El robot responsable del esnifario no le sirvió de ayuda.
—¿Adónde se fue? —preguntó Kirby.
—Se marchó —fue la herrumbrosa respuesta—. Dieciocho dólares y sesenta centavos. Pasaremos la factura a su central.
—¿Dijo adónde iba?
—No conversamos. Se marchó. ¡Auuuurk! No conversamos. Pasaremos la factura a su central. ¡Auuuurk!
Kirby lanzó una maldición y salió corriendo a la calle. Miró involuntariamente al cielo. Vio brillar las letras color limón de la información horaria luminosa que flotaba en el firmamento, moteada de rojo en algunos puntos:
LAS 22:05, HORA OFICIAL DEL ESTE
VIERNES 8 DE MAYO DE 2077
COMPRE FREEBLES: ¡SON CRUJIENTES!
Faltaban dos horas para la medianoche. Tiempo suficiente para que aquel colono lunático se metiera en líos. Lo último que Kirby deseaba era a un Weiner borracho, y tal vez alucinado, suelto por Nueva York. La misión no se reducía a depararle una mera hospitalidad. Parte del trabajo de Kirby consistía en vigilar a Weiner. Los marcianos ya habían venido a la Tierra antes. La sociedad liberada les sentaba como un vino cabezón.
¿Adónde habría ido?
Un sitio probable era el salón vorster. Quizá Weiner había vuelto para armar un poco más de jaleo. Kirby, sudando por todos los poros de su cuerpo, atravesó la calle a toda prisa, esquivando las lágrimas propulsadas que pasaban, y se precipitó en el interior de la destartalada capilla. El servicio proseguía. No parecía que Weiner estuviera presente. Todo el mundo estaba sentado dócilmente en sus bancos, y no se producían gritos, chillidos ni carcajadas de borrachos. Kirby avanzó en silencio por el pasillo, examinando cada banco. Ni rastro de Weiner. La chica de la cara alterada continuaba allí; sonrió y le tendió la mano. Durante un pavoroso momento, Kirby se sintió catapultado de nuevo hacia su alucinación, y se le puso la carne de gallina. Cuando logró recobrarse, forzó una leve sonrisa de cortesía y salió del recinto vorster lo más rápido que pudo.
Subió a la cinta deslizante y dejó que le transportara al azar, a varias manzanas de distancia. Ni rastro de Weiner. Kirby descendió y se encontró frente a una Cámara de la Nada pública, donde por veinte pavos a la hora era posible entregarse a un delicioso olvido. Tal vez Weiner había entrado, ansioso de probar todas las diversiones alienantes que la ciudad ofrecía. Kirby cruzó el umbral.
No había robots a cargo del negocio, sino un verdadero empresario de carne y hueso, rebosante de papadas, que pesaría unos doscientos kilos. Unos ojillos sepultados en grasa observaron a Kirby con aire incierto.
—¿Le apetece una hora de descanso, amigo?
—Estoy buscando a un marciano —dijo de sopetón Kirby—. Así de alto, hombros anchos, pómulos salientes.
—No le he visto.
—Tal vez esté en uno de sus depósitos. Esto es importante. Asunto de las Naciones Unidas.
—Me da igual que sea asunto de Dios Todopoderoso. No le he visto —el gordo dirigió un vistazo fugaz a la placa de identificación de Kirby—. ¿Qué quiere que haga, que le abra los depósitos? Aquí no ha entrado.
—Si viene, no le permita alquilar una cámara. Distráigale y llame a Seguridad de las Naciones Unidas en el acto.
—He de alquilarla si quiere. Esto es un local público, colega. ¿Quiere meterme en líos? Escuche, le veo muy fatigado. ¿Por qué no pasa un rato en un depósito? Le sentará de maravilla. Se sentirá como…
Kirby giró sobre sus talones y salió a toda prisa. Sentía náuseas, provocadas tal vez por el alucinógeno. También tenía miedo y un buen cabreo. Se imaginó a Weiner asaltado en un callejón oscuro y su cuerpo enorme viviseccionado expertamente para los bancos de órganos clandestinos. Un destino merecido, bien mirado, pero tiraría por los suelos la reputación de Kirby. Lo más probable sería que Weiner, desmandado como un toro chino —Kirby se preguntó si la comparación era correcta—, se metiera en tal lío que costara Dios y ayuda sacarle de él.
Kirby no tenía idea de dónde buscarle. Se topó con una publicabina en la esquina de la calle siguiente y se coló en su interior, oscureciendo los cristales. Introdujo su placa de identificación en la ranura y pulsó el número de Seguridad de las Naciones Unidas.
La brumosa pantalla se iluminó y apareció el rostro barbudo y regordete de Lloyd Ridblom.
—Patrulla nocturna —dijo Ridblom—. Hola, Ron. ¿Dónde está tu marciano?
—Lo he perdido. Me dio el esquinazo en un esnifario.
Ridblom se animó al instante.
—¿Quieres que suelte un televector en su busca?
—Todavía no. Creo que no tiene idea de que su desaparición nos pueda preocupar. Lo mejor será que pongas el vector tras mis huellas y sigamos en contacto. Pon en marcha un dispositivo de rutina para localizarle. Si se deja ver, notifícamelo enseguida. Llamaré dentro de una hora para cambiar las instrucciones si no ha sucedido nada para entonces.
—Quizá le hayan raptado los vorsters —sugirió Ridblom—. Estarán extrayéndole la sangre para obtener vino de misa.
—Vete al cuerno —dijo Kirby. Salió de la cabina y apoyó un momento los pulgares sobre sus ojos. Se dirigió lenta y deliberadamente hacia la cinta deslizante y dejó que le condujera de vuelta al salón vorster. Unas cuantas personas estaban saliendo del templo, entre ellas la chica de las conchas iridiscentes. No se contentaba con entrometerse en sus alucinaciones; también se cruzaba en su camino en la vida real.
—Hola —dijo la joven. Al menos, su voz era afable—. Soy Vanna Marshak. ¿Adónde ha ido tu amigo?
—Es lo que me pregunto. Se volatilizó hace un rato.
—¿Se supone que debes cuidar de él?
—Se supone que debo vigilarle, en cualquier caso. Es un marciano, ¿sabes?
—No lo sabía. Se ha mostrado muy hostil hacia la Hermandad, ¿verdad? Fue muy triste la forma en que interrumpió el servicio. Debe de estar terriblemente enfermo.
—Terriblemente borracho —rectificó Kirby—. Les pasa a todos los marcianos que vienen aquí. Les abren la jaula y se imaginan que todo es posible. ¿Puedo invitarte a una copa? —añadió de forma mecánica.
—No bebo, pero te acompañaré si te apetece.
—No me apetece una. Necesito una.
—No me has dicho tu nombre.
—Ron Kirby. Trabajo para las Naciones Unidas. Soy un burócrata de segunda. Bueno, corrijo: un burócrata de primera pagado como uno de segunda. Entremos aquí.
Tocó con el codo el adorno de un bar de la esquina. El esfínter se abrió con un relincho y les dejó pasar. La joven exhibió una cálida sonrisa. Tendría unos treinta años, calculó Kirby. Era difícil acertar, con toda aquella quincalla que sustituía a su cara.
—Ron filtrado —pidió Kirby.
Vanna Marshak se apoyó en la barra, muy cerca de él. Llevaba un perfume sutil y desconocido.
—¿Por qué le trajiste a la casa de la Hermandad? —preguntó.
Kirby engulló su bebida como si fuera zumo de limón.
—Quería ver cómo eran los vorsters, de modo que le complací.
—Deduzco, por tanto, que no nos tienes antipatía.
—Carezco de opinión. He estado demasiado ocupado para prestaros atención.
—Eso no es cierto —dijo ella con desenvoltura—. Piensas que es una chifladura, ¿no?
Kirby pidió una segunda bebida.
—Muy bien —admitió—. Es cierto. Es una opinión superficial que no se basa en ninguna información veraz.
—¿No has leído el libro de Vorster?
—No.
—Si te regalo un ejemplar, ¿lo leerás?
—Supongo. Una prosélita con un corazón de oro —rió. Se sentía borracho otra vez.
—No me parece divertido. Eres contrario a las alteraciones quirúrgicas, ¿no?
—Mi esposa, cuando todavía era mi esposa, se cambió toda la cara. Me enfadé tanto que me dejó. Hace tres años. Ahora está muerta. Ella y su amante murieron al estrellarse su cohete en Nueva Zelanda.
—Lo siento muchísimo, pero yo no me lo hubiera hecho de haber conocido las enseñanzas de Vorst. Era insegura, indecisa. Hoy sé a dónde me dirijo…, pero es demasiado tarde para recuperar mi auténtica cara. De todas formas, creo que resulta bastante atractiva.
—Adorable. Háblame de Vorst.
—Es muy sencillo. Quiere que el mundo recupere los valores espirituales. Quiere que todos seamos conscientes de nuestra naturaleza común y nuestras metas más elevadas.
—Lo que podemos manifestar mirando la radiación Cerenkov en antros ruinosos.
—El Fuego Azul no es más que el accesorio. Lo que cuenta es el mensaje interior. Vorst quiere que la humanidad viaje a las estrellas. Quiere que salgamos de la confusión y el desconcierto y empecemos a sacar al exterior nuestros verdaderos talentos. Quiere salvar a los espers que van enloqueciendo día tras día, aprovechar sus recursos y ponerles a trabajar codo con codo en el próximo gran paso del progreso humano.
—Entiendo —dijo Kirby con gravedad—. ¿Cuál es?
—Ya te lo he dicho. Ir a las estrellas. ¿Crees que nos vamos a contentar con Marte y Venus? Hay millones de planetas ahí arriba esperando a que el hombre descubra una forma de llegar a ellos. Vorst cree que conoce esa forma, pero es necesaria la unión de las energías mentales, una fusión… Oh, sé que suena muy místico, pero ese hombre ha conseguido algo. Y también sana las almas atormentadas. Ése es el objetivo a corto plazo: la comunión, la cicatrización de las heridas. El objetivo a largo plazo es llegar a las estrellas. Hemos de superar las fricciones entre los planetas, por supuesto… Lograr que los marcianos sean más tolerantes, y restablecer el contacto con los habitantes de Venus, si todavía queda algo de humano en ellos… ¿No crees que existen posibilidades, que no se trata de supercherías y fraude?
Kirby no compartía esa opinión. Todo le parecía confuso e incoherente. Vanna Marshak poseía una voz suave y persuasiva, y la seriedad con que se manifestaba la dotaba de atractivo. Hasta podía perdonarla por permitir a los esgrimecuchillos mutilarle la cara. Pero en lo referente a Vorst…
El comunicador que llevaba en el bolsillo zumbó. Era una señal de Ridblom, y significaba que debía llamar a la oficina ahora mismo. Kirby se levantó.
—Perdóname un momento. He de atender a algo importante…
Atravesó el bar, se detuvo, respiró hondo y entró en la cabina. Introdujo la placa en la ranura y pulsó el número con dedos temblorosos.
Ridblom apareció otra vez en la pantalla.
—Hemos encontrado a tu chico —anunció el rechoncho agente de Seguridad.
—¿Muerto o vivo?
—Vivo, por desgracia. Está en Chicago. Pasó por el consulado de Marte, pidió prestados mil dólares a la mujer del cónsul y trató de violarla a cambio. La mujer se libró de él y llamó a la policía, y ellos me llamaron a mí. Tenemos a un equipo de cinco hombres pisándole los talones. Se dirige al templo vorster del bulevar Michigan, y va borracho como una cuba. ¿Le interceptamos?
Kirby se mordió el labio, angustiado.
—No, no. En cualquier caso, goza de inmunidad. Ya me encargo yo. ¿Hay algún cacharro libre en el helipuerto de las Naciones Unidas?
—Claro, pero tardarás cuarenta minutos como mínimo en llegar a Chi, y…
—Tengo tiempo de sobra. Quiero que hagas esto: consigue a la esper más atractiva que puedas encontrar en Chicago, tal vez una empat, del tipo sexy, oriental a ser posible, como aquella que se «quemó» en Kyoto la semana pasada. Métela entre Weiner y ese templo vorster y échasela encima. Que le aplaque con sus encantos. Que le retenga como pueda hasta que yo llegue, y si ha de perder la honra en el trance dile que le pagaremos bien. Si no puedes encontrar una esper, agénciate una mujer policía persuasiva, o lo que sea.
—No entiendo por qué es necesario todo esto —dijo Ridblom—. Los vorsters saben cuidar de sí mismos. Creo que poseen un método misterioso de dejar sin sentido a un alborotador para que no…
—Lo sé, Lloyd, pero ya han dejado a Weiner sin sentido una vez en el curso de la noche. Por lo que sé, una segunda dosis podría matarle. Nos meteríamos en un buen lío. Limítate a desviarle.
Ridblom se encogió de hombros.
—De acuerdo.
Kirby salió de la cabina. Estaba sobrio de nuevo. Vanna Marshak seguía sentada en el mismo sitio donde la había dejado. Sus desfiguraciones artificiales casi resultaban atractivas, vistas desde lejos y bajo aquella luz.
—¿Y bien? —sonrió la joven.
—Le han encontrado. Consiguió llegar a Chicago y va a armar un buen lío en la capilla vorster de allí. He de ir y echarle mano.
—Sé amable con él, Ron. Es un hombre torturado. Necesita ayuda.
—¿No nos pasa a todos? —Kirby parpadeó de repente. El pensamiento de ir a Chicago solo le pareció insufrible—. ¿Vanna?
—¿Sí?
—¿Tienes algo que hacer durante las próximas dos horas?