EL MANIFIESTO EN DEFENSA DE LA TOLERANCIA

«Buscar y decir la verdad, tal y como se piensa, no puede ser nunca un delito. A nadie se le debe obligar a creer. La conciencia es libre.»

SEBASTIÁN CASTELLIO

(1551)

De inmediato, la quema de Servet es considerada por todos los contemporáneos como una desviación de la Reforma, aunque, de por sí, la ejecución de un solo hombre no fuera nada sorprendente en aquel siglo violento. Desde las costas españolas hasta el mar del Norte y las Islas Británicas, incontables herejes arden por esa misma época a mayor gloria de Cristo. En nombre de las distintas iglesias y sectas que se consideran las únicas verdaderas, miles y miles de hombres indefensos son vejados, quemados, decapitados, estrangulados o ahogados en el patíbulo. «Si hubieran sido, no digo caballos, sino simplemente cerdos los que allí perecieron —dice Castellio en su heterodoxo escrito— cualquier príncipe lo habría considerado como una gran pérdida.» Pero se trata sencillamente de seres humanos que son exterminados, y por eso nadie se preocupa de contar las víctimas. «No sé —se lamenta Castellio desesperado— si alguna vez, en cualquier otra época, se derramó tanta sangre como en la nuestra.»

Pero siempre, en cada siglo, uno sólo de entre los innumerables crímenes es el que despierta la conciencia aparentemente dormida del mundo. La llama del martirio de Servet ilumina todas las de su tiempo, y aún Gibbon, dos siglos después, confiesa sentirse «más profundamente estremecido por este sacrificio que por el de los miles que la Inquisición llevó a la hoguera». Y es que la ejecución de Servet —para emplear las palabras de Voltaire— es el primer «asesinato religioso» que se lleva a cabo dentro de la Reforma y, hasta donde sabemos, la primera negación visible de su idea original. De por sí, el término «hereje» es ya un absurdo para la doctrina evangélica, que asigna a cualquiera el derecho a la libre interpretación de las Escrituras. De hecho, al principio también Lutero, Zvinglio y Melanchthon muestran un claro rechazo frente a toda medida violenta contra los independientes y los extremistas dentro de su movimiento. Literalmente, Lutero declara: «No me gustan las sentencias de muerte, ni siquiera las merecidas, y lo que me asusta en esta cuestión es el ejemplo que se da. Por eso, de ninguna manera puedo aprobar el que los falsos doctores sean juzgados.» Con memorable concisión, dice: «Los herejes no pueden ser reprimidos o contenidos por medio de la violencia externa, sino sólo combatidos con la palabra de Dios, pues la herejía es una cuestión espiritual que no puede ser lavada por ningún fuego, por ningún agua de este mundo.» De modo igualmente claro expresa Zvinglio su rechazo frente a cualquier apelación al magistrado y frente al empleo de la fuerza bruta.

Pero, pronto, la nueva doctrina, que entre tanto se ha convertido también en «Iglesia», ha de reconocer lo que la vieja hace mucho sabía: que con el tiempo la autoridad no se puede conservar sin violencia. Así, Lutero, para aplazar la irremediable resolución, aconseja primero un compromiso, tratando de distinguir entre el «haereticis» y el «seditiosis», entre los «amonestadores», que sólo se desvían de la iglesia reformada en cuestiones espirituales y religiosas, y los sediciosos, los verdaderos «agitadores», que junto con el religioso quieren alterar también el orden social. Sólo contra estos últimos —entre ellos se incluye a los anabaptistas, partidarios de un comunismo social— admite el derecho a la represión por parte de la autoridad. El paso decisivo, la entrega al verdugo de los que piensan de modo distinto y de los que piensan libremente, no se atreve a darlo ninguno de los dirigentes de la Iglesia reformada. Aún tienen vivo el recuerdo de la época en la que ellos mismos, frente al Papa y el Emperador, salieron fiadores de la conciencia como el más sagrado de los derechos humanos. Por eso, la implantación de una nueva Inquisición, una Inquisición protestante, les parece mentira.

Ese paso histórico lo da Calvino con la quema de Servet. De un solo tajo, acaba con el derecho a la libertad de los cristianos por el que luchó la Reforma. De un salto, da alcance a la Iglesia católica, que estuvo dudando más de mil años antes de quemar vivo a un hombre por una interpretación caprichosa en cuestiones de fe cristiana. Calvino, sin embargo, con este acto deleznable de su tiranía de espíritu, deshonra la Reforma ya en la segunda década de su gobierno. Desde el punto de vista moral, su acción es quizás más abominable que todos los crímenes de Torquemada, pues cuando la Iglesia católica expulsa a un hereje de su comunidad y lo entrega a un tribunal de este mundo, en absoluto considera que con ello lleva a cabo una acción de odio personal, sino un acto de purificación, la salvación hacia Dios, desligando el alma inmortal de su cuerpo terreno y pecador. Esa idea de expiación falta por completo en la fría justicia de Calvino. Para él, no se trata de salvar el alma de Servet. La hoguera en la plaza de Champel fue encendida única y exclusivamente para corroborar el carácter sagrado de la interpretación calvinista de Dios. Servet no sufre su amarga muerte como ateo, cosa que nunca fue, sino sólo por haber negado determinadas tesis de Calvino. De ahí también esa inscripción en la lápida conmemorativa que siglos después la ciudad libre de Ginebra dedicó al librepensador Servet y que en vano trata de eximir a Calvino de responsabilidad, al calificar a Servet como una «víctima de su tiempo», pues no fueron la obcecación y el delirio del momento —Montaigne vive en esos mismos días y también Castellio— los que llevaron a Servet a la hoguera, sino única y exclusivamente el despotismo personal de Calvino. Ninguna disculpa puede redimir al Torquemada protestante de esta acción, pues, si bien es cierto que la falta de fe y la superstición pueden estar instaladas en una época, de un crimen aislado es responsable el hombre que lo lleva a cabo.

Desde el primer momento, la creciente indignación por el horrible sacrificio de Servet es inequívoca. El mismo De Beze, el memorialista oficioso de Calvino, ha de dar cuenta de lo siguiente: «Las cenizas del desdichado aún no estaban frías, cuando la cuestión de si los herejes podían ser castigados empezó a discutirse con vehemencia. Unos eran de la opinión de que se les debía reprimir, pero no con la pena de muerte. Otros pretendían que su castigo se debía dejar al criterio exclusivo del juicio de Dios.» Incluso este glorificador absoluto de todas las acciones de Calvino emplea de pronto un tono curiosamente vacilante. Y el resto de los amigos de Calvino, aún más. Por su parte, Melanchthon, al que Servet había atacado personalmente con los más terribles insultos, escribe a su «buen hermano» Calvino: «La Iglesia te da las gracias y el futuro te dará las gracias. Vuestros magistrados han actuado correctamente al condenar a muerte a ese blasfemo.» Y hasta hubo —eterna «traición de los intelectuales»— un celoso filólogo, de nombre Musculus, que compuso un devoto canto con este motivo. Pero, por lo demás, ningún verdadero beneplácito quiere dejarse oír. Zurich, Schaffhausen y los demás sínodos no se expresan sobre el martirio de Servet de modo tan entusiasta como había esperado Ginebra. Aunque en principio recibieran con buenos ojos el que se intimidara a los «espíritus exaltados», sin duda se alegraron de todo corazón de que el primer hereje quemado por el protestantismo no lo fuera dentro de sus propios muros y de que Calvino hubiera de cargar ante la Historia con el odio por haber tomado tan terrible decisión.

Pero al mismo tiempo se elevan otras voces de signo totalmente distinto. El gran profesor de Derecho de la época, Pierre Boudin, emite públicamente el juicio decisivo. «Mi opinión es que Calvino no tenía derecho a organizar una persecución represiva por una cuestión de controversia religiosa.» Pero no sólo están horrorizados e indignados los humanistas librepensadores de toda Europa, también dentro de los círculos eclesiásticos protestantes aumenta el desacuerdo. A una hora escasa de las puertas de Ginebra y protegidos de los esbirros de Calvino únicamente por la supremacía de Berna, los clérigos valdenses condenan desde el púlpito su proceder contra Servet como ilegal y no religioso. Incluso en su propia ciudad, Calvino ha de reprimir la crítica recurriendo a la violencia policial. Una mujer que dice abiertamente que Servet es un mártir de Jesucristo es encerrada en el calabozo. E igualmente un impresor, por haber afirmado que el magistrado ha condenado a Servet para satisfacer a un solo hombre. En señal de protesta, algunos ilustres sabios extranjeros abandonan la ciudad, en la que ya no se sienten seguros desde el momento en que la libertad de conciencia está allí amenazada por semejante despotismo. Y pronto reconocerá Calvino que con su sacrificio Servet se ha vuelto para él mucho más peligroso de lo que lo fue en vida y con sus escritos.

Calvino tiene para cualquier oposición un oído impaciente y nervioso. En Ginebra no sirve de nada guardarse de hablar abiertamente. A través de paredes y ventanas, Calvino percibe la indignación contenida con esfuerzo. Pero el crimen se ha cometido. No se puede pretender que no ha ocurrido. Y como no puede escapar a ello, no le queda más remedio que ponerse a la defensiva. Todos sus amigos, de común acuerdo, le confirman que va siendo hora de que justifique de una vez el espectacular acto de esa quema. En realidad, Calvino se decide contra su voluntad a «ilustrar» al mundo sobre Servet, después de haberle estrangulado él mismo por si acaso, y redacta una apología de su acción.

Pero Calvino, en el caso Servet, tiene mala conciencia. Y con mala conciencia, escribe uno mal. Por eso, su apología, «Defensa de la verdadera fe y de la Trinidad frente a los terribles errores de Servet», escrita, como dice Castellio, «con la sangre de Servet aún en sus manos», es una de sus peores obras. El propio Calvino reconoció que la había esbozado de forma «tumultuaire», es decir, apresurada y nerviosa. Y el hecho de que mande que todos los clérigos de Ginebra firmen también sus tesis, para no cargar él solo con la responsabilidad, demuestra lo indeciso que se siente en su defensa forzada. Es evidente que le resulta desagradable ser considerado como el verdadero asesino de Servet. Y así, en ese escrito dos tendencias contrarias andan revueltas de un modo muy torpe. Por una parte, Calvino, alertado por el general enojo, quiere achacar la responsabilidad a las «autoridades». Por otro, debe reconocer que el magistrado, exterminando a semejante «monstruo», ha actuado correctamente. Para presentarse ante todo como un hombre especialmente benévolo y un enemigo profundo de cualquier violencia, el hábil dialéctico llena buena parte del libro con quejas sobre la crueldad de la Inquisición católica, que condena a los creyentes sin que tengan una defensa y los manda ejecutar del modo más atroz. «¿Y tú? —le contestará más tarde Castellio—. ¿A quién encargaste la defensa de Servet?» Después, Calvino sorprende al estupefacto lector diciendo que «en secreto trató por todos los medios de reconducir a Servet a un modo de pensar más santo» («Je n’ai pas cessé de faire mon posible, en secret, pour le ramener à des sentiments plus saints.») Y añade que, en el fondo, fue el magistrado el que —a pesar de que Calvino se inclinaba a favor de la indulgencia— impuso la pena de muerte, y de hecho la más atroz. Pero esos presuntos esfuerzos de Calvino en favor de Servet, del asesino en favor de su víctima, eran demasiado «secretos» como para que algún alma de este mundo hubiera dado crédito a esa leyenda inventada con posterioridad. Y con desprecio, Castellio constata el estado de los hechos: «Tus primeras exhortaciones fueron insultos. La segunda, la cárcel. Para Servet no hubo más salida que la de ser arrastrado hasta la hoguera y ser quemado vivo.»

Pero mientras con una mano Calvino aparta de sí cualquier responsabilidad respecto al suplicio de Servet, con la otra concede a las «autoridades» todas las disculpas posibles por esa misma condena. En cuanto hay que justificar la represión, se vuelve elocuente. No se trata, argumenta, de dejar a cualquiera la libertad de decir lo que piensa («la liberté à chacun de dire ce qu’il voudrait»), pues eso gustaría demasiado a los epicúreos, ateos y a los que difaman a Dios. Sólo la verdadera doctrina —la de Calvino— puede ser anunciada. Pero semejante censura no significa en absoluto —y los déspotas repiten siempre los mismos argumentos contrarios a la lógica—, una limitación de la libertad. «Ce n’est pas tyranniser l’Eglise que d’empêcher les écrivains mal intentionnés de réprandre publiquement ce qui leur passe par la tête.» Cuando a los que no comparten nuestra opinión se les cierra la boca dándoles muerte, según Calvino y sus iguales, no se está ejerciendo en absoluto la violencia: sólo se ha actuado correctamente, sirviendo a una idea superior. En este caso, a mayor «gloria de Dios».

Pero, en el fondo, no es la represión moral de los herejes el punto que Calvino ha de defender. Hace tiempo que el protestantismo la ha adoptado como tesis. La cuestión decisiva es la de si se puede matar o mandar matar a alguien que piensa de un modo distinto. Como en el caso de Servet, Calvino ha contestado ya afirmativamente con los hechos, ahora tiene que fundamentarla a posteriori, y huelga decir que busca su garantía en la Biblia, para demostrar que ha eliminado a Servet únicamente por «encargo superior» y obedeciendo un «mandato divino». Como los Evangelios repiten demasiado aquello de que debemos amar a nuestros enemigos, registra también toda la ley de Moisés en busca de ejemplos de ejecuciones de herejes, pero no consigue encontrar nada convincente, pues la Biblia no conocía aún el término hereje, sino únicamente el de «blasfemator», es decir, blasfemo, el que niega a Dios. Pero Servet, que entre las llamas aún gritaba el nombre de Cristo, no fue un ateo. Y sin tener en cuenta esto último, Calvino, que siempre se basa en aquellos pasajes de la Biblia que le vienen más a la mano, declara que exterminar a los herejes es un «deber sagrado»: «Así como es culpable un hombre corriente que no saca la espada en cuanto su casa queda manchada por la idolatría y uno de sus miembros se rebela contra Dios, esa cobardía sería mucho mayor en un príncipe que se empeñara en cerrar los ojos cuando la religión fuera dañada.» Se les ha dado la espada para que la empleen «a mayor gloria de Dios», palabras, estas últimas, de las que siempre abusa Calvino en sus llamamientos al empleo de la fuerza. Toda acción que se lleve a cabo con celo piadoso («saint zèle») está, por tanto, justificada de antemano. La defensa de la ortodoxia, de la verdadera fe, disuelve según Calvino todos los lazos de sangre, todos los vínculos humanos. Hay que liquidar incluso a los más próximos allegados, si Satanás los arrastra a negar la «verdadera» religión. «On ne lui fait point l’honneur qu’on lui doit, si on ne préfère son service à tout regard humain, pour n’épargner ni parentage, ni sang, ni vie qui soit et qu’on mette en oublie toute humanité quand il est question de combattre pour sa gloire.» Y ésta sí que es una blasfemia terrible.

Tremendas palabras, que son una prueba trágica de hasta qué punto el fanatismo puede cegar a un hombre por lo demás de claro entendimiento, pues, de un modo espeluznantemente directo, se ha dicho aquí que para Calvino sólo es piadoso quien destruye cualquier sentimiento de humanidad («tout regard humain») en pro de la «doctrina» —su doctrina—, sólo quien voluntariamente entrega a la Inquisición mujer y amigos, hermanos y demás parentela, en cuanto son de una opinión diferente a la ortodoxia del Consistorio, aunque sea tan sólo en una cuestión insignificante. Y para que nadie impugne tan sanguinaria tesis, Calvino echa mano de su último y más querido argumento: el terror. Declara que todo el que defienda o disculpe a un hereje es igualmente culpable de herejía y debe ser castigado. Como Calvino no soporta la réplica, quiere intimidar de antemano a cualquier oponente, amenazándole con el destino de Servet: bien callar y obedecer o bien acabar también en la hoguera. De una vez por todas, Calvino quiere despachar y dar por terminada la discusión, penosa para él, acerca del asesinato de Servet.

Pero la voz acusadora del asesinado, por muy estridentes y furibundas que sean las amenazas que Calvino lanza al mundo, no se deja acallar fácilmente. El alegato de Calvino, con su llamamiento a la persecución de los herejes, no puede causar peor impresión. El horror invade incluso a los más leales protestantes, al ver que la Inquisición es implantada ex cathedra en la Iglesia reformada. Algunos declaran que habría sido más adecuado que una tesis tan sanguinaria fuera defendida por el magistrado y no por un predicador de la palabra de Dios, por un servidor de Cristo. Con magnífica decisión, el secretario del Ayuntamiento de Berna, Zerchintes, que más tarde será el amigo más fiel y el protector de Castellio, responde: «Confieso abiertamente —escribe a Calvino— que también yo soy de aquellos que quieren restringir cuanto sea posible la pena de muerte para los enemigos del movimiento de la fe e incluso para aquellos que voluntariamente están equivocados. Lo que en esencia me mueve a ello no son únicamente los pasajes de la Sagrada Escritura que se pueden alegar en contra del empleo de la fuerza, sino ver cómo se ha actuado en esta ciudad en contra de los anabaptistas. Yo mismo he visto arrastrar a una mujer de ochenta años hasta el patíbulo, así como a su hija, madre de seis hijos, que no había cometido más delito que el de negar el Bautismo. Tras semejante ejemplo, he de temer que las autoridades del tribunal no se mantendrán en los estrechos límites en los que tú mismo quieres encerrarlas, y que castigarán pequeños errores como si se tratara de grandes delitos. Por ello, estimo que es preferible que las autoridades sean culpables de un exceso de indulgencia y comprensión a que se decidan por el rigor de la espada… Yo, por mi parte, preferiría derramar mi sangre antes que mancharme con la de un hombre que no mereciera la muerte con toda seguridad.»

Así habla el pequeño y desconocido secretario de un Ayuntamiento en una época de fanatismo. Y así piensan muchos. Pero todos en silencio. El honrado Zerchintes comparte la aversión de su maestro Erasmo de Rotterdam por las disputas de la época, y sinceramente avergonzado confiesa a Calvino que sólo por carta le comunica su discordante opinión, pero que públicamente prefiere guardar silencio. «No bajaré a la arena, mientras mi conciencia no me obligue a ello. Prefiero guardar silencio, hasta donde me lo permita mi conciencia, que provocar discusiones y ofender a alguien.» Las naturalezas benévolas se resignan siempre demasiado deprisa y con ello facilitan el juego a los violentos. Como ese admirable, pero nada combativo Zerchintes, se comportan todos: callan y siguen callados, los humanistas, los clérigos, los sabios. Unos, porque les repugnan los altercados en voz alta. Otros, por miedo a que se les considere también sospechosos de herejía si no ensalzan hipócritamente la ejecución de Servet como un acto loable. Y ya parece como si el terrible llamamiento de Calvino a la persecución general de todos aquellos que piensan de modo diferente fuera a quedar sin discusión, cuando de pronto se alza una voz muy conocida y odiada por Calvino, para, en nombre de la humanidad ultrajada, denunciar públicamente el crimen cometido contra Miguel Servet: la clara voz de Castellio, a quien nunca ha intimidado una amenaza del déspota de Ginebra y que, decidido, expone su vida, para salvar la de otros muchos.

En toda guerra de religión los mejores combatientes no son aquellos que inician la contienda de un modo fácil y apasionado, sino los que dudan un tiempo, los que en su interior aman la paz, aquellos en los que la determinación sólo madura lentamente, y que sólo cuando han agotado todas las posibilidades de entendimiento y reconocen lo inevitable de un duelo armado, con el corazón oprimido y descontento, forzados, recurren a la resistencia. Precisamente aquellos a los que más les cuesta decidirse a luchar, son luego los más resueltos y decididos. Igualmente Castellio. Como humanista auténtico, no es un luchador nato y convencido. Lo cortés, lo complaciente, lo persuasivo y conciliador concuerda infinitamente más con su naturaleza benévola y religiosa en el más profundo sentido. Como Erasmo, su antepasado espiritual, conoce la diversidad y la ambigüedad de cualquier verdad terrena, de cualquier verdad divina, y no es casualidad que una de sus obras fundamentales lleve el significativo título de De arte dubitandi. Pero ese constante dudar y examinarse a sí mismo no convierten a Castellio en un frío escéptico. Su prudencia le enseña que debe ser tolerante frente a todas las demás opiniones, y prefiere guardar silencio a entrometerse precipitadamente en una polémica ajena. Desde que voluntariamente renunciara a su cargo y dignidad, para salvaguardar su libertad interior, se ha retirado por completo de la política de su tiempo, para con una actividad espiritualmente productiva, con su doble traducción de la Biblia, servir mejor al Evangelio. Basilea, ese último reducto de la paz religiosa, se ha convertido en su tranquilo hogar. Allí, la Universidad aún custodia la herencia de Erasmo. Por ello, a ese último refugio del humanismo, en otro tiempo reinante en toda Europa, han huido todos aquellos que sufrían persecución por parte de las dictaduras eclesiásticas. Allí vive Karlstadt, desterrado de Alemania por Lutero, y Bernardo Occhino, expulsado por la Inquisición de Roma fuera de Italia. También Castellio, desalojado de Ginebra por Calvino. Y Lelio Socino. Y Curione. Y, misteriosamente oculto bajo un nombre desconocido, el anabaptista David de Joris, proscrito en los Países Bajos. Un común destino y la común persecución unen a estos emigrantes, aunque en modo alguno estén de acuerdo en todas las cuestiones teológicas, pero las naturalezas compasivas no necesitan de una coordinación sistemática y hasta en el más pequeño punto de sus idearios, para hermanarse en un intercambio amistoso de opiniones. Todos ellos, que se niegan a prestar servicio a cualquier dictadura moral, llevan en Basilea una existencia silenciosa y privada como eruditos. No cubren el mundo con una montaña de tratados y opúsculos. No sueltan peroratas en sus clases. No se agrupan en ligas ni sectas. Únicamente la común aflicción ante el creciente acuartelamiento y la reglamentación del espíritu mantiene unidos en pacífica fraternidad a estos solitarios «amonestadores», como se llamará posteriormente a estos hombres sublevados frente a cualquier terror dogmático.

Para estos pensadores independientes, la quema de Servet y el truculento panfleto de Calvino defendiéndola suponen, evidentemente, una declaración de guerra. La rabia y el miedo les embargan ante esa temeraria provocación. El momento, y todos lo reconocen en seguida, es decisivo. Si semejante acción tiránica queda sin respuesta, entonces el espíritu libre ha abdicado en Europa y la violencia se ha vuelto legítima. «Después de que de nuevo se hiciera la luz», después de que la Reforma trajera al mundo la demanda de la libertad de conciencia, ¿se ha de volver realmente a las tinieblas? ¿Verdaderamente hay que exterminar, como pretende Calvino, a todos los cristianos que piensan de otro modo con la horca y la espada? Ahora, en el momento de mayor peligro, y antes de que a partir de la de Champel se enciendan otras mil hogueras, ¿no hay que proclamar claramente que a los hombres que piensan de otro modo no se les puede perseguir como si fueran alimañas y torturarles cruelmente como si se tratara de ladrones y asesinos? En voz alta y clara, hay que demostrar al mundo ahora, en el último momento, que toda intolerancia actúa de modo anticristiano y que cuando echa mano del terror, actúa de modo inhumano. En voz alta y clara, todos lo sienten así, hay que emplear la palabra en favor de los perseguidos y en contra de la persecución.

En voz alta y clara… Pero, ¿cómo hacerlo en aquel momento? Hay épocas en las que las más sencillas y claras verdades de la humanidad se ven obligadas a envolverse en la niebla y a disfrazarse para llegar hasta los hombres, pues las ideas más humanas y sagradas deben colarse por las puertas traseras embozadas y encapuchadas como si fueran ladrones, ya que la entrada principal es vigilada por los esbirros y aduaneros al servicio de quienes detentan el poder. Siempre se repite el hecho absurdo de que, mientras se permite dar rienda suelta a las provocaciones por parte de un pueblo o de una creencia contra los demás, todas las tendencias condescendientes, todos los ideales pacifistas y conciliadores resultan sospechosos y son reprimidos con el pretexto de que ponen en peligro alguna autoridad estatal —siempre una distinta— o la divina, de que con su «derrotismo» y su actitud compasiva debilitan el celo religioso o el patriótico. Así, bajo el terror de Calvino, Castellio y los suyos de ningún modo pueden atreverse a mostrar clara y abiertamente sus opiniones. Un manifiesto en defensa de la tolerancia, un llamamiento a la humanidad, tal y como tienen proyectado, sería incautado por la dictadura eclesiástica en cuanto saliera. Al poder sólo se le puede tratar con astucia. En la portada, el nombre del editor es totalmente inventado, Martinus Bellius, y el lugar de impresión que aparece es falso: Magdeburgo, en lugar de Basilea. Pero sobre todo, el llamamiento en socorro de los inocentes perseguidos habrá de enmascararse en el texto como si fuera una obra científica y teológica. Debe dar la impresión de que sólo los eclesiásticos muy doctos, y ninguna otra autoridad, discuten la cuestión desde un punto de vista por completo académico: De haereticis an sint persequendi et omnino quomodo sit cum eis agendum multorum tum veterum tum recentiorum sententiae. Es decir, si los herejes deben ser perseguidos y cómo se ha de proceder con ellos, teniendo en cuenta el parecer de muchos autores, tanto antiguos como nuevos. Y realmente, hojeándolo por encima, a primera vista a uno le parece que entre las manos tiene sólo un pequeño tratado de teoría religiosa, pues en él se encuentran las sentencias de los más célebres Padres de la Iglesia, tanto san Agustín como san Crisóstomo y san Jerónimo, en fraternal armonía, junto a declaraciones escogidas de grandes autoridades protestantes, como Lutero o Sebastian Frank, o de humanistas imparciales, como Erasmo. Parece que aquí se ha reunido únicamente una antología escolástica, una colección de citas jurídico-teológicas de filósofos de los más diversos partidos, para facilitar al lector un juicio individual, imparcial, sobre esa difícil cuestión. Pero si uno lo mira con más atención, se ve que sólo se han escogido aquellos pareceres que unánimemente declaran la pena de muerte para los herejes como ilícita. Y la astucia más ingeniosa, la única maldad de este libro en el fondo terriblemente serio, consiste en que, entre todos los citados, entre todos los que aquí replican a Calvino, se encuentra uno cuya tesis debe de resultarle especialmente enojosa, y que no es otro que Calvino. Su propio juicio, sin duda de la época en la que él mismo era todavía un perseguido, contradice rotundamente la vehemencia de su llamamiento de ahora al fuego y a la espada. Con sus propias palabras, el asesino inflexible de Servet, el propio Calvino, debe ser considerado por Calvino como anticristiano, pues aquí aparecen impresas y suscritas con su nombre las siguientes palabras: «Perseguir con las armas a los que son expulsados por la Iglesia y negarles los derechos humanos, es anticristiano.»

Pero a un libro siempre le da valor la idea que en él aparece desarrollada, y no la opinión oculta, encubierta. Esa idea la expresa Castellio en la dedicatoria preliminar al duque de Württemberg, y esas palabras que abren y cierran el libro elevan de por sí su antología teológica por encima de su época, pues aunque sólo se trate de una docena de páginas, son las primeras con las que la libertad de conciencia reclama carta de naturaleza en Europa. Escritas en aquel momento únicamente en favor de los herejes, son al mismo tiempo un desagravio para todos aquellos que posteriormente hayan de sufrir persecución por parte de otras dictaduras a causa de su independencia política o ideológica. Para siempre, se ha abierto aquí la lucha contra el enemigo jurado de la justicia espiritual, contra el fanatismo estrecho de miras que pretende reprimir cualquier opinión que no sea la de su propio partido, una lucha que, triunfante, se enfrenta a él con esa idea que es la única que puede acabar con toda hostilidad sobre la tierra: la de la tolerancia.

Clara e irrefutablemente, con una lógica desapasionada, Castellio desarrolla su tesis. La cuestión es si los herejes pueden ser perseguidos y castigados con la muerte por un delito meramente espiritual. A esta cuestión antepone Castellio otra decisiva: ¿Qué es en verdad un hereje? ¿A quién se puede calificar como tal, sin ser injusto? Pues, y así argumenta Castellio con intrépida tenacidad: «No creo que lo sean todos aquellos a los que se llama herejes… Esta denominación resulta hoy en día tan ultrajante, tan espantosa, tan despectiva y temible que cuando alguien quiere librarse de un enemigo personal, tiene un camino muy cómodo, a saber, hacerle sospechoso de herejía. Pues apenas tienen noticia de ello los demás, sienten tal miedo ante la mera calificación de hereje que se tapan los oídos y, ebrios de ira, no sólo le perseguirán a él, sino también a aquellos que osen decir una palabra en favor suyo.»

Pero Castellio no quiere juzgar dejándose llevar por semejante histeria persecutoria. Sabe que cada época escoge siempre a un grupo de desdichados para descargar sobre ellos el odio colectivo represado. Siempre un pequeño y débil grupo es elegido por el más fuerte, ya sea a causa de su religión, ya sea por el color de su piel, por su raza, origen, ideales sociales o ideología, para descargar sobre él las energías de destrucción latentes en el ser humano. Las consignas, los pretextos, cambian, pero los métodos de la calumnia, el desprecio y el exterminio son siempre los mismos. Sin embargo, un hombre de espíritu no debe nunca dejarse cegar por ese susurrante tribunal de la insidia, ni dejarse arrastrar por el furor de los instintos de la masa. Con serenidad e imparcialidad renovadas, ha de buscar siempre la justicia. Por eso, Castellio se resiste a emitir un juicio en la cuestión de los herejes, sin antes haber penetrado por completo el sentido de esa palabra llena de odio.

¿Qué es, por tanto, un hereje? Una y otra vez, Castellio se plantea esa pregunta a sí mismo y se la plantea al lector. Y como Calvino y los demás inquisidores se refieren a la Biblia como el único código legítimo, él también la examina página por página. Pero, mira por dónde, en ella no encuentra ni la palabra, ni el concepto. Una dogmática, una ortodoxia, una doctrina única había de venir para inventarla, pues para levantarse contra la Iglesia, antes se tiene que haber fundado una Iglesia como institución. La Sagrada Escritura habla sin embargo de los ateos y de su necesario castigo, pero un hereje no tiene que ser necesariamente un ateo, y el caso de Servet lo ha demostrado. Al contrario, precisamente aquellos a los que se llama herejes —y los más entusiastas son los anabaptistas— afirman ser los auténticos, los verdaderos cristianos y venerar al Redentor como el más elevado y el más amado modelo. Como jamás se ha calificado de hereje a un turco, a un judío o a un pagano, la herejía debe de ser exclusivamente un delito dentro del cristianismo. Por lo tanto, nueva formulación: son herejes aquellos que, aunque cristianos, no siguen el «verdadero» cristianismo, sino que voluntariamente se apartan de la interpretación «correcta» en una serie de puntos.

Aparentemente, con ello se habría dado con la definición definitiva, pero, y esta es una pregunta crucial, ¿cuál es el «verdadero» cristianismo entre todas sus diversas interpretaciones? ¿Cuál el comentario «correcto» de la palabra de Dios? ¿La exégesis católica? ¿La luterana? ¿La de Zvinglio? ¿La de los anabaptistas? ¿La de los husitas? ¿La calvinista? ¿Existe realmente una seguridad absoluta en cuestiones religiosas? ¿Es, en efecto, siempre clara la palabra de las Escrituras? Castellio, a diferencia del fanático Calvino, tiene el valor de responder con un discreto «no». Él descubre en la Sagrada Escritura lo comprensible junto a lo incomprensible. «Las verdades de la religión —escribe este espíritu profundamente religioso— son por naturaleza misteriosas, y desde hace más de mil años constituyen la materia de una inagotable controversia, en la que la sangre no dejará de correr hasta que el amor no ilumine los espíritus y tenga la última palabra.» Cualquiera que interprete la palabra de Dios, puede equivocarse y cometer errores, y por ello nuestro primer deber sería el de la tolerancia recíproca: «Si todas las cuestiones fueran tan claras y evidentes como que sólo hay un Dios, todos los cristianos podrían tener fácilmente una sola opinión sobre todas estas cuestiones, así como todas las naciones están de acuerdo en reconocer que sólo hay un Dios, pero como todo está oscuro y confuso, los cristianos no deben juzgarse los unos a los otros. Y si somos más sabios que los paganos, seamos también mejores y más compasivos que ellos.»

De nuevo, Castellio ha dado un paso más en su investigación: se llama hereje a aquel que reconoce las leyes fundamentales de la fe cristiana, aunque no en la forma exigida autoritariamente en su país. El de herejía no es, por tanto, y he aquí al fin la distinción más importante, un término absoluto, sino que es relativo. Está claro que un calvinista es un hereje para un católico. E igualmente, un anabaptista para un calvinista. El mismo hombre que en Francia es considerado ortodoxo, en Ginebra es un hereje. Y viceversa. El que en un país es quemado como un criminal, para el país vecino es un mártir: «Mientras que en una ciudad o región pasas por ser un verdadero creyente, en el siguiente eres considerado por lo mismo un hereje, de modo que si uno quiere vivir hoy día sin ser molestado, debería tener tantas convicciones y religiones como ciudades y países hay en el mundo.» Así, Castellio llega a su formulación última y más atrevida: «Al reflexionar acerca de lo que en definitiva es un hereje, no puedo sino concluir que llamamos herejes a aquellos que no están de acuerdo con nuestra opinión.»

Estas palabras parecen muy sencillas, en su evidencia casi banales, pero expresarlas abiertamente y sin prejuicios significaba entonces un inmenso avance moral, pues con ellas toda una época, con sus dirigentes, príncipes y clérigos, católicos y protestantes, recibe un latigazo en pleno rostro por parte de un único hombre impotente, que manifiesta que perseguir cruelmente a los herejes es un absurdo y una enajenación asesina, que los miles y miles de personas que han sido perseguidas, colgadas, ahogadas y quemadas lo fueron injusta e inocentemente, puesto que no habían cometido ningún delito contra Dios, ni contra el Estado. No se segregaron de los demás en el espacio real de los hechos, sino únicamente en el virtual de las ideas. ¿Quién tiene, sin embargo, derecho a juzgar las ideas de un hombre? ¿A equiparar sus convicciones internas y privadas con un delito común? No lo tiene el Estado, las autoridades. Del César depende, según la Biblia, únicamente lo que es del César, y Castellio cita expresamente las palabras de Lutero sobre que el reino que es de este mundo sólo tiene poder sobre el cuerpo. En lo que se refiere a las almas, sin embargo, no quiere Dios que ningún derecho terrenal gobierne sobre ellas. El Estado puede reclamar de todos sus súbditos la observancia del orden externo y político. La injerencia de cualquier autoridad en el mundo interior de las convicciones morales, religiosas —y nosotros añadimos, estéticas—, en tanto no representen una rebelión evidente contra la esencia del Estado —nosotros diríamos: una agitación política—, significa una usurpación y una intrusión en los derechos inviolables del individuo. De su mundo interior nadie es responsable ante una instancia política, pues «cada uno de nosotros debe responder ante su conciencia y ante Dios». El poder del Estado no tiene competencia en materias de opinión. ¿A qué entonces ese repugnante delirar con espuma en la boca cuando alguien tiene un modo distinto de ver el mundo? ¿Por qué ese incesante griterío para llamar a la policía del Estado? ¿Por qué ese odio mortal? Sin voluntad de conciliación, la auténtica humanidad es imposible, pues sólo «cuando nos dominamos interiormente podemos vivir juntos y en paz, e incluso si a veces tenemos opiniones diferentes, entendámonos al menos y concedámonos mutuamente entre tanto el amor y la unión de la paz, hasta que consigamos la unión en la fe».

La culpa de esas tremendas matanzas, de esas bárbaras persecuciones, que deshonran la dignidad humana, no la tienen por tanto los herejes, que son inocentes (¿quién sería responsable de sus ideas, de sus convicciones?). El culpable, el eterno culpable del delirio asesino y de la confusión salvaje de nuestro mundo, es para Castellio el fanatismo, la intolerancia de los ideólogos, que sólo quieren reconocer su idea, su religión, su ideología. Implacable, Castellio rebate públicamente esa frenética presunción. «Los hombres están tan convencidos de su propia opinión, o más bien de la falsa certeza que tienen de su opinión, que orgullosamente menosprecian a los demás. De ese orgullo nacen las atrocidades y las persecuciones, pues ninguno quiere seguir soportando a los demás en cuanto no son de su mismo parecer, a pesar de que hoy hay casi tantas opiniones como seres humanos. No obstante, no hay una sola secta que no juzgue a las otras y que no quiera gobernar ella sola. Y de ahí nacen todas esas proscripciones, exilios, encarcelamientos, quemas, ahorcamientos, toda esa infame saña de las ejecuciones y torturas que se practican a diario, y sólo a causa de ciertas opiniones que disgustan a los grandes señores, y a menudo incluso sin ningún motivo determinado.» Únicamente de la terquedad procede el absurdo. Únicamente de la intolerancia espiritual, «ese placer salvaje y bárbaro por cometer atrocidades, y hoy día se ve a algunos tan excitados por esas perturbadoras calumnias que se enfurecen cuando a uno de aquellos a los que mandan ejecutar se le da primero garrote vil, con lo que no se quema a fuego lento en medio de horribles sufrimientos».

Sólo hay una cosa que según Castellio puede salvar a la humanidad de semejantes barbaridades: la tolerancia. Nuestro mundo tiene espacio para muchas verdades y no sólo para una, y simplemente si los hombres quisieran, podrían convivir unos con otros. «¡Tolerémonos los unos a los otros y no juzguemos las creencias de los demás!» Por tanto, ese griterío contra los herejes resulta superfluo. Toda persecución por cuestiones religiosas, innecesaria. Y mientras Calvino instiga en su escrito a los príncipes a que empleen la espada para exterminar íntegramente a los herejes, Castellio les ruega: «Inclinaos más bien hacia el lado de la clemencia y no obedezcáis a aquellos que os incitan al asesinato, pues no estarán a vuestro lado para ayudaros cuando tengáis que rendir cuentas ante Dios. Ya estarán bastante ocupados con su propia defensa. Creedme, si estuviera presente, Cristo jamás os aconsejaría que matarais a aquellos que reconocen su nombre, aunque se equivoquen en algún detalle o vayan por mal camino…»

Imparcialmente, como corresponde a un problema de espíritu, Sebastian Castellio ha tratado de aclarar la peligrosa cuestión acerca de la culpa o inocencia de los llamados herejes. La ha examinado, la ha sopesado. Y aunque cuando reclama paz y refugio espiritual para estos acosados y perseguidos está profundamente convencido de ello, propone a los demás su parecer casi con humildad. Mientras los sectarios cacarean sus dogmas en voz alta y estridente como si estuvieran en el mercado, mientras cualquiera de estos doctrinarios estrechos de miras grita constantemente desde el púlpito, él y sólo él vende a bajo precio la pura, la verdadera doctrina. Sólo en su voz se anuncian palabra por palabra la voluntad y el mensaje divinos. Castellio dice llanamente: «No os hablo como un profeta al que Dios ha enviado, sino como un hombre de la masa que detesta las desavenencias y que sólo desea que la religión no se demuestre por medio de rencillas, sino por medio del amor compasivo, no con prácticas externas, sino en la intimidad de la conciencia.» Los doctrinarios siempre hablan a los demás como si fueran sus alumnos o sus siervos. Quien es humano lo hace como un hermano a otro hermano. De hombre a hombre.

Pero para un hombre verdaderamente humano resulta imposible no irritarse cuando ve que ocurre algo inhumano. Un escritor íntegro no puede esbozar tranquilamente palabras indiferentes y teóricas cuando su alma se estremece ante el desvarío de su tiempo. Su voz no puede permanecer mesurada cuando los nervios arden con justa indignación. Tampoco Castellio puede seguir comportándose mucho tiempo de ese modo, pronunciando simplemente análisis académicos a la vista del suplicio de Champel, en el que un hombre inocente se ha retorcido de dolor hasta morir, un hombre, sacrificado vivo por orden de su hermano espiritual. Un sabio por un sabio, un teólogo por un teólogo. Y ello, además, en nombre de la religión del amor. Con la imagen de Servet torturado, con la atroz y masiva persecución de herejes en su alma, Castellio levanta la vista de las páginas que ha escrito y busca a los autores de esas monstruosidades, que en vano quieren disculpar su personal intolerancia con un piadoso servicio a Dios. Castellio ha calado a Calvino en toda su dureza cuando proclama: «Y siendo estos hechos tan atroces, sus autores aún cometen un pecado mayor cuando intentan cubrir esos crímenes con las ropas de Cristo y pretenden que con ello hacían su voluntad.» Sabe que todos los tiranos buscan siempre embellecer sus actos de violencia con algún ideal religioso o ideológico, pero la sangre ensucia cualquier idea. La violencia envilece cualquier pensamiento. No, Miguel Servet no fue quemado por mandato de Cristo, sino por orden de Calvino, pues en ese caso toda la humanidad habría sido ultrajada con semejante acción. «¿Quién querría ser cristiano hoy día si aquellos que se reconocen como tales son asesinados a fuego y agua y tratados con mayor crueldad que los asesinos y los ladrones…?», exclama Castellio. «¿Quién querría seguir sirviendo a Cristo cuando ve cómo alguien que no está de acuerdo en algún detalle con aquellos que se han hecho con el poder y la fuerza, es quemado vivo en nombre de Cristo, a pesar de que, en medio de las llamas, grita y confiesa que cree en Él?»

Por eso, así lo siente este hombre espléndidamente humano, hay que poner término de una vez a ese delirio según el cual se puede martirizar y asesinar a las personas sólo porque espiritualmente repugnan a los que detentan el poder en ese momento. Y como ve que los que detentan el poder siempre abusan de él y que sobre la tierra nadie más que él, solo, pequeño y débil, se une a los perseguidos y expulsados, desesperado, eleva la voz hacia el cielo, con lo que su llamamiento termina con una lírica huida hacia la piedad: «Oh, Cristo, Creador y Rey del mundo, ¿ves estas cosas? ¿Te has convertido realmente en otro distinto del que eras? Cuando viniste a la tierra, no había nada más apacible, nada más bondadoso que Tú, ninguno que soportara las ofensas más indulgentemente. Insultado, escupido, burlado, coronado con espinas, crucificado entre ladrones, en medio de la más profunda desesperación rogaste por aquellos que te infligieron todos aquellos agravios e injurias. ¿Es cierto que has cambiado? Te lo ruego, por el sagrado nombre de Tu Padre: ¿ordenaste Tú realmente que aquellos que no siguen todos Tus preceptos y mandamientos tal y como postula Tu enseñanza, fueran ahogados, desgarrados con tenazas hasta las entrañas, sus heridas espolvoreadas con sal, mutilados con espadas, quemados en un pequeño fuego y torturados hasta la muerte tan lentamente como fuera posible y con todo tipo de suplicios? Oh Cristo, ¿realmente apruebas esas cosas? ¿Son realmente Tus siervos quienes disponen tales carnicerías, quienes de ese modo desuellan y descuartizan a la gente? Y cuando ponen Tu nombre por testigo, ¿estás Tú realmente en esas atroces matanzas como si tuvieras hambre de carne humana? Si Tú, Cristo, ordenaras realmente estas cosas, ¿qué le quedaría entonces a Satán? Oh, terrible irreverencia, creer que Tú podrías hacer esas cosas, las mismas que él. Oh, audacia infame de los hombres: atribuir a Cristo lo que sólo puede ser voluntad e invención del demonio.»

Si Sebastian Castellio no hubiera escrito más que ese prefacio al libro De haereticis y en ese prólogo únicamente esa página, su nombre tendría que ser inmortal en una historia de la tolerancia, pues cuán solitaria se alza esa voz, qué pocas esperanzas tiene su conmovedora súplica de ser escuchada en un mundo en el que las armas resuenan por encima de las palabras y en el que la guerra se apodera de las últimas decisiones. Pero, aun proclamados innumerables veces por todas las religiones y por todos los profesores de filosofía, los postulados más humanos deben ser recordados siempre de nuevo al olvidadizo género humano. «Sin duda alguna, no digo nada —añade el modesto Castellio— que otros no hayan dicho ya. Pero nunca resulta superfluo repetir aquello que es cierto y justo hasta que se hace valer.» Y como la violencia se renueva adquiriendo nuevas formas en cada época, también la lucha contra ella ha de ser renovada constantemente por los hombres de espíritu. No pueden huir con el pretexto de que el poder es demasiado fuerte en ese momento y de que, por tanto, no tiene sentido oponerse a él con la palabra, pues jamás lo necesario se ha dicho demasiado a menudo, y la verdad, jamás en vano. Aun cuando no venza, la palabra demuestra su eterna actualidad, y quien la sirve en semejante momento ha dado pruebas, por su parte, de que ningún terror tiene poder sobre un espíritu libre y de que incluso en el más inhumano de los siglos hay espacio para la voz de la compasión.