LOS EXTREMOS SE TOCAN

«Les temps est trouble, le temps se esclarsira

Après le plue l’on atent le Beau temps

Après noises et grans divers contens

Paix adviendra et maleur cessera

Mais entre deulx que mal l’on souffrera!»

CANCIÓN DE MARGARITA DE AUSTRIA

La lucha parece haber terminado. Con Castellio, Calvino ha eliminado al único enemigo espiritual de categoría. Y como al mismo tiempo ha silenciado en Ginebra a sus adversarios políticos, puede seguir desarrollando su obra a escala cada vez mayor y sin ser molestado. Las dictaduras, una vez que han superado las inevitables crisis de sus comienzos, en general pueden considerarse seguras por algún tiempo. Como el organismo humano que, tras un malestar inicial, acaba por adaptarse a los cambios climáticos y a unas condiciones de vida diferentes, también los pueblos se acostumbran de modo sorprendentemente rápido a las nuevas formas de dominación. Transcurrido un tiempo, la vieja generación, que con amargura compara un presente brutal con un pasado más feliz, empieza a morirse. Tras ella, educada ya en la nueva tradición, ha ido creciendo una juventud que con inconsciente naturalidad acepta los nuevos ideales como los únicos posibles. En el transcurso de una generación, un pueblo puede ser transformado por una idea de modo decisivo, y así, pasadas dos décadas, la versión de Calvino de la ley de Dios pasó de mera sustancia teológica a concretarse en una forma de vida manifiesta. Con justicia se ha de reconocer a este genial organizador que, tras la victoria y con excelente estrategia, extendió su sistema desde un espacio reducido hasta alcanzar una gran distancia, convirtiéndolo poco a poco en universal. El orden inquebrantable convierte Ginebra, desde el punto de vista del modo de vida exterior, en una ciudad modélica. De todos los países, los reformados llegan en peregrinación a la «Roma protestante», para admirar allí la ejemplar aplicación del régimen teocrático. Lo que una rígida disciplina y una educación espartana son capaces de llevar a cabo, se ha logrado íntegramente. Es cierto que la fecunda multiplicidad de la vida ha sido sacrificada en bien de la monotonía más prosaica, y la alegría, en aras de una corrección fría y matemática, pero para ello la educación misma se ha elevado a la categoría de arte. Todos los institutos de enseñanza son irreprochables, todas las instituciones de beneficencia pública están dirigidas, a la ciencia se le concede un vasto campo de operaciones, y con la fundación de la Academia Calvino crea no sólo el primer centro espiritual del protestantismo, sino al mismo tiempo el polo opuesto a las órdenes jesuitas de Ignacio de Loyola, su antiguo camarada: una disciplina lógica contra la disciplina, una voluntad endurecida contra la voluntad. Pertrechados con excelentes armas teológicas, los predicadores y agitadores de la doctrina calvinista son enviados desde aquí a todo el mundo siguiendo una calculada estrategia de guerra, pues hace tiempo que Calvino no piensa limitar su poder y su idea a esta pequeña ciudad suiza. Su indómito afán de dominio abarca países y mares, para, con su sistema totalitario, conquistar paulatinamente toda Europa, el mundo entero. Escocia ya se ha sometido a él a través de su legado John Knox. En Holanda y en parte de los reinos del norte ya ha penetrado el espíritu puritano. Los hugonotes de Francia se arman ya para el golpe decisivo. Otro afortunado paso, y la Institutio se habría convertido en una institución universal. El calvinismo, en la única forma de pensamiento y de vida en el mundo occidental.

Hasta qué punto habría transformado la cultura europea semejante imposición victoriosa de la doctrina calvinista, se puede calcular por el modo en que, en el más corto periodo de tiempo, el calvinismo imprimió su sello en la particular estructura de los países que se entregaron a él. Dondequiera que la Iglesia de Ginebra pudo hacer realidad su dictado religioso y moral, aunque sólo fuera por un tiempo, ha surgido dentro de la idiosincrasia nacional un tipo peculiar: el del que vive discretamente, el del ciudadano «ejemplar», el del que «sin tacha» cumple con sus obligaciones morales y religiosas. Por todas partes, lo sensual y libre ha sido sofocado, convirtiéndose en algo metódico, dócil, y la vida ha adquirido un porte más frío. Ya desde la calle —tan poderosamente es capaz de perpetuarse una fuerte personalidad hasta en lo práctico—, se percibe aún hoy al primer vistazo en cualquier país la presencia, actual o pasada, del orden calvinista en cierto comedimiento en el modo de comportarse, en una atonía en la forma de vestir y en la actitud, e incluso en la sencillez y la falta de solemnidad de los edificios de piedra. Quebrantando en todos los aspectos el individualismo y el impetuoso derecho a la vida del individuo, reforzando en todas partes la autoridad del gobierno, el calvinismo ha creado en las naciones por él dominadas el tipo del correcto cumplidor, del que humilde y firmemente se pliega al conjunto, el tipo del funcionario perfecto, por tanto, y del hombre de clase media ideal. Con razón, Weber, en su famoso estudio sobre el capitalismo, ha demostrado que nada ayudó tanto a preparar el fenómeno de la industrialización como la doctrina calvinista de la obediencia absoluta, pues ya en la escuela las masas son educadas de forma religiosa en la uniformidad y la mecanización. Por otro lado, la energía exterior, militar, de un Estado siempre acrecienta la organización decidida y hasta el último detalle de sus súbditos. Aquella soberbia, dura y tenaz estirpe de navegantes y colonos, rica en privaciones, que conquistó y pobló nuevos continentes, primero para Holanda y después para Inglaterra, era en su mayor parte de origen puritano. Y esa procedencia espiritual ha determinado a su vez de modo fecundo el carácter americano. Todas esas naciones deben buena parte de los éxitos de su política imperialista a la severa influencia educativa del predicador de san Pedro, originario de la Picardía.

Y, sin embargo, menuda pesadilla si Calvino, De Beze y John Knox, esos «aguafiestas», hubieran conquistado el mundo entero en la forma más cruda de sus primeras pretensiones. Qué sobriedad, qué uniformidad, qué falta de colorido habría dominado toda Europa. Lo que habrían bramado esos enemigos acérrimos del arte, de la alegría y de la vida en contra de la magnífica exaltación y de todas las dulces profusiones de la existencia en las que el impulso lúdico del artista se manifiesta en su divina variedad. Habrían arrasado todos y cada uno de los contrastes sociales y nacionales, precisamente los que en su sensual policromía hacen de Occidente el imperio de la historia del arte, en bien de una árida monotonía, del mismo modo que con su orden terrible y exacto habrían prohibido la embriaguez de la creación. Al igual que en Ginebra castraron durante siglos todo impulso artístico y en sus primeros pasos hacia el dominio inglés aplastaron sin contemplaciones uno de los más espléndidos brotes del espíritu —el teatro de Shakespeare—, al igual que destrozaron las pinturas de los viejos maestros en las iglesias e instituyeron el temor de Dios en lugar de la alegría humana, cualquier ferviente empeño que no fuera el de aproximarse sencillamente a la divinidad por medio de una devoción canonizada habría sido víctima en toda Europa de su anatema bíblico-mosaico. Qué sensación la de imaginar Europa en los siglos XVII, XVIII y XIX sin música, sin pintores, sin teatros, sin baile, sin la suntuosidad de su arquitectura, sin sus fiestas, sin su depurado erotismo, sin el refinamiento de su vida social. Sólo iglesias peladas y severos sermones edificantes. Sólo disciplina, sumisión y temor de Dios. Los predicadores nos habrían prohibido el arte, esa divina luz en medio de nuestros oscuros e indistintos días de trabajo, considerada por ellos como una pecaminosa disipación, un libertinaje. Un Rembrandt se habría quedado en ayudante de molinero. Molière, en tapicero o simple empleado. Espantados, habrían quemado los voluptuosos cuadros de Rubens y tal vez a él mismo. A un Mozart, le habrían prohibido su bendito aire festivo. A Beethoven, lo habrían rebajado, haciéndole componer música para sus salmos. A Shelley, Goethe y Keats, ¿puede alguien imaginarlos con el plácet o el imprimátur de los piadosos miembros del Consistorio? ¿A Kant o Nietzsche construyendo sus sistemas de pensamiento a la sombra de la disciplina? El derroche y la audacia del espíritu artístico jamás habrían podido quedar inmortalizados en la piedra con tan memorable esplendor como lo hicieron en Versalles o en el Barroco romano. Jamás en la moda o en el baile se habrían podido desplegar los delicados efectos de color del rococó. El espíritu europeo se habría atrofiado dedicándose a la sofistería teológica, en lugar de manifestarse con creativa versatilidad, pues el mundo permanece infructuoso e improductivo, si no se impregna y no es animado por la libertad y la alegría. Y la vida, bajo cualquier sistema rígido, se hiela siempre.

Afortunadamente, Europa no se ha dejado disciplinar, ni «puritanizar», ni «ginebrizar». Como frente a cualquier otro intento de confinar el mundo en un único sistema, también esta vez la voluntad de vivir, que anhela la renovación incesante, ha implantado su irresistible fuerza contraria. Sólo en una pequeña parte de Europa avanzó victoriosa la ofensiva calvinista, pero incluso allí donde llegó a dominar, pronto depuso voluntariamente su severo dictado bíblico. A la larga, la teocracia de Calvino no ha podido imponer su omnipotencia a ningún Estado. De hecho, ante la resistencia de la realidad, la animadversión de la «disciplina» frente a la vida y frente al arte, en otro tiempo inflexible, pronto se suaviza y se humaniza tras su muerte, pues al final siempre es más fuerte la sensualidad de la vida que cualquier doctrina abstracta. Con sus cálidos jugos anega cualquier rigidez, ablanda cualquier severidad, mitiga cualquier rigor. Al igual que un músculo no puede permanecer contraído al máximo y sin interrupción, ni una pasión estar siempre al rojo vivo, tampoco las dictaduras del espíritu han sido nunca capaces de conservar permanentemente su despiadado radicalismo. Por lo general, tan sólo una única generación tiene que soportar dolorosamente su presión.

También la doctrina de Calvino perdió, más rápidamente de lo que cabía esperar, su extremada intransigencia. Transcurrido un siglo, una doctrina casi nunca se parece ya a su antiguo maestro. Y sería un funesto error equiparar lo que el propio Calvino reclamaba con aquello en lo que se ha convertido el calvinismo a lo largo de su evolución histórica. Es cierto que aún en tiempos de Jean-Jacques Rousseau se discutía en Ginebra sobre si el teatro debía prohibirse o consentirse, y que se planteaba seriamente la peregrina cuestión de si las «bellas artes» suponían un progreso o la perdición de la humanidad. Pero ya hace tiempo que el peligroso rigor máximo de la «disciplina» se ha quebrado y que la rígida fe en la Biblia se ha adaptado orgánicamente al ser humano, pues el espíritu de la evolución sabe siempre, y esto es algo que en principio nos asusta como una vulgar reacción, servir a sus secretos fines: el eterno progreso toma de todo sistema únicamente lo provechoso y arroja tras de sí, como si fuera una fruta exprimida, todo aquello que paraliza. Las dictaduras, en el gran proyecto de la humanidad, suponen únicamente una corrección a corto plazo, y lo que de modo reaccionario pretende paralizar el ritmo de la vida, tras un breve retroceso, en realidad no hace más que impulsarlo aún con mayor energía. Es el eterno ejemplo de Balaam, que quiere maldecir y contra su voluntad bendice. Así, en la más extraordinaria de las transformaciones, precisamente del sistema del calvinismo, que quiso restringir la libertad del individuo de una manera particularmente furibunda, ha surgido la idea de la libertad política. Holanda, la Inglaterra de Cromwell y los Estados Unidos, sus primeras esferas de influencia, tienen la mejor predisposición frente a las ideas liberales y democráticas. A partir del espíritu puritano se ha redactado uno de los documentos más importantes de los tiempos modernos: la Declaración de Independencia de los Estados Unidos, que por su parte influyó de forma decisiva en la francesa de los derechos humanos. Y la más singular de las mudanzas, la atracción de los polos: aquellos países en los que la intolerancia se impuso con mayor fuerza, sorprendentemente se han convertido en los primeros refugios de la tolerancia en Europa. Allí donde la religión de Calvino se hizo ley, también se ha hecho realidad la idea de Castellio. Hacia esa misma Ginebra, en la que en otro tiempo Calvino quemó a Servet a causa de una diferencia de opinión en cuestiones teológicas, huye el «enemigo de Dios», el que fuera el Anticristo vivo de su tiempo, Voltaire. Pero ved: amablemente le visitan los sucesores de Calvino en el cargo, los predicadores de su misma Iglesia, para filosofar del modo más humanista con el impío. Por otra parte, es en Holanda donde Descartes y Spinoza, quienes en ningún otro sitio encontraron apoyo, escriben esas obras que liberan el pensamiento humano de todo lazo con la Iglesia y con la tradición. Precisamente a la sombra de la doctrina divina más rigurosa —Renan, por su parte, que por lo demás creía tan poco en los milagros, calificó este viraje del severo protestantismo hacia la Ilustración de «milagro»— se refugian todos aquellos que en su país se ven amenazados a causa de su fe o de sus ideas. Al final, los extremos, las más perfectas contradicciones, se tocan. Y así, después de dos siglos, la tolerancia y la religión, la reclamación de Castellio y la de Calvino, conviven casi fraternalmente en Holanda, en Inglaterra, en América.

Pues también las ideas de Castellio perduran más allá de su época. Sólo por un momento parece que con el hombre ha enmudecido también su mensaje. Durante varias décadas, el silencio que envuelve su nombre es tan impenetrable y oscuro como la tierra en torno a un ataúd. Ya nadie pregunta por él. Sus amigos mueren o desaparecen. Los pocos escritos impresos poco a poco resultan inaccesibles. Por otra parte, los inéditos nadie se atreve a publicarlos. Parece haber luchado en vano. Y en vano, haber vivido su vida. Pero los caminos de la Historia son un misterio: precisamente la victoria de su adversario contribuye al restablecimiento de Castellio. El calvinismo avanzó en Holanda con precipitación, tal vez con demasiada precipitación. Los predicadores, endurecidos en la fanática escuela de la Academia, creen que en los países recién convertidos deben sobrepasar la severidad de Calvino. Pero pronto, en este pueblo, que ha resistido al emperador de dos mundos, surge la oposición. No quiere pagar esa libertad política recién conseguida aceptando la presión dogmática sobre las conciencias. En los círculos eclesiásticos, algunos predicadores —después llamados amonestadores—, advierten contra las pretensiones totalitarias del calvinismo y cuando, en esa lucha contra la inflexible ortodoxia, buscan armas intelectuales, se acuerdan de pronto del desaparecido y ya casi legendario precursor. Coornhert y los otros protestantes liberales llaman la atención sobre los escritos de Castellio, con lo que desde 1603 en adelante van apareciendo uno tras otro en nuevas ediciones, causando sensación y una admiración siempre creciente. De una vez, se demuestra que la idea de Castellio no ha quedado en absoluto enterrada, sino que ha estado hibernando durante los tiempos más duros. Se acerca la hora de su verdadera influencia. Pronto, las obras impresas no son suficientes y se envían mensajeros a Basilea en busca de inéditos. Llevados a Holanda, se imprimen una y otra vez tanto en lengua original como en otras muchas. Medio siglo después de su muerte incluso se homenajea al desaparecido con lo que él nunca se hubiera atrevido a esperar: la edición completa de sus obras y escritos (Gouda, 1612). Con ello, Castellio vuelve a estar en medio del debate, restablecido victoriosamente y por primera vez rodeado de fieles adeptos. Su influencia es inmensa, aun cuando sea prácticamente impersonal y anónima. En obras ajenas, en luchas ajenas, las ideas de Castellio despliegan su fuerza. En la famosa discusión de los arminianos sobre las reformas liberales en el seno del protestantismo, la mayoría de los argumentos fueron tomados de sus escritos. En la defensa de un anabaptista, defensa que le costó el martirio, el predicador grisón Gantner, una grandiosa figura digna de la pluma de un poeta suizo, aparece ante el tribunal eclesiástico de Coira con el libro de Martinus Bellius en la mano. Y aun cuando apenas se pueda demostrar documentalmente que en la poco común difusión de sus obras en Holanda tanto Descartes como Spinoza entraron en contacto espiritual con las ideas de Castellio, aquí la sospecha adquiere casi la fuerza de un hecho. Pero en Holanda no son sólo los intelectuales, los humanistas, quienes se dejan seducir por la idea de la tolerancia. Poco a poco, esta idea penetra profundamente en la nación, cansada de la querella teológica y de las sangrientas guerras de la Iglesia. En la paz de Utrecht, la idea de la tolerancia se convierte en manifestación de la política de Estado y con ello pasa resueltamente del terreno de lo abstracto al de la realidad: un pueblo libre desde el punto de vista político presta oídos al sublime llamamiento de respeto hacia la opinión contraria que Castellio en otro tiempo dirigiera a los príncipes, y lo eleva a la categoría de ley. Desde esta primera provincia de su futura hegemonía mundial, la idea del respeto hacia cualquier creencia u opinión sigue penetrando victoriosamente en la época. Uno tras otro, todos los países condenan en el sentido en el que lo hizo Castellio cualquier persecución religiosa o ideológica. En la Revolución francesa, al individuo se le concede al fin el derecho a profesar su fe y su opinión política libremente y con igualdad de derechos. Y en el siglo siguiente, el XIX, la idea de la libertad —libertad de los pueblos, de los hombres y de las ideas— domina ya como una máxima inalienable todo el mundo civilizado.

Durante todo un siglo y hasta prácticamente nuestra época, esta idea de libertad impera con absoluta naturalidad en Europa. En los cimientos de cualquier Estado, toda constitución contiene los derechos humanos como lo más inviolable e irrevocable, y ya creíamos que los tiempos de los despotismos intelectuales, de las ideologías impuestas, de los dictados sobre la conciencia y de la censura habían desaparecido para siempre y que la aspiración de todo individuo a la independencia espiritual estaba tan asegurada como el derecho sobre su propio cuerpo, pero la Historia es flujo y reflujo, un eterno subir y bajar. Nunca un derecho se ha ganado para siempre, como tampoco está asegurada la libertad frente a la violencia, que siempre adquiere nuevas formas. A la humanidad siempre le será cuestionado cada nuevo avance, como también lo evidente se pondrá en duda una y otra vez. Precisamente cuando ya consideramos la libertad como algo habitual y no como el don más sagrado, de la oscuridad del mundo de los instintos surge un misterioso deseo de violentarla. Siempre que la humanidad ha disfrutado de la paz durante demasiado tiempo y con demasiada despreocupación, le sobreviene una peligrosa curiosidad por la embriaguez de la fuerza y un apetito criminal por la guerra, pues para seguir avanzando hacia su insondable objetivo, de cuando en cuando la Historia provoca retrocesos incomprensibles para nosotros. Como los malecones y diques durante una marea viva, se derrumban entonces los muros de la justicia adquiridos por herencia. En esos espantosos momentos, la humanidad parece recaer en la saña sanguinaria de la horda y en la docilidad esclavista del rebaño. Pero como tras cualquier crecida, las aguas tienen que volver a su cauce. Todos los despotismos envejecen o se enfrían en poco tiempo. Todas las ideologías y sus triunfos temporales acaban con su época. Sólo la idea de la libertad espiritual, idea de todas las ideas, que por ello no se rinde ante ninguna otra, resurge eternamente, porque es eterna como el espíritu. Si exteriormente y durante un tiempo se le quita la palabra, se refugia en lo más profundo de las conciencias, inalcanzable para cualquier opresión. Por eso es inútil que los gobernantes crean que han vencido al espíritu libre por haberle sellado los labios, pues con cada hombre nace una nueva conciencia y siempre habrá alguien que recordará la obligación espiritual de retomar la vieja lucha por los inalienables derechos del humanismo y de la tolerancia. Siempre habrá algún Castellio que se alce contra cualquier Calvino, defendiendo la independencia soberana de la opinión frente a toda violencia ejercida desde el poder.