—¿Ya te encuentras bien? —preguntó Kirby con la garganta seca. Weiner se agitó.
—¿Dónde está la chica?
—¿La de las alteraciones?
—No —dijo con voz rasposa—. La esper. Quiero tenerla cerca de nuevo.
Kirby miró a la esbelta muchacha de cabello azul. Ella asintió con expresión tensa y cogió la mano de Weiner. El rostro del marciano estaba perlado de sudor, y todavía tenía los ojos desencajados. Se hallaba acostado, con la cabeza apoyada sobre varias almohadas, las mejillas hundidas.
Se encontraban en un esnifario, enfrente del salón vorster. Kirby había tenido que sacar al marciano del lugar, cargándolo sobre los hombros; los vorsters no permitían la entrada a los robots. El esnifario le pareció un lugar tan apropiado como cualquier otro para llevarle.
La chica esper salió a su encuentro cuando Kirby entró en el local tambaleándose. También era vorster, como atestiguaba el cabello azul, pero, por lo visto, había dado por concluidas sus tareas religiosas del día y estaba rematando la jornada con una rápida inhalación. Se había inclinado con instantánea compasión para examinar de cerca la cara enrojecida y sudorosa de Weiner, preguntándole a Kirby si su amigo había sufrido un ataque.
—No estoy muy seguro de lo que ocurrió —dijo Kirby—. Estaba bebido y provocó un altercado en el salón vorster. El responsable del servicio le tocó la garganta.
La chica sonrió. Era de aspecto frágil, parecía una niña extraviada y no sobrepasaría los dieciocho o diecinueve años. Afligida por el don. Cerró los ojos, cogió la mano de Weiner y apretó la ancha muñeca hasta que el marciano revivió. Kirby no supo lo que había hecho. Todo esto constituía un misterio para él.
Weiner, que recobraba las fuerzas visiblemente, trató de incorporarse. Aferró la mano de la joven, y ella no hizo nada para soltarse.
—¿Con qué me golpearon? —preguntó Weiner.
—Fue una momentánea alteración de tu carga —explicó la chica—. El hombre paralizó tu corazón y tu cerebro durante una milésima de segundo. No quedarán secuelas.
—¿Cómo lo hizo? Apenas me tocó con los dedos.
—Existe una técnica. Te pondrás bien.
Weiner miró fijamente a la chica.
—¿Eres una esper? ¿Me estás leyendo el pensamiento?
—Soy una esper, pero no leo el pensamiento. Sólo soy una empat. Todos estáis poseídos por el odio. ¿Por qué no vuelves allí? Pídele que te perdone. Sé que lo hará. Deja que él te enseñe. ¿Has leído el libro de Vorst?
—¿Por qué no te vas al infierno? —dijo Weiner hastiado—. No, no lo harás. Eres demasiado lista. También tenemos espers listos en Marte. ¿Quieres pasarlo bien esta noche? Me llamo Nat Weiner, y éste es mi amigo Ron Kirby. Reynolds Kirby. Es un coñazo, pero le daremos el esquinazo —el marciano aumentó la presión de su mano—. ¿Qué me dices?
La chica no contestó. Se limitó a fruncir el ceño. Weiner hizo una extraña mueca y le soltó el brazo. Kirby, al observarlo, tuvo que disimular una sonrisa. Weiner se complicaba la vida en todas partes. Éste era un mundo complicado.
—Cruza la calle y vuelve allí —susurró la chica—. Ellos te ayudarán.
Se volvió sin esperar su réplica y se desvaneció en la oscuridad. Weiner se pasó la mano por la frente como si estuviera limpiando de telarañas su cerebro. Se puso en pie con un esfuerzo, ignorando la mano extendida de Kirby.
—¿En qué clase de sitio estamos? —preguntó.
—Es un esnifario.
—¿Van a predicarme también aquí?
—Sólo te nublarán un poco el cerebro —dijo Kirby—. ¿Quieres probarlo?
—Claro, ya te dije que quería probarlo todo. No tengo la suerte de venir a la Tierra cada día.
Weiner sonrió, pero la sonrisa era sombría. Ya no parecía estar tan colocado como una hora antes. Ser puesto fuera de combate por el vorster le había serenado algo. Sin embargo, continuaba en forma, dispuesto a embeberse de todos los pecaminosos placeres que este perverso planeta podía ofrecerle.
Kirby se preguntó si las cosas le estaban saliendo tan mal como parecía. No había forma de saberlo… Todavía no. Más tarde, por supuesto, cabía la posibilidad de que Weiner protestara por el trato recibido, y Kirby se encontraría transferido bruscamente a tareas menos delicadas. Un pensamiento desagradable, por cuanto otorgaba una gran importancia a su carrera; quizá representaba lo más importante de su vida. No quería arruinarla en una sola noche.
Ambos se dirigieron hacia los reservados.
—Explícame una cosa —dijo Weiner—. ¿Esa gente cree de veras en todo ese rollo del electrón?
—La verdad es que no lo sé. No lo he estudiado en profundidad, Nat.
—Has sido testigo de la aparición del movimiento. ¿Cuántos miembros tendrá ahora?
—Un par de millones, supongo.
Eso es mucho. En Marte sólo tenemos siete millones de habitantes. Si hay tantos chiflados adeptos al culto…
—En la Tierra existen actualmente montones de nuevas sectas religiosas. Es una época apocalíptica. La gente desea ansiosamente que la tranquilicen. Experimenta la sensación de que los acontecimientos han dejado atrás a la Tierra, de modo que busca la unidad, alguna forma de escapar a la confusión y la fragmentación.
—Si quieren unidad, que vengan a Marte. Tenemos trabajo para todos, y no nos queda tiempo para comernos el tarro sobre la unidad —Weiner lanzó una carcajada—. Al infierno con ello. ¿Qué vamos a esnifar?
—El opio está pasado de moda. Inhalamos los productos más exóticos. Dicen que las alucinaciones son muy divertidas.
—¿Dicen? ¿No lo sabes? ¿Es que no tienes información de primera mano sobre nada, Kirby? Ni siquiera estás vivo. Eres un zombi. Un hombre necesita ciertos vicios, Kirby.
El hombre de las Naciones Unidas pensó en la Cámara de la Nada que le esperaba en la elevada torre de la balsámica Tortola. Su rostro no se alteró en ningún momento.
—Algunas personas estamos demasiado ocupadas pera dedicarnos a los vicios —dijo. Sin embargo, creo que tu visita va a enseñarme muchas cosas, Nat. Vamos a esnifar.
Un robot rodó hasta ellos. Kirby aplicó su pulgar derecho a la placa amarilla encajada en el pecho del robot. Se encendió una luz cuando la huella dactilar de Kirby quedó grabada.
—Pasaremos la factura a su central —dijo el robot.
Su voz era absurdamente profunda: problemas de tono en la cinta madre, sospechó Kirby. El robot se alejó escorando un poco a estribor. Las tripas oxidadas, se imaginó Kirby. Cabía la posibilidad de que no le cobraran la factura. Tomó una máscara de esnifar y se la tendió a Weiner, que se tumbó confortablemente en el sofá apoyado contra la pared del reservado. Weiner se puso la máscara, Kirby tomó otra y se la ajustó sobre la nariz y la boca. Cerró los ojos y se arrellano en el balancín de espuma trenzada situado junto a la entrada del reservado. Tras un momento sintió el gas que se introducía por sus fosas nasales. Poseía un repugnante olor agridulce, un olor sulfúrico.
Kirby aguardó la alucinación.
Sabía que mucha gente pasaba horas cada día en reservados como éste. El gobierno no cesaba de aumentar los impuestos para desalentar a los esnifadores, pero aun así seguían acudiendo, pagando diez, veinte, treinta dólares por esnifada. El gas en sí no era adictivo, no influía en el metabolismo como la heroína. Se trataba más bien de una adicción psicológica, algo que podía vencerse en caso de intentarlo, pero nadie se tomaba la molestia de probarlo, como en la adicción al sexo o al alcoholismo moderado. Para algunos era una especie de religión. Cada uno se hacía su propio credo; un mundo tan poblado albergaba multitud de creencias.
Una joven hecha de diamantes y esmeraldas caminaba por el cerebro de Kirby.
Los cirujanos habían eliminado hasta el último trozo de carne de su cuerpo. Sus ojos poseían el brillo frío de las piedras preciosas; sus pechos eran globos de ónice blanco rematados por rubíes; sus labios, franjas de alabastro; su cabello, hebras de oro amarillo. Fuego azul oscilaba a su alrededor, fuego vorster que crepitaba de manera extraña.
—Estás cansado, Ron —dijo ella—. Necesitas evadirte de ti mismo.
—Lo sé. Ya utilizo la Cámara de la Nada cada dos días. Intento evitar el colapso nervioso.
—Tu problema es que eres demasiado rígido. ¿Por qué no visitas a mi cirujano? Cámbiate. Despréndete de toda esa estúpida carne. La carne y la sangre no pueden heredar el reino de Dios; de la corrupción no nace la incorrupción.
—No —murmuró Kirby—. No se trata de eso. Todo lo que necesito es un poco de descanso. Un buen baño, sol, una cura de sueño. Pero debo cuidar de ese marciano chiflado.
La alucinación rió de modo estridente, hizo ondear los brazos y ejecutó una circunvolución sinuosa. Habían reemplazado los dedos por astillas de marfil. Las uñas eran de cobre pulido. La lengua lasciva que asomaba entre los labios de alabastro era una serpiente de llamativo fexiplast.
—Presta atención —canturreó voluptuosamente—. Te desvelaré un misterio. No dormiremos, sino que seremos transformados.
—Dentro de un momento —dijo Kirby—. En un abrir y cerrar de ojos. La trompeta sonará.
—Y los muertos resucitarán incorruptos. Hazlo, Ron. Parecerás mucho más atractivo. Hasta es posible que tu próximo matrimonio salga un poco mejor. La echas de menos… Admítelo. Deberías verla ahora. Tu amada yace a profundidad cinco. Pero es feliz. Porque lo corruptible debe tender a la incorrupción, y lo mortal debe tender a la inmortalidad.
—Soy un ser humano protestó Kirby. No quiero convertirme en una pieza de museo ambulante como tú o como ella, pongamos por caso. Ni siquiera si se pusiera de moda entre los hombres.
La luz azul empezó a latir y enturbiar la visión de su cerebro.
—No obstante, Ron, necesitas algo. La Cámara de la Nada no es la respuesta. No es… nada. Afíliate. Hazte miembro. El trabajo tampoco es la respuesta. Únete. Únete. ¿No quieres esculpirte? Muy bien, conviértete en un vorster. Ríndete a la Unidad. Que la muerte sea engullida victoriosamente.
—¿No puedo continuar siendo yo mismo? —gritó Kirby.
—Lo que eres no basta. Ahora no. Ya no. Vivimos tiempos difíciles. Un mundo abrumado de problemas. Los marcianos se burlan de nosotros. Los venusinos nos desprecian. Necesitamos una nueva organización, nueva energía. El pecado es el aguijón de la muerte, y la fuerza del pecado es la ley. Tumba, ¿dónde está tu victoria?
Un desenfrenado torbellino de colores bailó en la mente de Kirby. La mujer alterada quirúrgicamente hizo una pirueta, saltó, se agitó y exhibió su vistosa magnificencia sembrada de joyas frente a él. Kirby se estremeció. Aferró frenéticamente la máscara. ¿Por esta pesadilla había pagado una elevada suma? ¿Cómo era posible que la gente se enganchara en esta experiencia, este viaje por los pantanos de la mente?
Kirby se arrancó la máscara de esnifar y la tiró al suelo del reservado. Llenó sus pulmones de aire fresco, parpadeó y volvió a la realidad.
Estaba solo en el reservado.
Weiner, el marciano, se había ido.