Si el Acólito de Tercer Grado Christopher Mondschein tenía una debilidad, ésta consistía en que deseaba con todas sus fuerzas vivir eternamente. Era un anhelo humano muy común, y nada reprensible. Pero el acólito Mondschein lo llevaba demasiado lejos.
—Al fin y al cabo —consideró necesario recordarle uno de sus superiores—, tu función en la Hermandad es mirar por el bienestar de los demás, no llevar el agua a tu molino, acólito Mondschein. ¿Está claro?
—Sí, perfectamente claro, hermano —dijo Mondschein con tirantez. Estaba abrumado de vergüenza, culpabilidad y cólera—. Comprendo mi error. Suplico el perdón.
—No es cuestión de perdonar, acólito Mondschein —replicó el hombre de mayor edad—. Es cuestión de comprender. El perdón me importa un bledo. ¿Cuáles son tus objetivos, Mondschein? ¿Qué persigues?
El acólito dudó un momento antes de responder, tanto porque era una buena política sopesar las palabras antes de contestar a un miembro importante de la Hermandad, como porque sabía que pisaba terreno resbaladizo. Tiró nerviosamente de los pliegues de su hábito y dejó que sus ojos resbalaran por la magnificencia gótica de la capilla.
Estaban de pie en el triforio, mirando la nave. No se celebraba ningún servicio, pero algunos fieles ocupaban los bancos, arrodillados ante el resplandor azul del pequeño reactor de cobalto alzado sobre un estrado. Era el santuario Nyack de la Hermandad de la Radiación Inmanente, la tercera más grande de la zona de Nueva York, y Mondschein había ingresado seis meses antes, el día en que cumplió veintidós años. En aquel momento albergó la esperanza de que fuera un auténtico sentimiento religioso el que le impulsaba a empeñar su suerte con los vorsters. Ahora ya no estaba tan seguro.
—Quiero ayudar a la gente, hermano —dijo en voz baja, aferrándose a la barandilla del triforio—. A la gente en general y a la gente en particular. Quiero ayudarles a encontrar el camino. Y quiero que la humanidad alcance sus principales objetivos. Como dice Vorst…
—Ahórrame las escrituras, Mondschein.
—Sólo trato de demostrarle…
—Lo sé. Escucha, ¿no comprendes que has de ascender de forma ordenada y progresiva? No puedes saltarte a tus superiores, Mondschein, por impaciente que estés en llegar a la cumbre. Entra en mi despacho un momento.
—Sí, hermano Langholt. Lo que usted diga.
Mondschein siguió al otro hombre por el triforio hasta adentrarse en el ala administrativa del santuario. El edificio era de construcción reciente y pasmosamente bello, muy diferente de las destartaladas capillas vorster ubicadas en los barrios bajos, de un cuarto de siglo atrás. Langholt aplicó una huesuda mano sobre el botón y la puerta se abrió como un diafragma al instante. Ambos entraron.
Era una habitación pequeña, austera, oscura y sombría. El techo era de estilo gótico. Las paredes laterales estaban cubiertas de estanterías para libros. El escritorio consistía en una bruñida plancha de ébano, sobre la cual brillaba una luz azul en miniatura, el símbolo de la Hermandad. Mondschein vio algo más sobre el escritorio: la carta que había escrito al supervisor regional Kirby, solicitando el traslado al centro genético de la Hermandad en Santa Fe.
Mondschein enrojeció. Enrojecía con facilidad; sus mejillas eran regordetas, propensas al rubor. Era un hombre que sobrepasaba un poco la estatura media, algo entrado en carnes, de cabello áspero y oscuro y facciones enjutas y serias. Mondschein se sentía absurdamente inmaduro en comparación con el hombre flaco y de aspecto ascético que le doblaba la edad y le estaba dando un buen rapapolvo.
—Como ves, tenemos tu carta dirigida al supervisor Kirby —dijo Langholt.
—Señor, esa carta era confidencial. Yo…
—¡En esta orden no hay cartas confidenciales, Mondschein! Da la casualidad de que el supervisor Kirby me entregó la carta en persona. Como comprobarás, ha añadido una nota.
Mondschein tomó la carta. Sobre la esquina superior izquierda había una breve nota garrapateada: «Tiene una prisa de mil diablos, ¿verdad? Rebájele los humos. R. K.».
El acólito dejó la carta sobre la mesa y esperó la reprimenda. En lugar de ello, su superior le sonrió con afabilidad.
—¿Por qué querías ir a Santa Fe, Mondschein?
—Para tomar parte en las investigaciones que se realizan allí. Y en el… programa de reproducción.
—No eres un esper.
—Quizá tenga genes latentes, o puede que mediante alguna manipulación mis genes sean importantes para el banco. Señor, ha de comprender que mi comportamiento no era puramente egoísta. Quiero contribuir con el máximo esfuerzo.
—Puedes contribuir, Mondschein, haciendo tus tareas de limpieza, rezando, buscando conversos. Si has de ser llamado a Santa Fe, lo serás a su debido tiempo. ¿No has pensado que hay otros muchos mayores que tú que desean ir allí? Yo mismo, el hermano Ashton, el supervisor Kirby… Vienes de la calle, por así decirlo, y al cabo de unos meses ya quieres un billete para la utopía. Lo siento. No es tan fácil de conseguir, acólito Mondschein.
—¿Qué haré ahora?
—Purifícate. Libérate del orgullo y la ambición. Baja a la iglesia y reza. Haz tu trabajo diario. No busques ascensos rápidos. Es la mejor manera de no lograr lo que deseas.
—Podría solicitar el ingreso en el servicio misionero —insinuó Mondschein—. Unirme al grupo que va a Venus…
—¡Ya empezamos otra vez! —suspiró Langholt—. ¡Contén tu ambición, Mondschein!
—Me refería a ello como penitencia.
—Por supuesto. Te imaginas que probablemente los misioneros se conviertan en mártires. También te imaginas que, si por chiripa vas a Venus y no te despellejan vivo, volverás aquí transformado en un hombre de gran influencia en la Hermandad, que será enviado a Santa Fe como un guerrero al Valhalla. ¡Mondschein, Mondschein, eres tan transparente! Rozas la herejía, Mondschein, cuando rehúsas aceptar tu suerte.
—Señor, jamás me he relacionado con los herejes. Yo…
—No te acuso de nada —dijo Langholt con firmeza—. Simplemente te advierto que vas en dirección equivocada. Temo por ti. Mira —arrojó la carta acusatoria a la unidad de eliminación de basuras, donde se quemó al instante—, olvidaré todo lo relativo a este incidente. Pero tú no lo olvides. Sé más humilde, Mondschein. Sé más humilde, te repito. Ahora, ve a rezar. Largo.
—Gracias, hermano —murmuró Mondschein.
Le temblaban un poco las rodillas cuando salió de la habitación y subió al descensor que llevaba a la capilla. Considerando todos los elementos en juego, había salido bien librado. Podían haberle sometido a reprimenda pública. Podían haberle trasladado a una zona muy poco deseable, como la Patagonia o las Aleutianas. Incluso podían haberle separado de la Hermandad definitivamente.
Había sido una equivocación garrafal pasar por encima de Langholt, y Mondschein lo reconocía. Pero ¿cómo evitarlo? Morir un poco día tras día, mientras en Santa Fe escogían a los que vivirían para siempre. Era intolerable contarse entre los repudiados. El estado de ánimo de Mondschein empeoró al comprender que casi no le quedaba ninguna posibilidad de ir a Santa Fe.
Se deslizó en un banco trasero y miró solemnemente al cubo de cobalto 60 que brillaba en el altar.
«Que el Fuego Azul me engulla —suplicó—. Que surja de él purificado y limpio.»
A veces, arrodillado ante el altar, Mondschein había experimentado una levísima punzada de arrobo espiritual. Era lo máximo que había sentido, pues, a pesar de que era un acólito de la Hermandad de la Radiación Inmanente y miembro de la segunda generación del culto, Mondschein no era un hombre religioso. Que se extasíen otros ante el altar, pensó. Mondschein sabía muy bien lo que era el culto: una fachada que encubría un extenso programa de investigación genética. Al menos, eso le parecía, aunque en ocasiones tenía sus dudas sobre qué era la fachada y qué la auténtica realidad. En apariencia, mucha gente extraía beneficios espirituales de la Hermandad, en tanto él carecía de pruebas sobre los supuestos éxitos de los laboratorios de Santa Fe.
Cerró los ojos y hundió la cabeza en el pecho. Visualizó electrones girando en sus órbitas. Repitió en silencio la Letanía Electromagnética, recitando las franjas del espectro.
Se imaginó a Christopher Mondschein viviendo siglo tras siglo. Una oleada de ansia se apoderó de él mientras salmodiaba todavía las frecuencias medias. Mucho antes de llegar a los rayos X, sudaba de frustración y miedo a morir. Sesenta, setenta años más y le llegaría el turno, mientras en Santa Fe…
Ayúdame. Ayúdame. Ayúdame.
Que alguien me ayude. ¡No quiero morir!
Mondschein levantó la vista hacia el altar. El Fuego Azul parpadeó como si se burlara de él por extralimitarse. Oprimido por la oscuridad gótica, Mondschein se puso en pie y salió corriendo a respirar el aire puro.