No habían terminado de interrogar a Mondschein. Oleadas de espers trabajaron en él, intentando sin éxito penetrar bajo el borrado. También se emplearon métodos orgánicos. Acribillaron a Mondschein de sueros de la verdad antiguos y nuevos, desde pentotal sódico en adelante, y baterías de ceñudos hermanos le interrogaron con el mayor rigor. Mondschein dejó que pusieran al desnudo su alma, exhibiendo con impúdico alivio sus aspectos más desagradables, sus momentos de egoísmo, todo lo que hacía de él un ser humano. No descubrieron nada útil. Ni siquiera una inmersión de cuatro horas en una Cámara de la Nada resultó positiva. Mondschein salió tan confuso que fue incapaz de responder a una pregunta hasta tres días después.
Estaba tan desconcertado como los demás. Habría confesado de buen grado los pecados más abyectos; en realidad, confesó en varios momentos del largo interrogatorio para darlo por concluido, pero los espers leyeron sin la menor dificultad sus motivos y se rieron de sus confesiones. Sabía que, de alguna manera, había caído en manos de enemigos de la Hermandad y llegado a un pacto con ellos, un pacto que había cumplido. Pero no guardaba el menor recuerdo de todo ello. Porciones completas de su memoria se habían desvanecido, y esto le aterrorizaba.
Mondschein sabía que estaba acabado. No le dejarían permanecer en Santa Fe, por supuesto. Su sueño de estar presente cuando se alcanzara la inmortalidad había concluido. Le expulsarían con espadas de fuego, se marchitaría y envejecería, maldiciendo su oportunidad perdida. Es decir, si no le mataban o le infligían una forma sutil de lenta destrucción.
Una ligera nevada de diciembre caía el día que el supervisor Kirby vino a comunicarle su destino.
—Puedes marcharte, Mondschein —dijo el hombre alto con aire sombrío.
—¿Irme? ¿Adónde?
—A donde quieras. El veredicto ha sido pronunciado. Eres culpable, pero existen dudas razonables sobre tu voluntariedad. Se te expulsa de la Hermandad, pero no se tomarán más medidas contra ti.
—¿Significa eso que también he sido expulsado de la Iglesia como comulgante?
—No necesariamente. Depende de ti. Si quieres ir a rendir culto, no te negaremos nuestro consuelo. Sin embargo, no existe ninguna posibilidad de que asciendas en la jerarquía de la Iglesia. Has sido descalificado y no correremos más riesgos contigo. Lo siento, Mondschein.
Mondschein también lo sentía, aunque experimentaba cierto alivio. No iban a vengarse de él. Lo único que perdería sería la oportunidad de alcanzar la vida eterna…, aunque tal vez la conservara, como cualquier otro fiel.
Había echado a perder su oportunidad de ascender en la jerarquía vorster, desde luego, pero todavía quedaba otra jerarquía de mayor movilidad.
La Hermandad le depositó en la ciudad de Santa Fe, le dio un poco de dinero y le dejó en libertad. Mondschein se encaminó de inmediato a la capilla más próxima de la Armonía Trascendente, sita en Alburquerque, a unos veinte minutos de trayecto.
—Te estábamos esperando —dijo un armonista de flotante hábito verde—. Tengo instrucciones de ponerme en contacto con mis superiores en cuanto aparecieras.
Mondschein no se mostró sorprendido, ni tampoco experimentó un gran asombro cuando le comunicaron al poco rato que partía en dirección a Roma enseguida. Los armonistas pagarían sus gastos.
Una mujer delgada de párpados alterados quirúrgicamente le recibió en la estación de Roma. No la reconoció, pero ella le sonrió como si fueran viejos amigos. Le condujo a una casa de la Via Flaminia, a unos dieciocho kilómetros al norte de Roma, donde un hermano armonista rechoncho, de rostro cetrino y nariz protuberante le esperaba.
—Bienvenido —dijo el armonista—. ¿Te acuerdas de mí?
—No. Yo…, sí. ¡Sí!
Los recuerdos afluyeron, aturdiéndole. La otra vez no había un solo hereje en la habitación, sino tres. Le habían dado vinos y ofrecido un puesto en la jerarquía armonista, y él había accedido a dejarse introducir subrepticiamente en Santa Fe, un soldado de la gran cruzada, un guerrero de la luz, un espía armonista.
—Lo has hecho muy bien, Mondschein —dijo el hereje untuosamente—. No pensábamos que te cazarían tan pronto, pero no conocíamos en profundidad sus métodos de detección. Sólo podíamos protegerte de los espers, y cabe decir que lo hicimos a la perfección. En cualquier caso, la información que nos proporcionaste resultó extraordinariamente útil.
—¿Cumplirán su parte del trato? ¿Me darán un puesto de grado diez?
—Por supuesto. No pensarás que te íbamos a engañar, ¿verdad? Seguirás durante tres meses un curso de adoctrinamiento, para que te hagas una idea de nuestro movimiento. Después te integrarás en las tareas propias del puesto que ocuparás en nuestra organización. ¿Qué prefieres, Mondschein, Marte o Venus?
—¿Marte o Venus? No le entiendo.
—Vamos a destinarte a nuestra división misionera. Partirás de la Tierra el próximo verano y trabajarás en una de las colonias. Eres libre para elegir la que prefieras.
Mondschein estaba estupefacto. Eso no era lo convenido. Se había vendido a aquellos herejes, sólo para ser embarcado hacia un planeta extraño y un posible martirio… No, no esperaba nada semejante.
«Fausto tampoco esperaba problemas», pensó fríamente Mondschein.
—¿Qué clase de engaño es éste? —preguntó—. ¡No tienen derecho a pedirme que me haga misionero!
—Te ofrecimos un trabajo de grado diez —dijo el armonista sin alzar la voz—. Nos reservamos el derecho a elegir el destino.
Mondschein permaneció en silencio. La cabeza le dolía. El rostro del armonista pareció borrarse y oscilar. Era libre de marcharse, de salir por la puerta y mezclarse con la multitud. De convertirse en un don nadie. También podía claudicar y llegar a ser… ¿qué? Cualquier cosa. Cualquier cosa.
Tenía el cincuenta por ciento de posibilidades de estar muerto dentro de seis semanas.
—Acepto —dijo—. Venus. Iré a Venus —sus palabras resonaron como los barrotes de una jaula al cerrarse.
El armonista asintió.
—Esperaba que lo hicieras —dijo. Hizo ademán de marcharse, se paró y miró con curiosidad a Mondschein—. ¿De verdad pensabas que podías elegir tu puesto…, espía?