelta para encararse con los venusinos.

—¿A qué han venido? —preguntó.

Un escupitajo le alcanzó en plena cara.

—Le empalaremos y le arrojaremos al estanque de Ludlow, ¿eh? —dijo un venusino, sin hacerle caso.

—¡Lo cortaremos en pedazos y lo asaremos!

—¡Lo ataremos con estacas para que lo devore una rueda!

—He venido en son de paz —dijo Martell—. Os he traído el don de la vida. ¿Por qué no escucháis? ¿De qué tenéis miedo? —comprendió que eran como niños grandes, que se divertían empleando su fuerza en aplastar hormigas—. Sentémonos bajo aquel árbol. Os quitaré la borrachera. Bastará con que me deis la mano…

—¡Cuidado! —rugió un venusino—. ¡Da corriente!

Martell alargó la mano hacia el gigante más cercano. El hombre saltó hacia atrás con manifiesta torpeza. Al instante, como para expiar su falta de agilidad, desenvainó su espada, un centelleante anacronismo tan largo como Martell. Dos venusinos sacaron sus cuchillos. Se abalanzaron hacia delante. Martell llenó sus pulmones alterados de aire alienígena y esperó que su sangre en otro tiempo roja se derramara sobre la tierra. De repente, se volatilizó.

—¿Cómo ha llegado aquí? —preguntó el embajador Nat Weiner.

—Ojalá lo supiera —replicó Martell.

La súbita luminosidad del despacho deslumbre los ojos de Martell. Todavía veía las hojas de las temibles espadas que descendían hacia él. Una sensación de irrealidad le sacudió, como si hubiera abandonado un sueño para penetrar en otro, en el cual soñaba una historia diferente.

—Éste es un edificio de máxima seguridad —dijo Weiner—. No está autorizado a entrar aquí.

—Ni siquiera estoy autorizado a vivir —replicó el misionero sin vacilar.