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Llamaba la atención por su hábito de color añil y la capucha monacal. La gente le miraba como si poseyera poderes sobrenaturales. Nadie advirtió que sólo era un acólito, y, aunque muchos curiosos también eran vorsters, nunca terminaban de asumir que la Hermandad no tenía tratos con lo sobrenatural. Mondschein consideraba que los seglares carecían de inteligencia.

Subió a la cinta deslizante. La ciudad se cernía a su alrededor, torres de travertina que parecían cubiertas de grasa a la débil luz rojiza de aquel atardecer de marzo. Nueva York se había extendido por las orillas del Hudson como una plaga, y los rascacielos empezaban a invadir las Adirondacks. Hacía mucho tiempo que Nyack había sido absorbida por la metrópoli. El aire era frío y olía a humo. El fuego estaría devorando una reserva forestal, pensó Mondschein, malhumorado. Veía a la muerte por todas partes.

Su modesto apartamento se hallaba a cinco manzanas de la capilla. Vivía solo. Los acólitos debían colgar los hábitos si querían casarse, y no les estaba permitido mantener relaciones pasajeras. El celibato todavía no pesaba sobre Mondschein, aunque había confiado en desprenderse de él cuando le trasladaran a Santa Fe. Corrían rumores sobre jóvenes y dispuestas acolitas de Santa Fe. Mondschein estaba seguro de que no todos los experimentos de reproducción se realizaban mediante inseminación artificial.

Ahora ya no importaba, ya podía despedirse de Santa Fe. Su impulsiva carta al supervisor Kirby lo había echado todo a perder.

Estaba atrapado para siempre en los rangos inferiores de la jerarquía vorster. A su debido tiempo le aceptarían en el seno de la Hermandad; adoptaría un hábito ligeramente diferente, se dejaría crecer la barba, presidiría los servicios y atendería las necesidades de su congregación.

Estupendo. La Hermandad era el movimiento religioso que crecía con más rapidez en la Tierra, y servir a la causa constituía, sin duda, una noble causa. Sin embargo, un hombre carente de vocación religiosa no podía ser feliz presidiendo una capilla, y Mondschein no sentía la llamada. Había confiado en colmar sus necesidades enrolándose como acólito, y ahora comprendía el error de su ambición.

Estaba atrapado. Sólo era otro hermano vorster. Había miles de capillas diseminadas por el mundo. La Hermandad contaba con unos quinientos millones de miembros. No estaba mal en una sola generación. Las viejas religiones lo pasaban mal. Los vorsters ofrecían algo que las otras no: los avances de la ciencia, la seguridad de que, más allá del ministerio espiritual, existía otro que servía a la Unidad sondeando en los misterios más profundos. Un dólar entregado a la capilla vorster de la localidad podría contribuir al desarrollo de un método que asegurase la inmortalidad, la inmortalidad individual. Ése era el cebo, y funcionaba bien. Bueno, había imitadores, cultos inferiores, algunos prósperos a su manera. Incluso existía una herejía vorster, los Armonistas, los mercachifles de la Armonía Trascendente, un vástago del culto original. Mondschein se había decantado por los vorsters y sentía lealtad hacia ellos, pues había sido educado como devoto del Fuego Azul. Pero…

—Perdone. Mil disculpas.

Alguien le empujó en la cinta deslizante. Mondschein sintió que una mano se abatía sobre su espalda, casi derribándole. Se enderezó, algo tambaleante, y vio a un hombre de anchos hombros, vestido con una sencilla túnica azul, que se alejaba a toda velocidad. Torpe idiota, pensó Mondschein. Hay sitio para todos en la cinta deslizante. ¿A qué vienen tantas prisas?

Mondschein se ajustó la túnica y la dignidad.

—No entres en tu apartamento, Mondschein —dijo una voz suave—. Sigue adelante. Te espera un torpedo en la estación de Tarrytown.

No había nadie cerca de él.

—¿Quién ha hablado? —preguntó, tenso.

—Relájate y colabora, por favor. No sufrirás el menor daño. Todo esto es por tu bien, Mondschein.

Miró a su alrededor. La persona más próxima era una anciana. Se hallaba a unos quince metros detrás de él, en la cinta deslizante, y le dedicó al instante una sonrisa boba, como si le pidiera la bendición. ¿Quién había hablado? Durante un frenético momento, Mondschein pensó que se había convertido en telépata, que algún poder latente había madurado de súbito. Pero no, no había sido un mensaje enviado mediante el pensamiento, sino una voz. Mondschein comprendió. El hombre que le había dado el golpe en la espalda debía haberle adherido una oreja emisora y receptora. Una diminuta placa metálica transpóndica, que probablemente sólo midiera media docena de moléculas de espesor, algún milagro de improbable subminiaturización… Mondschein no se molestó en buscarla.

—¿Quién es usted? —preguntó.

—Eso no importa. Ve a la estación y alguien saldrá a tu encuentro.

—Visto mis hábitos.

—También nos ocuparemos de eso —fue la tranquila respuesta.

Mondschein se mordisqueó el labio. No tenía autorización para abandonar las inmediaciones de la capilla sin el permiso de un superior, pero ahora no tenía tiempo para eso y, en cualquier caso, no iba a complicarse con trámites burocráticos después de la reciente regañina. Correría el riesgo.

La cinta deslizante le llevó hacia adelante.

No tardó en divisar la estación de Tarrytown. El estómago de Mondschein se retorció de tensión. Olió los vapores acres del combustible que utilizaba el torpedo. El frío viento le traspasó el hábito; no sólo temblaba de inquietud. Bajó de la pasarela deslizante y entró en la estación, una reluciente cúpula verdeamarilla de paredes de plástico. No había mucha gente. Los viajeros procedentes del centro de la ciudad aún no habían empezado a llegar, y la huida masiva a las ameras se produciría más tarde, a la hora de la cena.

Se le acercaron unas figuras.

—No les mires —le advirtió la voz del artilugio que llevaba en la espalda—. Sígueles de forma indiferente.

Mondschein obedeció. Eran tres personas, dos hombres y una mujer delgada de rostro anguloso. Caminaban sin prisa, y fueron dejando atrás el quiosco de faxdiarios, los puestos de limpiabotas y las taquillas de consigna. Uno de los hombres, bajo, de cabeza cuadrada y pelo pajizo espeso y corto, posó la palma de su mano sobre una taquilla y la abrió. Sacó un paquete abultado y se lo puso bajo el brazo. Atravesó en diagonal la estación hacia el lavabo de caballeros.

—Espera treinta segundos y síguele —dijo la voz a Mondschein.

El acólito fingió estudiar el reloj del quiosco. No le entusiasmaba su situación actual, pero presentía que sería inútil, e incluso peligroso, resistirse. Cuando pasaron los treinta segundos, se dirigió hacia el lavabo. El dispositivo examinador decidió que pertenecía al sexo masculino, y la señal de ADMISIÓN centelleó. Mondschein entró.

—Tercera cabina —murmuró la voz.

El hombre rubio no estaba a la vista. Mondschein entró en la cabina y encontró el paquete de la taquilla apoyado contra el váter. Al recibir la orden, lo tomó y abrió los cierres. El envoltorio cayó al suelo. Mondschein se encontró sujetando el hábito verde de un hermano armonista.

¿Los herejes? ¿Qué demonios…?

—Póntelo, Mondschein.

—No puedo. Si me ven con…

—No te verán. Póntelo. Te guardaremos tu hábito hasta que vuelvas.

Se sentía como una marioneta. Se desprendió de su hábito, lo colgó de un gancho y se puso el poco familiar uniforme. Le sentaba bien. En la superficie interior había algo prendido: una máscara termoplástica. Agradeció el detalle. La desdobló, apretándola contra su rostro hasta que se adaptó por completo. La máscara disimularía sus rasgos hasta hacerlos irreconocibles.

Mondschein puso con todo cuidado su hábito en el envoltorio y lo cerró.

—Déjalo sobre el asiento —le dijeron.

—No me atrevo. Si se pierde, ¿cómo lo explicaré?

—No se perderá, Mondschein. Date prisa. El torpedo está a punto de salir.

Mondschein salió de la cabina a regañadientes. Se vio en el espejo. Su cara, ya de por sí rechoncha, parecía hinchada: mejillas abultadas, papadas sin afeitar, labios gruesos y húmedos. Anormales círculos morados aparecían bajo sus ojos, como si hubiera estado de juerga toda la semana. También el hábito verde era extraño. Portar el símbolo de la herejía le hizo sentirse más cercano a su congregación que nunca.

La mujer delgada avanzó hacia él cuando entró en la sala de espera. Sus pómulos eran como filos de hacha, y sus párpados habían sido reemplazados quirúrgicamente por astillas de fino platino. Era una moda en desuso de la generación anterior. Mondschein recordó a su madre cuando salió de la consulta de cirugía estética con el rostro transformado en una máscara grotesca. Ya nadie lo hacía. Esta mujer debía tener por lo menos cuarenta años, pensó Mondschein, aunque parecía mucho más joven.

—Eterna armonía, hermano —dijo con voz hueca.

Mondschein buscó la respuesta armonista apropiada, improvisando un:

—Que la Unidad te sonría.

—Agradezco tu bendición. Tu billete está en orden, hermano. ¿Quieres venir conmigo?

Comprendió que se trataba de su guía. Había dejado la oreja en su hábito. Confió, aprensivo, en que no tardaría mucho en volver a ver la prenda. Siguió a la mujer hasta la plataforma de embarque. Podían llevarle a cualquier sitio: Chicago, Honolulú, Montreal…

El torpedo refulgía en la iluminada estación, esbelto, elegante, de pulido casco verdeazulado.

—¿Adónde vamos? —preguntó Mondschein a la mujer mientras subían a bordo.

—A Roma.