Precisamente aquellos que no tienen ningún miramiento a la hora de forzar la opinión de los otros son los más sensibles ante cualquier oposición hacia su propia persona. Así, también Calvino considera como una monstruosa injusticia que el mundo se permita siquiera someter a discusión el suplicio de Servet, en lugar de elogiarlo con entusiasmo como una acción devota y grata a Dios. El mismo hombre que sin piedad mandó quemar a otro a fuego lento sólo por una disparidad de opinión, exige muy seriamente compasión, no para la víctima, sino para sí mismo. «Si conocieras tan sólo la décima parte de las injurias y ataques —escribe a un amigo— a las que me veo expuesto, sentirías piedad ante mi triste situación. De todas partes me ladran los perros. Todos los ultrajes imaginables caen sobre mí. Más enconadamente que los enemigos oficiales del Papado, me atacan los que en el propio campo me envidian y odian.» Con enojo, Calvino constata que, a pesar de sus citas bíblicas y de sus argumentos, nadie está dispuesto a reconocer en silencio el asesinato de Servet. Los nervios provocados por la mala conciencia aumentan hasta alcanzar una suerte de pánico, en cuanto se entera de que Castellio y sus amigos de Basilea preparan una refutación.
El primer pensamiento de un temperamento tiránico es siempre el de reprimir, censurar y amordazar cualquier opinión contraria. En cuanto se entera, Calvino corre a su escritorio y, sin conocer aún el libro De haereticis, acosa de antemano a los sínodos suizos para que, sea como sea, impidan que salga a la luz. ¡Y ni una discusión más! Ginebra ha hablado: Genava locuta est. Todo lo que ahora quieran decir otros sobre el caso Servet habrá de ser por ello y de antemano un error, un sinsentido, una mentira, una herejía, una blasfemia, pues le contradice a él, a Calvino. Diligente, corre la pluma. El 28 de marzo de 1554 Calvino escribe a Bullinger que, bajo nombre ficticio, en Basilea acaban de imprimir un libro en el que Castellio y Curione pretenden demostrar que no se debe eliminar a los herejes empleando la violencia. Semejante herejía no debe difundirse, pues supone un «veneno defender la indulgencia y con ello negar que los herejes y blasfemos han de ser castigados». Así que rápido: una mordaza para ese mensaje de tolerancia. «Quiera Dios que los pastores de esta Iglesia, aunque tarde, vigilen para que ese mal no siga propagándose.» Pero Calvino no se conforma con haber hecho esa proclama. Al día siguiente su portavoz Théodore de Beze conmina aún más enérgicamente: «Han impreso el nombre de Magdeburgo sobre el título, pero ese Magdeburgo está, creo yo, junto al Rin. Hace tiempo que sabía que allí se discurrían tales infamias. Ahora me pregunto qué queda de la religión cristiana si se tolera lo que esos depravados han escupido en su prólogo.»
Pero ya es demasiado tarde. Entretanto, el tratado ha superado la denuncia, y cuando el primer ejemplar llega a Ginebra, el horror prende allí como la yesca. ¿Cómo? ¿Hay hombres que colocan la compasión por encima de la autoridad? ¿Los que piensan de modo diferente han de ser respetados y tratados como hermanos, en lugar de ser arrastrados hasta la hoguera? ¿Todo cristiano, y no sólo Calvino, puede atreverse a interpretar a su modo la Sagrada Escritura? Con ello, la Iglesia —Calvino, naturalmente, se refiere a «su Iglesia»— estaría amenazada. A una señal, suena en Ginebra el grito de ¡herejía! Una nueva herejía, gritan en todas direcciones, ha sido creada. Una herejía especialmente peligrosa: el «belianismo». Y así denominan a partir de ahora la doctrina de la tolerancia en cuestiones de fe: por el nombre de su apóstol Martinus Bellius (Castellio). ¡Rápido! Hay que apagar, por tanto, ese fuego del infierno. Antes de que se propague por toda la tierra. Y en la confusión de su ira, por encima de esa demanda de tolerancia proclamada aquí por vez primera, De Beze grita: «¡Desde los inicios del cristianismo nunca se habían escuchado tales blasfemias!»
De inmediato, se reúne en Ginebra un consejo de guerra. ¿Hay que contestar o no? El sucesor de Zvinglio, Bullinger, a quien los ginebrinos habían pedido con urgencia que reprimiera el libro a tiempo, advierte sutilmente desde Zurich: el libro será olvidado por sí solo. Harán mejor no oponiéndose a él. Pero Farel y Calvino, en su impetuosa impaciencia, insisten en que hay que dar una respuesta oficial. Y como Calvino, tras las malas experiencias sufridas con su primera defensa, prefiere mantenerse en un segundo plano, confía la misión a uno de sus jóvenes secuaces, a Théodore de Beze, para que con el clamoroso ataque contra la «satánica» doctrina de la tolerancia se gane los galones como teólogo y su gratitud de dictador.
Théodore de Beze, personalmente un hombre piadoso y justo, que en pago por tantos años de servicio obediente se convirtió después en el sucesor de Calvino, sobrepasa a éste, como siempre supera el espíritu dependiente al productivo, en su odio contra cualquier hálito de libertad espiritual. De él son aquellas terribles palabras que para siempre lastraron su nombre con la fama del erostratismo: la libertad de conciencia es una doctrina del diablo («Libertas conscientiae diabolicum dogma»). ¡Nada de libertad! Es preferible exterminar a los hombres con el fuego y la espada que tolerar la vanidad del pensamiento independiente: «Mejor tener un tirano, aunque sea atroz —clama De Beze echando espumarajos por la boca— que permitir que cualquiera pueda actuar a su modo… Afirmar que no se puede castigar a los herejes es como decir que no se debe matar al que ha asesinado a su padre y a su madre, cuando los herejes son mil veces más criminales que éstos.» Con esta prueba puede uno imaginar el frenesí con el que la ortodoxa estrechez de miras de este recalentado panfleto trata de persuadir en contra del «belianismo». ¿Cómo? ¿A esos «monstruos disfrazados de hombres» («monstres déguisés en hommes») hay que tratarlos con humanidad? ¡No! Primero la autoridad y después la compasión. En ningún caso y a ningún precio puede un dirigente ceder frente a un arranque de humanidad cuando se trata de la «doctrina», pues semejante caridad no sería cristiana, sino diabólica: «charité diabolique et non chrétienne». Por vez primera, aunque no será la última, se encuentra uno aquí con la teoría militante de que el humanismo —la «crudelis humanitas», como dice De Beze— es un delito contra la humanidad que sólo puede ser conducida hacia determinados objetivos ideológicos por medio de una disciplina férrea y una severidad imperturbable. No se puede «respetar a un par de lobos feroces sin entregarles todo el rebaño creyente de Cristo… Fuera con esa supuesta indulgencia, que en realidad no es más que crueldad externa», grita exaltado De Beze contra los belianistas, y conjura a las autoridades a que «virtuosamente golpeen con la espada» («frapper vertuesement de ce glaive»), Al mismo Dios, cuya piedad en su derroche de compasión invoca Castellio para que ponga fin de una vez a esas bestiales carnicerías, ruega el pastor de Ginebra con la vehemencia del odio que, sólo para que no se ponga término a la masacre, «conceda a los príncipes cristianos suficiente altura de ánimo y firmeza para que exterminen por completo a esos malhechores». Pero a De Beze semejante exterminio de los que piensan de modo distinto no le parece suficiente. A los herejes no sólo hay que matarlos, sino que su ejecución ha de ser también lo más cruel posible. Y con este piadoso consejo, De Beze disculpa de antemano cualquier tortura aún por inventar: «Si hubieran de ser castigados en la medida de sus crímenes, creo que sería difícil encontrar un martirio que correspondiera a la monstruosa medida de sus faltas.»
Tener que repetir tales himnos al terror, semejantes argumentos en contra de la humanidad, resulta enojoso, pero es necesario fijarlos y conservarlos en la memoria, palabra por palabra, para comprender el peligro en el que habría caído el mundo protestante de haber permitido que el odio de los fanáticos de Ginebra pusiera en marcha una nueva Inquisición. Y también, para apreciar lo que arriesgaron aquellos hombres valientes y sensatos al enfrentarse a esos enajenados por el delirio de perseguir a los herejes. Y ello hasta el punto de poner en peligro y sacrificar sus vidas, pues, para que la de la tolerancia se convierta a tiempo en una idea «inofensiva», De Beze exige tiránicamente en su libelo que cualquier amigo de la tolerancia, cualquiera que defienda el «belianismo», como «enemigo de la religión cristiana», debe ser tratado desde ahora como un hereje, es decir, que debe ser quemado. «En su persona se ha de practicar ese punto de la tesis que defiendo aquí: que los ateos y los herejes han de ser castigados por las autoridades.» Y para que Castellio y sus amigos no tengan duda acerca de lo que les espera si persisten en defender a los que son perseguidos por sus ideas, De Beze, cerrando el puño, amenaza también a la supuesta imprenta falsa y al pretextado pseudónimo con que no se «salvarán de la persecución, pues todo el mundo sabe quiénes sois y lo que os proponéis… Os prevengo a tiempo, Bellius y Montfort, y a toda vuestra camarilla».
A la vista está que el libelo escrito por De Beze sólo en apariencia es una exposición académica. Su verdadero sentido reside en esa amenaza. Los odiados defensores de la libertad espiritual deben saber de una vez por todas que con cada nueva exhortación a la humanidad arriesgan su vida, y, en su impaciencia por poner en peligro la cabeza de Sebastian Castellio, De Beze provoca a este valiente, acusándole de cobarde. «Él —se mofa— que por lo general se comporta de modo tan audaz y temerario, se muestra en este libro, que únicamente habla de compasión y clemencia, tan cobarde y temeroso que sólo se atreve a sacar la cabeza cubierto y enmascarado.» Tal vez espera que Castellio, ante el peligro de ser nombrado y reconocido abiertamente, retroceda con prudencia, pero Castellio acepta el desafío. Precisamente el que la ortodoxia ginebrina pretenda ahora elevar a la categoría de dogma y llevar a la práctica su reprobable acción, obliga a este apasionado amante de la paz a la guerra abierta. Sabe que ha llegado el momento de entrar en acción. Si el crimen cometido en la persona de Servet no es llevado ante el tribunal de la humanidad en pleno para que tome la última decisión, con esa hoguera arderán otras mil, y lo que hasta ahora ha sido una maniobra aislada para cometer un asesinato, se consolidará, convirtiéndose en una norma mortal. Resuelto, Castellio deja a un lado su propio trabajo como artista y erudito, para escribir el «yo acuso» de su época: denunciar a Calvino con motivo de un asesinato religioso, cometido en la plaza de Champel en la persona de Miguel Servet. Y esa acusación pública, Contra libellum Calvini, aunque dirigida contra una sola persona, gracias a su fuerza moral será una de las más brillantes polémicas escritas contra cualquier intento de acallar la palabra por medio de la ley; el modo de pensar, por medio de una doctrina; y la conciencia nacida para siempre libre, por medio de la fuerza por siempre despreciable.
Castellio conoce a su adversario desde hace años y años y, por tanto, también sus métodos. Sabe que Calvino convertirá cualquier ataque a su persona en un ataque contra la «doctrina», contra la religión e incluso contra Dios. Por eso, desde el principio Castellio deja claro que en su escrito Contra libellum Calvini ni defiende ni juzga las tesis de Servet y que no quiere meterse en cuestiones religiosas o exegéticas, sino que únicamente eleva una acusación contra el hombre Juan Calvino, que ha matado a otro hombre, Miguel Servet. Con el firme propósito de no permitir de antemano ninguna tergiversación sofística, en sus primeras palabras y claramente, como un jurista, expone la causa que piensa argumentar. «Juan Calvino —así empieza su acusación— goza hoy día de gran autoridad, y yo le desearía una aún mayor si le viera animado por un modo de pensar más apacible. Pero su último acto fue una ejecución sangrienta y una amenaza para muchos hombres piadosos. Por eso yo, que detesto el derramamiento de sangre —¿no debería hacerlo todo el mundo?—, me dispongo a revelar, con la ayuda de Dios, su verdadero propósito y a apartar de su error al menos a algunos de aquellos a los que él ha inducido a compartir su equivocado modo de pensar.»
«El 27 de octubre del pasado año, 1553, el español Miguel Servet fue quemado en Ginebra a causa de sus convicciones religiosas y a instancias de Calvino, pastor de esa iglesia. Esa ejecución provocó muchas protestas, especialmente en Italia y Francia, y como respuesta a esas quejas Calvino acaba de publicar un libro que, según todos los indicios, es hábilmente tendencioso y que tiene como objetivo justificarle por haber combatido a Servet y, sobre todo, demostrar que merecía la pena de muerte. Quiero someter este libro a un examen crítico. Según su costumbre, es probable que Calvino hasta me califique de discípulo de Servet, pero que nadie se lleve a engaño. Yo no defiendo las tesis de Servet, sino que ataco las falsas tesis de Calvino. Dejo a un lado cualquier discusión sobre el Bautismo, la Trinidad y otras cuestiones semejantes. Tampoco tengo los libros de Servet, pues Calvino los ha quemado, y por tanto no sé qué ideas defendió. Sólo en aquellos otros puntos que no se refieren a esas diferencias fundamentales de opinión, expondré los errores de Calvino. Cualquiera puede ver quién es ese hombre al que la sangre ha perturbado. No le trataré como trató él a Servet, al que primero mandó quemar vivo junto con sus libros y a quien, en cuanto estuvo muerto, aún insultó. Cuando, tras haber quemado los libros junto con su autor, su adversario tiene la osadía de remitirnos a esos mismos libros, de los que cita páginas sueltas, su proceder es como el de un incendiario que, tras haber convertido una casa en cenizas, nos invita a inspeccionar el mobiliario de cada habitación. Por lo que a nosotros respecta, jamás quemaremos a un autor, jamás una obra. El libro que combatimos puede leerlo cualquiera. Hay dos ediciones disponibles, una en latín y otra en francés. Y para que no haya réplica posible, especificaré en cada ocasión el párrafo del mismo que me propongo reproducir y anotaré mis respuestas con el número correspondiente.»
No se puede sostener una discusión con mayor rectitud. Calvino ha establecido en su libro su propio punto de vista y Castellio emplea ese documento accesible para cualquiera como lo haría un juez de instrucción con la declaración de un acusado que constara en actas. Palabra por palabra, transcribe todo el libro de Calvino, para que nadie pueda decir que de algún modo ha falseado o modificado la opinión de su adversario. Y para excluir de antemano cualquier sospecha por parte del lector de que ha podido alterar el texto de Calvino abreviándolo intencionadamente, numera cada una de sus frases. Por lo tanto, este segundo proceso en el caso Servet se lleva a cabo con mucha mayor justicia que el primero, que tuvo lugar en Ginebra y en el que al acusado, encerrado en una mazmorra muerto de frío, se le negó cualquier testigo y cualquier defensa. Abiertamente y ante la mirada de todo el mundo humanista, la causa de Servet ha de resolverse aquí como una cuestión moral.
Los hechos están claros y son incontrovertibles. Un hombre que, aun cuando las llamas le rodeaban, con voz inteligible se confesó inocente, ha sido ejecutado de modo atroz por instigación de Calvino y por orden del magistrado de Ginebra. Ahora Castellio plantea la pregunta decisiva: ¿Qué falta cometió en definitiva Miguel Servet? ¿Cómo pudo Calvino, que aún no estaba revestido de ningún cargo estatal, sino únicamente de uno espiritual, transferir al magistrado esa cuestión puramente teológica? ¿Tenía el magistrado de Ginebra derecho a condenar a Servet a causa de ese supuesto delito? Y finalmente, ¿con qué autoridad y bajo qué ley le fue impuesta la pena de muerte a ese teólogo extranjero?
Para responder a la primera pregunta, Castellio examina las actas, las declaraciones de Calvino, para determinar en primer lugar de qué delito acusa a Miguel Servet. Y no encuentra otro cargo que el de que Servet, en opinión de Calvino, «tergiversó el Evangelio de modo temerario y llevado por un inexplicable deseo de innovación». Calvino, por tanto, no acusa a Servet de otro delito que no sea el de haber interpretado la Biblia de modo independiente y caprichoso y el de haber llegado con ello a unas conclusiones diferentes a las de la doctrina de su propia Iglesia. Pero Castellio devuelve el golpe de inmediato. ¿Acaso fue Servet el único que en el seno de la Reforma llevó a cabo una interpretación semejante del Evangelio? ¿Y quién se atreve a afirmar que con ello atentó contra el verdadero sentido de la nueva doctrina? ¿Acaso esa interpretación individual no era una de las premisas principales de la Reforma? Y, ¿qué otra cosa han hecho los dirigentes de la Iglesia evangélica al imponer esa nueva interpretación del mensaje de Dios y de las Escrituras? ¿No fue Calvino, junto con su amigo Farel, el más atrevido y resuelto a la hora de reformar y reconstruir la Iglesia? Y, dice, «no sólo se entregó a un verdadero exceso de innovaciones, sino que las ha impuesto a todos de tal modo que el simple hecho de contradecirle resulta muy peligroso. En diez años ha implantado más novedades que la Iglesia católica en seis siglos». Calvino, el más temerario de los reformadores, no es quien tiene precisamente más derecho a calificar de delito y a condenar las nuevas interpretaciones dentro de la Iglesia protestante.
Pero desde la evidencia de su infalibilidad, Calvino considera sus opiniones como ciertas, y cualquier otra como falsa. Y aquí Castellio plantea la segunda pregunta: ¿Quién ha instituido a Calvino como juez sobre lo que es verdadero y lo que no lo es? «Naturalmente, Calvino califica a todos aquellos escritores que no se limitan a repetir su doctrina de animados por malas intenciones. Por eso exige no sólo que se les impida escribir, sino también hablar, de modo que sólo él tenga derecho a decir lo que considera correcto.» Precisamente eso es lo que Castellio quiere cuestionar de una vez por todas, el que un hombre o un partido reivindiquen el derecho a decir: nosotros somos los únicos que conocemos la verdad, y cualquier otra opinión es un error. Todas las verdades, pero especialmente las religiosas, son discutibles y ambiguas, «por eso, resulta pretencioso debatir sobre los misterios que sólo pertenecen a Dios con semejante celo, como si participáramos de sus más ocultos planes, y es una arrogancia simular y pretender una certeza absoluta acerca de asuntos de los que en el fondo no sabemos nada». Desde que comenzó el mundo, todos los males han venido de los doctrinarios, que, intransigentes, proclaman su opinión y su ideario como los únicos válidos. Esos fanáticos de una sola idea y un único proceder son los que, con su despótica agresividad, perturban la paz en la tierra y quienes transforman la natural convivencia de las ideas en confrontación y mortal disensión. Castellio acusa a Calvino de ser uno de esos instigadores de la intransigencia espiritual: «Todas las sectas edifican sus religiones sobre la palabra de Dios y todas consideran la suya como cierta. En opinión de Calvino, por lo tanto, una tendría que perseguir a las otras. Desde luego, Calvino afirma que su doctrina es la cierta, pero los otros afirman lo mismo. Él dice que los otros se equivocan. Los otros afirman lo mismo de él. Calvino quiere ser juez. Los otros también. ¿Cómo tomar una decisión? Pero, ¿quién ha erigido a Calvino en árbitro sobre todos los demás, confiriéndole el derecho a imponer la pena de muerte? ¿En qué basa su monopolio como juez? En que posee la palabra de Dios. Pero los otros afirman lo mismo. Y si no, en que su doctrina es incontrovertible. Pero, ¿incontrovertible a los ojos de quién? A los suyos, los de Calvino. Pero, ¿por qué escribe entonces tantos libros, si la verdad que él proclama es en realidad tan evidente? ¿Por qué no ha escrito un solo libro para demostrar que, por ejemplo, el asesinato y el adulterio son un delito? Pues porque eso para todo el mundo está claro. Si, en efecto, Calvino ha penetrado y revelado toda la verdad espiritual, ¿por qué no concede a los demás un poco de tiempo para que asimismo la entiendan? ¿Por qué los elimina de antemano y les quita con ello la posibilidad de reconocerla?»
Con esto queda ya constatado algo decisivo: Calvino se ha arrogado unas funciones de juez en materia espiritual y religiosa para las que no tenía ningún derecho. Si consideraba que las opiniones de Servet eran equivocadas, la misión que le habría correspondido sería la de ilustrarle sobre sus errores y convertirle. Pero, en lugar de ponerse de acuerdo de forma amistosa, inmediatamente echó mano de la fuerza. «Tu primera acción consistió en detenerle. Encerraste a Servet y durante el proceso no sólo excluiste a cualquier amigo suyo, sino incluso a todo aquel que no fuera su adversario.» Puso en práctica ese viejo método del que siempre se sirven los doctrinarios cuando una discusión les resulta molesta: se tapan los oídos y amordazan a los otros. Pero que un hombre o una doctrina se oculten tras la censura denota siempre inseguridad moral. Y como si presintiera su propio destino, Castellio apela a la responsabilidad moral de Calvino. «Te pregunto a ti, señor Calvino: si entablaras con alguien un proceso a causa de una herencia y tu adversario consiguiera que el juez sólo le dejara hablar a él, mientras que a ti te prohibiera hacer uso de la palabra, ¿no te rebelarías contra semejante injusticia? ¿Por qué haces a los demás lo que tú mismo no quieres que te hagan? Nos encontramos ante una polémica sobre la fe, ¿por qué nos cierras la boca? ¿Estás tan convencido de lo pobre de tu causa? ¿Hasta tal punto temes ser vencido y perder tu poder como dictador?»
Con ello, ha formulado ya la acusación principal contra Calvino. Se ha arrogado, apoyándose en el poder que le confería el Estado, el derecho a decidir él solo en cuestiones divinas, morales y temporales. De ese modo, ha cometido un abuso contra el derecho divino, que ha concedido a cada hombre un cerebro para que piense de modo independiente, una boca para hablar y una conciencia como la última y más íntima instancia moral. Y, al mandar perseguir a un hombre como si se tratara de un vulgar criminal y únicamente por causa de su diferencia de parecer, ha cometido un abuso contra todo derecho terrenal.
Castellio suspende un momento la sesión para llamar a un testigo. Un teólogo universalmente conocido ha de declarar, en contra del predicador Juan Calvino, que según las leyes divinas la persecución por parte de las autoridades de un delito puramente espiritual es ilícita. Ese gran erudito, al que Castellio concede la palabra, no es otro que el propio Calvino, que es introducido en la discusión en contra de su voluntad. «Aunque declara que todo está confuso, Calvino se apresura a acusar a los demás, para que no se sospeche de él. Pero está claro que esa confusión sólo la ha provocado una cosa: la acción por él cometida como perseguidor. Ese único hecho, el que mandara condenar a Servet, no sólo ha causado escándalo en Ginebra, sino en toda Europa, y ha provocado la alarma en todos los países. Ahora, la culpa por lo que él hizo, trata de achacársela a otros. Pero en otro tiempo, cuando él mismo aún formaba parte de aquellos que sufrían persecución, hablaba un idioma distinto. Entonces escribía largas parrafadas en contra de semejantes persecuciones. Y para que nadie lo dude, transcribo aquí una página de su Institutio.»
A continuación, Castellio cita las palabras de la Institutio, palabras del Calvino de otro tiempo, por las que el Calvino de hoy probablemente mandaría quemar a su autor, pues ni en una sílaba se aparta el Calvino de otro tiempo de la tesis que ahora Castellio defiende frente a él. Literalmente, en la primera edición de la Institutio, dice que es «un delito matar a los herejes. Mandar eliminarlos a hierro y fuego significa negar todo principio de humanidad». Pero, en cuanto consiguió el poder, Calvino tachó sin demora esa declaración de humanidad. En la segunda edición de la Institutio, su anterior postura, clara y decidida, ya ha sido modificada. Como Napoleón al llegar a cónsul y emperador, quien con el mayor cuidado se deshizo del panfleto jacobino de su juventud, este dirigente de la Iglesia, en cuanto ha pasado él mismo de perseguido a perseguidor, quiere que su adhesión a la indulgencia desaparezca para siempre. Pero Castellio no deja que Calvino se le escape. Repite palabra por palabra esas líneas de la Institutio, llamando la atención sobre ellas. «Que todo el mundo compare ahora esa primera declaración de Calvino con sus escritos y acciones de hoy en día, y se verá que su presente y su pasado son tan distintos entre sí como lo son la noche y el día. Porque mandó ejecutar a Servet, ahora quiere que todos los que no comparten su opinión también sean eliminados. Niega las leyes que él mismo ha implantado, y reclama la muerte… ¿Puede uno asombrarse ahora de que Calvino quiera llevar a los demás a la muerte por miedo a que pudieran poner de manifiesto su inconstancia y sus mudanzas y aprovecharse de ellas? Como ha actuado mal, teme la claridad.»
Pero precisamente esa claridad es la que quiere Castellio. Sin ninguna ambigüedad, Calvino debe aclarar de una vez al mundo por qué motivos él, en otro tiempo defensor de la libertad de opinión, mandó quemar a Miguel Servet en la plaza pública de Champel bajo los más atroces tormentos. Implacable, de nuevo comienza el interrogatorio.
Dos preguntas han sido ya resueltas. El sumario ha demostrado, primero, que Miguel Servet no ha cometido más que un delito espiritual, y, segundo, que el hecho de apartarse de la interpretación vigente no puede ser considerado nunca como un delito común. Y Castellio pregunta: ¿por qué entonces Calvino, como predicador de la Iglesia, ha recurrido a la autoridad temporal para que reprima la opinión contraria en una cuestión teórica y abstracta? Entre hombres de espíritu, los asuntos del espíritu han de dirimirse por caminos espirituales. «Si Servet te hubiera combatido con las armas, entonces habrías estado en tu derecho de pedir ayuda al Consejo. Pero como sólo te combatió con la pluma, ¿por qué has procedido contra sus escritos con el hierro y la espada? Así que di, ¿por qué te ocultaste tras el magistrado?» El Estado no tiene ninguna autoridad en cuestiones de conciencia interna, «no es competencia del magistrado defender doctrinas teológicas. La espada no tiene nada que ver con la doctrina. La doctrina es materia exclusiva de los eruditos. El magistrado no puede más que defender al erudito, como a un artesano, a un trabajador, a un médico o a un ciudadano cualquiera cuando sufren una injusticia física. Sólo si Servet hubiera querido matar a Calvino, sólo entonces la actuación del magistrado al defender a Calvino habría sido legítima, pero como Servet sólo combatió con sus escritos y con argumentos racionales, no se le podían pedir cuentas más que con nuevos argumentos racionales y con nuevos escritos».
Terminante, Castellio rechaza cualquier intento por parte de Calvino de justificar su acción a través de un dictado superior, divino. Para Castellio no existe ningún precepto divino, ni cristiano, que ordene el asesinato de un hombre. Cuando Calvino, en su escrito, intenta apoyarse en la ley de Moisés, que pretende que se extermine a los falsos creyentes con el fuego y la espada, Castellio responde indignado y agudo: «Pero, ¿cómo en nombre de Dios quiere Calvino aplicar esa ley que aquí alega? ¿No tendría entonces que destruir las moradas, los edificios, el ganado y los enseres de todas las ciudades, y, si un buen día tuviera suficiente fuerza militar, atacar a Francia y al resto de las naciones que él considera herejes, y arrasar las ciudades, liquidar a hombres, mujeres y niños, e incluso matar a los niños en el seno materno?» Cuando Calvino, para justificarse, aduce que si uno no tiene el valor de amputarse un órgano podrido, ello supone echar a perder el cuerpo entero de la doctrina cristiana, Castellio le responde: «La segregación del incrédulo del seno de la Iglesia es asunto del clero y significa únicamente que hay que excomulgar a los herejes y expulsarlos de la comunidad, pero no que se les deba quitar la vida.» En ningún pasaje del Evangelio, ni en ningún otro libro moral en todo el mundo, se ha postulado semejante intolerancia. «¿Vas a decir al final que ha sido Cristo quien te ha enseñado a quemar hombres?», increpa Castellio a Calvino, quien escribiera su desesperada apología «con la sangre de Servet en las manos». Y como Calvino insiste una y otra vez en que se vio obligado a quemar a Servet para defender la doctrina, para proteger la palabra de Dios, como una y otra vez trata, como todos los violentos, de disculpar su acto brutal por medio de otros intereses suprapersonales, de una autoridad superior, Castellio, como un rayo iluminador en medio de la noche oscura de aquel siglo, le aborda con estas inmortales palabras: «Matar a un hombre no es defender una doctrina, sino matar a un hombre. Cuando los ginebrinos ejecutaron a Servet no defendieron ninguna doctrina, sacrificaron a un hombre. Y no se hace profesión de la propia fe quemando a otro hombre, sino únicamente dejándose quemar uno mismo por esa fe.»
«Matar a un hombre no es defender una doctrina, sino matar a un hombre.» Magnífica sentencia, inmortal en su claridad, y del mayor humanismo. Con esta frase, como acuñada en duro metal, Sebastian Castellio condenó para siempre cualquier persecución ideológica. Sea del tipo que sea —lógico, ético, nacional o religioso—, el subterfugio que se simule o pretexte para justificar el hecho de quitar de en medio a un hombre, ninguno de esos motivos exime al hombre que ha cometido u ordenado el crimen de su responsabilidad personal. De un homicidio siempre es culpable su autor, y jamás se puede justificar un asesinato por medio de una ideología. Las verdades se pueden difundir, pero no imponer. Ninguna doctrina será más cierta, ninguna verdad más verdadera, porque grite y se encolerice. Ninguna debería imponerse artificialmente recurriendo a una brutal propaganda. Pero una doctrina, una ideología, serán aún menos verdaderas si persiguen a los hombres por oponerse a su modo de pensar. Las convicciones son vivencias y episodios individuales, que no dependen de nadie más que de aquel a quien pertenecen. No se dejan reglamentar, ni que les den órdenes. Y aunque una verdad invoque a Dios una y mil veces y se declare santa, nunca puede considerar legítimo el destruir el santuario de la vida de un hombre, creada por Dios. Mientras para Calvino, el dogmático, el hombre de partido, tiene poca importancia el que un mortal sea eliminado a causa de una idea que él considera inmortal, para Castellio todo hombre que sufre y muere por sus convicciones es una víctima inocentemente asesinada. La coacción en cuestiones espirituales no sólo es para él un crimen contra el espíritu, sino un esfuerzo inútil. «¡No forcemos a nadie! Pues la coacción jamás ha hecho mejor a un hombre. Aquellos que quieren imponer una fe a los hombres, actúan de modo tan absurdo como alguien que con un palo quisiera alimentar por la fuerza a un enfermo.» Por eso, de una vez por todas, hay que acabar con la represión de los que piensan de modo distinto. «Niega de una vez a tus funcionarios el derecho al empleo de la violencia y la persecución. Concede a todos, como reclama san Pablo, el derecho a hablar y a escribir, y pronto reconocerás lo que es capaz de hacer en la tierra la libertad, una vez redimida de la coacción.»
Los hechos han sido examinados, las preguntas contestadas. A Sebastian Castellio sólo le queda dictar sentencia en nombre de la humanidad ultrajada, y la Historia no ha hecho más que suscribirla. Un hombre, llamado Miguel Servet, un hombre que buscaba a Dios, un «étudiant de la Sainte Escripture», ha sido asesinado. Se acusa de este asesinato a Calvino, como el promotor espiritual del proceso, y al magistrado de Ginebra, como la autoridad que lo llevó a cabo. La instrucción moral ha examinado el caso y declara que ambas instancias, tanto la espiritual como la temporal, se han extralimitado en sus atribuciones. El magistrado es culpable de abuso, «pues no está autorizado para dictar sentencia sobre una falta espiritual». Y aún más culpable Calvino, que le ha cargado con esa responsabilidad. «Basándose en tu testimonio y en el de tus cómplices, el magistrado ha dado muerte a un hombre, estando tan incapacitado para decidir en esa cuestión como lo está un ciego para distinguir los colores.» Calvino es doblemente culpable: culpable tanto de ordenarlo como de que ese acto abominable tuviera lugar. Los motivos que aduce para llevar a la hoguera a ese desdichado son indiferentes. Su acción es un crimen. «Bien has mandado ejecutar a Servet porque pensaba lo que decía, o bien porque, de acuerdo con su conciencia, dijo lo que pensaba. Si le has matado por expresar su convicción interna, entonces le has matado a causa de la verdad, pues la verdad consiste en que, aun estando equivocado, diga uno lo que piensa. Pero si le has mandado matar únicamente por tener una idea equivocada, entonces tu obligación habría sido la de tratar antes de ganarle para la correcta o, con el texto en la mano, demostrar que hay que ejecutar a todos aquellos que de buena fe están en un error.» Pero Calvino ha matado, ha eliminado injustamente a un adversario. Por eso, es culpable, culpable y culpable de un asesinato premeditado…
Culpable, culpable y culpable. El juicio de la época, amenazador, resuena tres veces con el tono metálico de las trompetas. La instancia última, moralmente superior, la humanidad, ha decidido. Pero de qué sirve salvar el honor de un muerto, al que ninguna reparación podrá devolver a la vida. Sirve para proteger a los vivos y para, censurando un acto inhumano, evitar otros muchos. No sólo Calvino ha de ser condenado, sino también su libro, que contiene la terrible doctrina del terror y de la represión. «¿Es que no ves —increpa Castellio al culpable— a lo que llevan tu libro y tus acciones? Muchos afirman que defienden la gloria divina, y ahora, cuando quieran eliminar hombres, podrán apelar a tu testimonio. Siguiendo tu funesto camino, se mancharán de sangre. Como tú, mandarán ajusticiar a todos aquellos que tengan una opinión diferente. No sólo los fanáticos aislados son peligrosos, sino el funesto espíritu del fanatismo. El intelectual, por tanto, no sólo ha de combatir a los hombres duros, que muestran celo por tener la razón y están ávidos de sangre, sino también cualquier idea que adopte una actitud terrorista, pues —profético presentimiento de un hombre en los inicios de una guerra de religión que habría de durar cien años— ni los más crueles tiranos con sus cañones derramarán tanta sangre como la que habéis hecho correr vosotros y aún habrá de correr próximamente con vuestro sangriento conjuro. Que Dios se apiade del género humano y que abra los ojos a los príncipes y a las autoridades, para que de una vez renuncien a su sangriento oficio.» Y al igual que con su indulgente mensaje de tolerancia, cuando no pudo permanecer por más tiempo sereno a la vista de los sufrimientos de aquellos que eran acosados y perseguidos, al igual que entonces elevó la voz hacia Dios en una oración desesperada pidiendo más humanidad en la tierra, en este escrito su voz crece hasta convertirse en una estremecedora imprecación contra todos los que con su odio y su celo por tener razón destruyen la paz del mundo. Encendido por la más noble ira, en contra de todo fanatismo, su libro concluye con este gran canto de cisne: «Esa infamia de las persecuciones religiosas hacía estragos ya en los tiempos de Daniel, y al no encontrar en su modo de vida nada por lo que pudieran atacarle, sus enemigos dijeron: debemos arremeter contra sus convicciones. Del mismo modo se actúa hoy. Cuando no se puede sorprender a un enemigo en su conducta moral, se vuelve uno hacia su “doctrina”, lo cual resulta muy acertado, pues como en esos casos las autoridades no tienen criterio, se dejan convencer mucho más fácilmente. De ese modo se suprime a los débiles, mientras en voz alta se hace sonar la consigna de la “doctrina sagrada”. Ah, vuestra “doctrina sagrada”, ¡cómo habrá de abominar de ella Cristo en el Día del Juicio Final! Pedirá cuentas por la conducta, no por la doctrina, y cuando le digan “Señor, estuvimos contigo, hemos predicado siguiendo tu ejemplo”, él les contestará: “¡Fuera de mi vista, criminales!”»
«¡Ay de vosotros, ciegos! ¡Ay de vosotros, obcecados! ¡Ay de vosotros, farsantes sanguinarios e incorregibles! ¿Cuándo reconoceréis por fin la verdad? Y, ¿cuándo dejarán los jueces de este mundo de derramar ciegamente la sangre de los hombres para complaceros?»