8

Fueron a buscarle una semana más tarde, a medianoche. Un voluminoso robot irrumpió en su habitación sin previo aviso y se inmovilizó junto a su cama, las enormes garras preparadas para sujetarle si intentaba huir. El robot venía acompañado de un hombrecillo de rostro afilado llamado Magnus, uno de los hermanos supervisores del centro.

—¿Qué pasa? —preguntó Mondschein.

—Vístete, espía. Vamos a interrogarte.

—Yo no soy un espía. Te equivocas, hermano Magnus.

—Ahórrate las mentiras, Mondschein. Arriba. Levántate. No ofrezcas resistencia.

Mondschein estaba perplejo, pero sabía que era mejor no discutir con Magnus, considerando sobre todo los cuatrocientos kilos de velocísima inteligencia metálica presentes en la habitación. Desconcertado, el acólito saltó de la cama y se puso el hábito. Siguió a Magnus hasta el pasillo, donde aparecieron otros compañeros y se le quedaron mirando. Se produjo un intercambio de apagados murmullos.

Diez minutos después, Mondschein se encontraba en una sala circular situada en la quinta planta de las dependencias administrativas del centro, rodeado de más jerifaltes vorsters de los que esperaba ver en un recinto cerrado. Había ocho, absortos en un estrecho conciliábulo. El estómago de Mondschein se contrajo de tensión. Una luz le deslumbró.

—La esper ha llegado —murmuró alguien.

Habían enviado a una chica de apenas dieciséis años, de cara pálida y fea. Su piel estaba cubierta de pequeñas manchas rojas. Sus ojos eran despiertos, brillaban de una forma desagradable y nunca estaban quietos. Su aspecto disgustó a Mondschein en cuanto la vio, pero trató desesperadamente de disimular sus sentimientos, sabiendo que la muchacha podía sellar su destino con una palabra. Fue inútil: ella detectó su desprecio en cuanto entró en la sala, y los labios carnosos esbozaron una breve y torcida sonrisa. Enderezó su cuerpo rechoncho.

—Éste es el hombre —dijo el supervisor Magnus—. ¿Qué lees en él?

—Miedo. Odio. Obstinación.

—¿Y deslealtad?

—Antes que nada, es fiel a sí mismo —dijo la esper, enlazando las manos sobre el estómago.

—¿Nos ha traicionado? —preguntó Magnus.

—No. No capto nada en ese sentido.

—Me gustaría saber qué significa… —dijo Mondschein.

—Tranquilo —le interrumpió Magnus.

—Las pruebas son abrumadoras —dijo otro supervisor—. Quizá la muchacha se equivoca.

—Explórale más profundamente —ordenó Magnus—. Retrocede día a día, examina sus recuerdos. No descartes nada. Ya sabes lo que debes buscar.

Mondschein, confuso, dirigió una mirada suplicante a los rostros impenetrables que le rodeaban. La chica parecía disfrutar. «Asquerosa mirona —pensó—. Que te lo pases bien.»

—Cree que me lo estoy pasando bien —dijo la esper—. Debería sumergirse en una letrina para saber lo que se siente en momentos así —dijo la muchacha.

—Explórale —indicó Magnus—. Es tarde y necesitamos muchas respuestas.

La joven asintió. Mondschein aguardó alguna sensación indicadora de que estaban sondeando sus recuerdos, de que unos dedos invisibles hurgaban su cerebro. No ocurrió nada semejante. Se sucedieron largos minutos en silencio y la chica levantó la vista con aire de triunfo.

—La noche del trece de marzo ha sido borrada.

—¿Puedes averiguar lo que sucedió, pese a ello? —preguntó Magnus.

—Imposible. Fue un trabajo de expertos. Le extirparon toda la noche. Además, le suministraron una buena dosis de contramnemónicos. No sabe nada del papel que le tocó jugar —dijo la chica.

Los supervisores intercambiaron miradas. Mondschein sintió que el sudor le pegaba el hábito al cuerpo, y el olor hirió su nariz. Un músculo palpitaba en su mejilla y la frente le dolía atrozmente, pero, a pesar de ello, no se movió.

—La chica puede marcharse —dijo Magnus.

La tensión que reinaba en la atmósfera disminuyó un poco cuando la esper salió, pero Mondschein no se serenó. Abrigaba la convicción desesperada de que había sido juzgado y condenado por un crimen cuya naturaleza ignoraba. Pensó en algunas de las habladurías, tal vez falsas, que corrían sobre el espíritu vengativo de la Hermandad: el hombre al que extirparon los centros del dolor, el esper condenado a redoblar sus esfuerzos, el biólogo lobotomizado, el supervisor renegado al que abandonaron en una Cámara de la Nada durante noventa y seis horas consecutivas. Comprendió que no tardaría en saber hasta qué punto eran falsos aquellos rumores.

—Para que lo sepas, Mondschein —dijo Magnus—, alguien entró subrepticiamente en el laboratorio de longevidad y fotografió todo con un hológrafo. Un trabajo excelente, sólo que tenemos montado un dispositivo de alarma allí, y tú lo activaste.

—Se lo juro, señor, nunca he puesto el pie dentro…

—Ahórrate saliva, Mondschein. A la mañana siguiente, realizamos un análisis de activación neutrónica en el lugar, por pura rutina. Descubrimos rastros de tungsteno y molibdeno que se desprendieron de ti mientras tomabas los hologramas. Coinciden con el modelo de tu piel. Nos condujeron hasta ti sin tardanza. No cabe duda: el mismo modelo neutrónico en la cámara, en el equipo del laboratorio y en tu mano. Fuiste enviado aquí como espía, a sabiendas o no.

—Kirby ha llegado —anunció otro supervisor.

—Me gustaría saber lo que tiene que decir sobre esto —murmuró Magnus en tono lúgubre.

Mondschein vio la figura larguirucha de Reynolds Kirby entrar en la sala. Apretaba firmemente sus labios finos. Parecía haber envejecido diez años desde que Mondschein le había visto en el despacho de Langholt.

—Aquí tienes a tu hombre, Kirby —Magnus giró sobre sus talones y habló con irritación—. ¿Qué opinas de él ahora?

—No es mi hombre —le rectificó Kirby.

—Tú aprobaste su traslado aquí —replicó Magnus—. Quizá deberíamos examinarte también a ti, ¿eh? Alguien introdujo una bomba de relojería en este lugar, y la bomba ha estallado. Ha pasado información sobre todo un laboratorio.

—Tal vez no —dijo Kirby—. Tal vez retenga todavía los datos en su poder.

—Salió del centro al día siguiente de que entraran en el laboratorio. Él y otro acólito fueron a visitar unas ruinas indias. No es muy arriesgado suponer que transfirió los hologramas durante su ausencia.

—¿Habéis localizado al emisario? —preguntó Kirby.

—Nos estamos desviando de la cuestión —dijo Magnus—. La cuestión es que este hombre vino al centro recomendado por ti. Le sacaste de la nada y lo pusiste aquí. Lo que a todos nos gustaría saber es dónde lo encontraste y por qué lo enviaste aquí.

El rostro enjuto de Kirby se crispó por un momento. Miró a Mondschein, y después a Magnus con marcada hostilidad.

—No acepto ninguna responsabilidad por haber traído aquí a este hombre. Sucede que me escribió en febrero, solicitando el traslado a Santa Fe y un trabajo que no fuera el habitual de la capilla. Pasó por encima de los administradores locales, y les envié una carta sugiriendo que le disciplinaran un poco. Unas semanas después recibí instrucciones en el sentido de que fuera trasladado aquí.

»Me quedé asombrado, por decir algo, pero di mi aprobación. Eso es todo lo que sé sobre Christopher Mondschein.

Magnus extendió un índice y lo agitó en el aire.

—Espera un momento, Kirby. Eres un supervisor. ¿Quién da las instrucciones? ¿Cómo te pueden presionar para autorizar un traslado si eres un alto dirigente?

—Las instrucciones las dictó una autoridad más alta.

—Me cuesta admitirlo —dijo Magnus.

Mondschein estaba sentado inmóvil, fascinado pese a su situación por el enfrentamiento entre los supervisores. Nunca había comprendido los motivos de que autorizaran su traslado, y ahora daba la impresión de que nadie los comprendía.

—Las instrucciones procedían de alguien cuyo nombre me niego a revelar —dijo Kirby.

—¿Te estás cubriendo las espaldas, Kirby?

—Estás abusando de mi paciencia, supervisor Magnus —dijo Kirby secamente.

—Quiero saber quién coló un espía entre nosotros.

Kirby respiró hondo.

—Muy bien —dijo—. Te lo diré. Todos seréis testigos. La orden vino de Vorst. Noel Vorst me llamó y ordenó que este hombre fuera enviado aquí. Vorst le envió. ¡Vorst! ¿Qué opinas de eso?