El salón de los vorsters se hallaba en un viejo edificio desvencijado, casi en ruinas, situado en el centro de Manhattan, a un tiro de piedra de las Naciones Unidas. Kirby se sentía reacio a entrar; nunca había vencido su repugnancia por los barrios bajos, ni siquiera ahora, cuando el mundo se había convertido en una inmensa y apiñada barriada. Pero Nat Weiner lo había ordenado, y así debía ser. Kirby le había traído aquí porque era el único reducto de los vorsters que había visitado antes, por lo que no se encontraría tan fuera de lugar entre los fieles.
El letrero sobre la puerta decía en letras brillantes pero semiborradas:
HERMANDAD DE LA RADIACIÓN INMANENTE
SED TODOS BIENVENIDOS
SERVICIOS DIARIOS
SANAD VUESTROS CORAZONES
ARMONIZAOS CON EL TODO
—¡Fíjate en eso! ¡Sanad vuestros corazones! ¿Cómo está tu corazón, Kirby? —comentó riendo Weiner al ver el letrero.
—Está perforado en varios puntos. ¿Vamos a entrar?
—¿A ti qué te parece? —respondió Weiner.
El marciano estaba borracho como una cuba, pero Kirby se vio forzado a admitir que lo llevaba con dignidad. Kirby, a lo largo de la prolongada velada, ni siquiera había intentado competir con el enviado de la colonia, pero aun así se sentía mareado y sobreexcitado. Le picaba la punta de la nariz. Ardía en deseos de desembarazarse de Weiner y volver a la Cámara de la Nada para purificar su cuerpo de tanto veneno.
Pero Weiner quería pasárselo en grande, y era difícil culparle por ello. Marte era un lugar duro, que apenas concedía tiempo para el placer. Terraformar un planeta exigía el máximo esfuerzo. La tarea estaba casi terminada, después de dos generaciones de trabajo, y el aire de Marte estaba limpio y apto, pero nadie se atrevía todavía a relajarse. Weiner había venido para negociar un acuerdo comercial, pero también era su primera oportunidad de escapar a los rigores de la vida en Marte. La llamaban la Esparta del espacio. Y esto era Atenas.
Entraron en el salón vorster.
Se trataba de una estancia oblonga, larga y angosta. Una docena de filas de bancos sin pintar corrían de pared a pared, con un pasillo estrecho a un lado. Al fondo se hallaba el altar, en el que brillaba la inevitable radiación azul. Detrás se erguía un hombre alto, esquelético, calvo y barbudo.
—¿Es ése el sacerdote? —susurró estruendosamente Weiner.
—No creo que les llamen sacerdotes —dijo Kirby—, pero es el que lleva la voz cantante.
—¿Tomaremos la comunión?
—Limitémonos a mirar —sugirió Kirby.
—Fíjate en esos condenados maníacos —dijo Weiner el marciano.
—Es un movimiento religioso muy popular.
—No lo entiendo.
—Observa y escucha.
—Ahí de rodillas…, humillándose ante esa porquería de reactor…
Algunas cabezas se volvieron en su dirección. Kirby suspiró. No tenía el menor aprecio por los vorsters o su religión, pero tampoco le agradó la rotunda profanación de su fe. Agarró por el brazo al marciano, sin el menor miramiento, le guió hasta el banco más cercano y le obligó a arrodillarse, colocándose a su lado. Weiner le dirigió una mirada de reproche. A los colonos no les gustaba que los extranjeros les tocaran. Un venusino habría acuchillado a Kirby por algo parecido, aunque, por supuesto, un venusino no visitaría la Tierra, ni mucho menos se metería en un salón vorster.
Weiner, ceñudo, se inclinó hacia adelante para contemplar la ceremonia. Kirby forzó la vista en la tenue oscuridad para observar al hombre situado detrás del altar.
El reactor, un cubo de cobalto 60, recubierto de agua que neutralizaba las peligrosas radiaciones antes de que chamuscaran la carne, estaba en funcionamiento y brillaba. Kirby distinguió en la oscuridad un débil resplandor azul, que aumentaba de intensidad poco a poco. Una luz blancoazulada ocultaba la rejilla del diminuto reactor, y un extraño fulgor azul verdoso, que parecía casi púrpura en su núcleo, remolineaba en torno suyo. Era el Fuego Azul, la espectral luz fría de la radiación Cerenkov, que se extendía hasta abrazar toda la estancia.
Kirby sabía que no se trataba de nada místico. Los electrones se agitaban en el depósito de agua, moviéndose a una velocidad superior a la de la luz en ese medio, y mientras se movían lanzaban un chorro de fotones. Precisas ecuaciones explicaban el origen del Fuego Azul. En honor a la verdad, los vorsters no le adjudicaban propiedades sobrenaturales, pero era un instrumento simbólico útil, un foco de los sentimientos religiosos, más atrayente que la crucifixión, más dramático que las Tablas de la Ley.
—Toda vida surge de una sola Unidad —dijo con voz serena el vorster que oficiaba—. Debemos la infinita variedad del universo al movimiento de los electrones. Los átomos se encuentran; sus partículas se entrelazan. Los electrones saltan de órbita en órbita, y tienen lugar cambios químicos.
—¿Oyes lo que dice ese piojoso bastardo? —bufó Weiner—. ¡Una lectura química!
Kirby se mordió el labio, angustiado. Una chica sentada en el banco que había frente a ellos se volvió y dijo en voz baja y perentoria:
—Por favor. Limítense a escuchar…, por favor.
Su aspecto era tan pasmoso que Weiner se quedó mudo de sorpresa. El marciano dio un respingo, estupefacto. Kirby, que ya había visto antes mujeres alteradas quirúrgicamente, apenas reaccionó. Copas iridiscentes cubrían los huecos donde habían estado sus orejas. Un ópalo estaba engastado en el hueso de la frente. Sus párpados eran de chapa de oro brillante. Los cirujanos habían hecho algo a su nariz y labios. Tal vez había sufrido un horrible accidente. Lo más probable era que se hubiera mutilado con propósitos estéticos. Locura. Locura.
Por la energía del sol —dijo el vorster—, por la savia de las plantas, por la maravilla incomparable del crecimiento damos gracias al electrón. Por los enzimas de nuestro cuerpo, por las sinapsis de nuestro cerebro, por el latido de nuestro corazón damos gracias al electrón. Combustible y comida, luz y calor, alimento y energía, todo surge de la Unidad, todo surge de la Radiación Inmanente…
Kirby comprendió que era una letanía. A su alrededor, la gente se mecía al compás de las palabras semicanturreadas, asentía con la cabeza e incluso lloraba. El Fuego Azul se expandió y llegó hasta el desvencijado techo. El hombre del altar realizó una especie de bendición con sus brazos largos como las patas de una araña.
—¡Venid! —gritó—. ¡Arrodillaos y cantad las alabanzas! ¡Enlazad los brazos, inclinad la cabeza, dad gracias a la unidad fundamental de todas las cosas!
Los vorsters empezaron a caminar arrastrando los pies hasta el altar. Recuerdos de su niñez episcopaliana despertaron en Kirby: avanzar por el pasillo para tomar la comunión, la hostia en la lengua, el veloz trago de vino, el olor a incienso, el crujido de las vestiduras sacerdotales. Hacía veinticinco años que no acudía a un servicio. Existía una diferencia abismal entre la magnificencia de la catedral y la ruinosa fealdad del improvisado templo, pero Kirby, por un momento, experimentó un fugaz sentimiento religioso, un levísimo impulso de avanzar con los demás y postrarse de hinojos ante el reactor centelleante.
La idea le sorprendió y aturdió.
¿Cómo se le había ocurrido? Esto no era religión. Era devoción a un culto, un movimiento efímero, la última moda, que desaparecería en un abrir y cerrar de ojos. ¿Diez millones de conversos de la noche a la mañana? ¿Y qué? El nuevo profeta aparecería mañana o pasado mañana exhortando a los fieles a hundir las manos en la solución rutilante de un contador de centelleo, y los salones vorsters se quedarían vacíos. Esto no era Piedra, sino arenas movedizas.
Pero aquel impulso momentáneo…
Kirby apretó los labios. Pensó que se debía a la tensión de escoltar durante toda la noche a aquel marciano salvaje. Le importaba un bledo la Unidad Celestial. La unidad fundamental de todas las cosas no significaba nada para él. Este lugar sólo podía atraer a los cansados, a los neuróticos, a los hambrientos de novedades, a los que pagaban gustosamente una buena cantidad para que les cortasen las orejas y les hendiesen la nariz. El hecho de que hubiera estado casi a punto de sumarse a los demás comulgantes ante el altar daba la medida de su propia desesperación.
Se relajó.
Y en el mismo momento Nat Weiner se levantó de un brinco y avanzó tambaleándose por el pasillo.
—¡Salvadme! —gritó el marciano—. ¡Sanad mi jodida alma! ¡Mostradme la Unidad!
—Arrodíllate con nosotros, hermano —dijo el líder vorster con voz afable.
—¡Soy un pecador! —chilló Weiner—. ¡Estoy empapado de alcohol y corrupción! ¡He de salvarme! ¡Abrazo el electrón! ¡Me entrego!
Kirby avanzó presuroso tras él. ¿Hablaría Weiner en serio? Los marcianos eran famosos por su rechazo a todos los movimientos religiosos, incluidos los establecidos y legales. ¿Habría sucumbido a la diabólica luz azul?
—Toma las manos de tus hermanos —murmuró el líder—. Humilla tu cabeza y deja que el resplandor te envuelva.
Weiner miró a su izquierda. La chica de las alteraciones quirúrgicas estaba arrodillada a su lado. Le tendió la mano. Cuatro dedos de carne, uno de metal teñido de azul turquesa.
—¡Es un monstruo! —aulló Weiner—. ¡Lleváosla! ¡No dejaré que me corten en pedazos!
—Tranquilízate, hermano…
—¡Sois una pandilla de farsantes! ¡Farsantes, farsantes, farsantes! ¡Nada más que una banda de…!
Kirby llegó junto a él. Hundió sus dedos en los prominentes músculos de la espalda de Weiner, con una fuerza que el marciano, a pesar de su borrachera, no podía dejar de advertir.
—Vámonos, Nat —dijo Kirby en voz baja y urgente—. Salgamos de aquí.
—¡Sácame tus sucias manos de encima, terrícola!
—Nat, por favor… Estamos en un templo…
—¡Estamos en un manicomio! ¡Locos, locos, locos! ¡Míralos, arrodillados como deleznables maníacos! —Weiner luchó por ponerse en pie. Parecía que su voz retumbante fuera a derribar las paredes—. ¡Soy un hombre libre de Marte! ¡Excavo en el desierto con estas manos! ¡He visto cómo se llenaban los océanos! ¿Qué habéis hecho vosotros? ¡Cortaros los párpados y revolcaros en la porquería! ¡Y tú…, sacerdote de pacotilla, les robas el dinero y te encanta!
El marciano se aferró al pasamanos del altar y saltó por encima, acercándose peligrosamente al brillante reactor. Se abalanzó hacia el alto y barbudo vorster.
El sacerdote, sin perder la calma, extendió un largo brazo, abriéndose paso entre los movimientos espasmódicos de los miembros de Weiner. Las puntas de sus dedos tocaron durante una fracción de segundo la garganta del marciano.
Weiner se desplomó como un saco.