1

El muchacho venusino danzó con agilidad alrededor del Hongo Dañino que crecía detrás de la capilla, esquivando al asesino verdegrisáceo con consumada habilidad. En tres saltos dejó atrás el tronco elástico del limolimbo y se acercó a la apretada fila de humildes tallos mellados que crecían en la parte posterior del jardín. El muchacho les sonrió, y se apartaron con tanta diligencia como el mar Rojo ante Moisés algún tiempo antes.

—Aquí estoy —le dijo a Nicholas Martell.

—No creí que regresarías —contestó el misionero vorster.

El muchacho, Elwhit, le miró con aire travieso.

—El hermano Christopher dijo que no podría regresar. Por eso he venido. Háblame del Fuego Azul. ¿De veras puedes conseguir que los átomos hagan luz?

—Entra —dijo Martell.

El chico era su primer triunfo desde su llegada a Venus; por el momento, un triunfo insignificante. Pero Martell no se quejaba. Un paso era un paso. Había todo un planeta que ganar. Incluso un universo.

Al entrar en la capilla, el chico se hizo el remolón, repentinamente tímido. ¿Había venido impulsado por simple malicia, o era un espía enviado por los herejes de la capilla cercana? Daba igual. Martell le trataría como a un converso en potencia. Activó el altar y el Fuego Azul alumbró el pequeño recinto; motas de color bailaron sobre los tablones del techo de madera. La energía brotó del cubo de cobalto, y los rayos, inofensivos pero impresionantes, provocaron que Elwhit lanzara una exclamación de maravillado asombro.

—Este fuego es simbólico —murmuró Martell—. Existe una unidad fundamental en el universo; como los bloques de los juegos de construcción, ¿entiendes? ¿Sabes lo que son las partículas atómicas, protones, electrones, neutrones, de las que están hechas las cosas?

—Puedo tocarlas —dijo Elwhit—. Puedo moverlas.

—¿Me enseñarás cómo? —Martell recordaba la forma en que el chico había apartado aquellas plantas afiladas como la hoja de un cuchillo que había en el jardín posterior. Una mirada, un empujón mental, y habían retrocedido. Estos venusinos podían teleportarse; estaba seguro—. ¿Cómo mueves las cosas?

El chico se desentendió de la pregunta con un encogimiento de hombros.

—Cuéntame más cosas del Fuego Azul —pidió.

—¿Has leído el libro que te di, el que escribió Vorst? Te dirá todo lo que necesitas saber.

—El hermano Christopher me lo quitó.

—¿Se lo enseñaste? —preguntó Martell, estupefacto.

—Quiso saber por qué había venido a verte. Le dije que hablaste conmigo y me diste un libro. Me quitó el libro. He vuelto. Dime por qué estás aquí. Háblame de lo que enseñas.

Martell no había imaginado que su primer converso sería un niño. Sopesó con cuidado las palabras que pronunció a continuación.

—Nuestra religión es muy parecida a la que enseña el hermano Christopher, pero existen algunas diferencias. Su gente inventa muchos cuentos. Son buenos cuentos, pero sólo son cuentos.

—¿Sobre Lázaro, por ejemplo?

—Exacto. Simples leyendas. Intentamos evitar esas cosas. Intentamos centrarnos en los aspectos básicos del universo. Nosotros…

El chico perdió el interés. Tiró de su túnica y dio un codazo a una silla. Únicamente le fascinaba el altar. Sus ojos brillantes se desviaron hacia él.

—El cobalto es radiactivo —dijo Martell—. Es una fuente de rayos beta: electrones. Recorren el depósito y liberan fotones. Así se produce la luz.

—Yo puedo detener la luz —dijo el chico—. ¿Te enfadarás conmigo si la detengo?

Martell sabía que sería una especie de sacrilegio, pero sospechaba que le sería perdonado. Cualquier indicio de actividad telequinésica que detectara sería útil.

—Adelante —dijo.

El chico permaneció inmóvil, pero el resplandor disminuyó, como si una mano invisible hubiera penetrado en el reactor, interceptado el flujo de partículas. ¡Telequinesis a nivel subatómico! Martell estaba entusiasmado y estremecido a la vez mientras veían desvanecerse la luz. De pronto, recuperó su brillo de nuevo. Gotas de sudor resbalaban por la frente purpuroazulada del muchacho.

—Eso es todo —anunció Elwhit.

—¿Cómo lo haces?

—Me sale —rió el chico—. ¿Tú no sabes?

—Me temo que no. Oye, si te doy otro libro, ¿me prometes que no se lo enseñarás al hermano Christopher? No me quedan muchos. No puedo permitirme el lujo de que los armonistas los confisquen todos.

—La próxima vez. No tengo ganas de leer ahora. Volveré. Ya me lo contarás todo en otra ocasión.

Salió bailando de la capilla y avanzó a saltos entre la maleza, indiferente a los peligros que acechaban en el sombrío bosque que se extendía al otro lado. Martell le vio marcharse, sin saber si había logrado su primer converso o se estaban burlando de él.

Quizá ambas cosas a la vez, pensó el misionero.

Nicholas Martell había llegado a Venus diez días antes, a bordo de una nave de pasajeros procedentes de Marte. La nave trasportaba treinta pasajeros, pero ninguno había buscado la compañía de Martell. Diez eran marcianos, y detestaban compartir la misma atmósfera de Martell. Los marcianos, ahora que su planeta había sido terraformado a su gusto, preferían llenar sus pulmones de una mezcla de gases terrestres. Lo mismo le había sucedido a Martell en otro tiempo, pues era nativo de la Tierra, pero ahora formaba parte de los transformados, equipado con branquias del más puro estilo venusino.

En realidad, no eran branquias; no le servirían de nada bajo el agua. Eran filtros de alta densidad, que aprovechaban al máximo las moléculas de oxígeno decente de la atmósfera venusina. Martell se había adaptado bien. El helio y otros gases inertes no servían a su metabolismo, pero se alimentaba de nitrógeno y no ponía auténticos reparos a sustentarse de CO2 durante breves períodos. Los cirujanos de Santa Fe trabajaron en él durante seis meses. Era cuarenta años demasiado tarde para realizar alteraciones en el óvulo o en el feto de Martell, como se hacía normalmente para adaptar al hombre a la vida en Venus, de modo que alteraron al Martell ya adulto. La sangre que corría por sus venas ya no era roja. Su piel poseía un hermoso tono cianótico. Era como cualquier persona nacida en Venus.

En la nave también viajaban diecinueve venusinos de pura cepa, pero no demostraron la menor camaradería con Martell y le obligaron a desaparecer de su presencia. La tripulación alojó a Martell en una cámara de almacenaje, disculpándose educadamente.

—Ya sabe cómo son esos arrogantes venusinos, hermano. Una mirada que induzca a error y se le echarán encima con sus puñales. Quédese aquí. Estará más seguro —una breve carcajada—. Incluso estará más seguro, hermano, si vuelve a casa sin poner pie en Venus.

Martell había sonreído. Estaba preparado para lo peor.

Durante los últimos cuarenta años, docenas de miembros pertenecientes a la orden religiosa de Martell habían sufrido el martirio en Venus. Era un vorster o, dicho en términos más precisos, un miembro de la Hermandad de la Radiación Inmanente, y se había integrado en la rama misionera. Al contrario que sus predecesores martirizados, Martell se había adaptado quirúrgicamente a la vida en Venus. Los demás se habían visto obligados a protegerse con trajes de respiración, limitando tal vez su eficacia. Los vorsters no se habían abierto camino en Venus, a pesar de que eran el grupo religioso más numeroso de la Tierra desde hacía más de una generación. Martell, solo y adaptado, se había impuesto la tarea largamente aplazada de fundar una orden de la Hermandad en Venus.

Martell recibió una gélida bienvenida al llegar a Venus. Cuando la nave descendió en picado, atravesando las capas de nubes, las turbulencias del aterrizaje le marearon. Se recobró y aguardó sentado pacientemente. Era un hombre flaco, de rostro en forma de cuña y ojos hundidos. Distinguió a través de la portilla su primera visión de Venus: un terreno llano, de aspecto fangoso, bordeado por una franja de árboles feos, de tronco macizo y cuyas hojas azulinas poseían un brillo siniestro. El cielo era gris, y remolineantes masas de nubes bajas formaban dibujos en espiral contra el fondo más oscuro. Técnicos robot salían de un edificio cuadrado y de aspecto extraño para atender las necesidades de la nave. Los pasajeros fueron saliendo.

En la aduana, un venusino de casta inferior miró al vorster con indiferencia y cogió su pasaporte.

—¿Religioso? —preguntó con frialdad.

—Exacto.

—¿Cómo le han permitido venir?

—Tratado de 2128 —dijo Martell—. Un número limitado de observadores de la Tierra con propósitos científicos, éticos o…

—Corte la historia —el venusino presionó con el dedo una página del pasaporte y apareció un sello de visado brillante—. Nicholas Martell. Morirá aquí, Martell. ¿Por qué no vuelve por donde vino? En la Tierra los hombres viven eternamente, ¿no?

—Viven mucho tiempo, pero tengo trabajo aquí.

—¡Idiota!

—Tal vez —convino Martell sin perder la calma—. ¿Puedo irme?

—¿Dónde se alojará? Aquí no hay hoteles.

—La embajada marciana cuidará de mí hasta que me haya establecido.

—Nunca se establecerá.

Martell no le contradijo. Sabía que hasta un venusino de casta inferior se consideraba por encima de cualquier terrestre, y que contradecirle supondría un insulto mortal. Martell no estaba preparado para entablar un duelo a cuchillo. Como no era orgulloso por naturaleza, estaba dispuesto a tragarse todos los insultos por el bien de su misión.

El aduanero le indicó que pasara con un ademán. Martell tomó su única maleta y salió del edificio. «Ahora, un taxi», pensó. Se encontraba a muchos kilómetros de la ciudad. Necesitaba descansar y hablar con el embajador marciano, Weiner. Los marcianos no miraban con mucha simpatía su objetivo, pero al menos toleraban la presencia de Martell. En Venus no había embajada de la Tierra, ni tan siquiera consulado. Los vínculos entre el planeta madre y su orgullosa colonia se habían roto mucho tiempo atrás.

En el extremo de la pista aguardaban algunos taxis. Martell se encaminó hacia ellos. El suelo crujía bajo sus pies, como si fuera una frágil corteza. El planeta parecía sombrío. Ni un rayo de sol asomaba por entre las nubes. No obstante, su cuerpo adaptado estaba funcionando bien.

El espaciopuerto tenía un aspecto de abandono, pensó Martell. Casi únicamente se veían robots. Un equipo de cuatro venusinos se responsabilizaba del lugar; había los diecinueve de la nave y los diez marcianos, pero nadie más. Venus era un planeta poco poblado, y apenas contaba con tres millones de habitantes, diseminados en sus siete espaciosas ciudades. Los venusinos eran hombres de la frontera, legendarios por su arrogancia. Había espacio suficiente para ser arrogante, pensó Martell. Cambiarían su conducta si pasaran una semana en la abarrotada Tierra.

—¡Taxi! —gritó.

Ningún robocoche se movió de la fila. ¿También los robots eran arrogantes, o le pasaba algo a su acento? Llamó de nuevo, sin obtener respuesta.

Entonces, lo comprendió. Los pasajeros venusinos estaban saliendo y se dirigían hacia la zona reservada a los taxis. Y, por supuesto, gozaban de preferencia. Martell les miró. Eran hombres de casta superior, al contrario que el aduanero. Caminaban con altivez, contoneándose, y Martell comprendió que le derribarían de un puñetazo si se cruzaba en su camino.

Sintió cierto desprecio hacia ellos. ¿Qué eran, sino samuráis de piel azul, señores de la frontera fuera de su tiempo, principillos que vivían en una fantasía medieval? Hombres seguros de sí mismos, que no necesitaban baladronear ni someterse a complicados códigos de caballería. Si, en lugar de considerarles nobles revestidos de una superioridad innata, se pensaba en ellos como meros hombres impetuosos, inquietos y profundamente inseguros, era fácil superar la sensación de admiración temerosa que una procesión semejante despertaba.

Sin embargo, no se conseguía suprimir por completo dicha admiración.

Porque impresionaba verles desfilar por la pista. Los venusinos de casta superior e inferior estaban separados por algo más que la costumbre. Eran biológicamente diferentes. Los de casta superior fueron los primeros en llegar, las familias fundadoras de la colonia de Venus, y eran mucho más extraterrestres en cuerpo y mente que los venusinos de cosecha reciente. Los antiguos procedimientos genéticos eran rudimentarios, y los primeros colonos habían sido transformados en virtuales monstruos. Eran seres extraterrestres de unos dos metros y medio de altura, piel de color azul oscuro sembrada de grandes poros y oscilantes ristras de branquias que pendían de sus gargantas. No parecían tataranietos de terrícolas ni por asomo. Una vez avanzado el proceso de colonizar Venus, había sido posible adaptar los hombres al segundo planeta sin variar en exceso el modelo humano básico. Ambas castas de venusinos, surgidas de manipulaciones genéticas, apenas se distinguían. Las dos compartían el mismo exagerado sentido del honor y el mismo desdén por la Tierra; las dos eran extraterrestres por dentro y por fuera, en cuerpo y espíritu. Con todo, aquellos cuyos ancestros descendían de los más transformados entre los transformados, detentaban el poder, hacían gala de su peculiaridad y consideraban al planeta su patio de recreo.

Martell vio cómo los venusinos de casta superior entraban solemnemente en los vehículos que esperaban y se alejaban. No quedó ningún taxi. Los diez pasajeros marcianos de la nave montaron en un taxi aparcado al otro lado de la terminal. Martell volvió a entrar en el edificio. Los venusinos de casta inferior le observaron con el rostro ceñudo.

—¿Cuándo podré conseguir un taxi que me lleve a la ciudad? —preguntó Martell.

—No podrá. Hoy ya no volverán.

—En ese caso, llamaré a la embajada marciana. Enviarán un vehículo para que me recoja.

—¿Está seguro? ¿Por qué se iban a molestar?

—Quizá tenga razón. Será mejor que vaya andando.

La reacción de los marcianos recompensó su bravata. Le miraron sorprendidos y asombrados. Quizá también admirados, como si pensaran que estaba loco. El hermano Martell salió de la terminal y empezó a caminar, siguiendo una estrecha carretera, mientras su cuerpo alterado respiraba el aire de aquel planeta extraño.