El domingo 21 de mayo de 1536, convocados por el ceremonioso sonido de los clarines, los ciudadanos de Ginebra se reúnen en la plaza pública y, levantando unánimes la mano, declaran que desde ese momento quieren vivir exclusivamente «selon l’évangile et la parole de Dieu». Por la vía del referéndum, esa institución archidemocrática vigente aún hoy en Suiza, la religión reformada se implanta en la entonces residencia del obispo como la doctrina de la ciudad y del Estado, como el único credo válido y permitido. Unos pocos años han bastado para que la doctrina católica no sólo sea arrinconada en la ciudad del Ródano, sino incluso aniquilada y extirpada. Amenazados por la plebe, los últimos sacerdotes, canónigos, frailes y monjas huyen de los conventos. Sin excepción, todas las iglesias se limpian de cuadros y demás símbolos de la «superstición». Este solemne día de mayo sella, pues, el triunfo definitivo. De ahora en adelante, en Ginebra el protestantismo tiene no sólo el poder máximo y el predominio legítimos, sino también el poder exclusivo.
Esta radical y absoluta implantación de la religión reformada en la ciudad de Ginebra es en esencia obra de un único hombre, extremista y violento: el predicador Farel. Una naturaleza fanática, con una frente estrecha, pero de hierro. Un temperamento poderoso y al mismo tiempo despiadado. «En mi vida» —dice el indulgente Erasmo refiriéndose a él— «he encontrado a un hombre tan descarado y arrogante.» Este «Lutero gabacho» tiene sobre las masas un poder fatal, represor. Pequeño, feo, con la barba roja y el cabello erizado, con su voz atronadora y el desmedido furor de su naturaleza violenta, arrastra al pueblo desde el púlpito en un torbellino de febriles sentimientos. Al igual que Danton como político, este revolucionario religioso sabe reunir y enardecer los instintos callejeros dispersos y ocultos, para dar el golpe y la embestida decisivos. Antes de la victoria, Farel arriesga su vida cientos de veces: apedreado en las afueras de la ciudad, es arrestado y proscrito por las autoridades. Pero con el primitivo empuje y la intransigencia de un hombre dominado por una única idea, echa abajo violentamente cualquier resistencia. Cual bárbaro, con su guardia de asalto irrumpe en las iglesias católicas cuando el sacerdote está oficiando la misa en el altar y, arbitrario, sube hasta el púlpito para, entre los rugidos de sus secuaces, predicar contra los horrores del Anticristo. Con granujas de la calle forma una organización juvenil paramilitar. Contrata cuadrillas de niños que con sus gritos, berridos y risotadas impiden el recogimiento durante el servicio divino en las catedrales. Al final, envalentonado por la afluencia cada vez mayor de sus secuaces, moviliza a sus guardias para el último asalto, para que allanen los monasterios, arrancando de las paredes y quemando las imágenes de los santos. El empleo de la fuerza bruta produce sus frutos: como siempre, una pequeña pero activa minoría, desde el momento en que muestra arrojo y no hace economías con el terror, es capaz de intimidar a una gran mayoría que, sin embargo, se comporta de modo perezoso. Los católicos asedian al magistrado en demanda de justicia ante tamaña violación de la ley, pero al mismo tiempo se quedan resignados en sus casas. Indefenso, el obispo huye finalmente, dejando la capital del reino en manos de la Reforma triunfante.
Con este triunfo, queda claro que Farel pertenece únicamente al tipo del revolucionario incansable, y aunque dotado, con su ímpetu y fanatismo, para derribar un viejo orden —es decir, para la afrenta—, no está llamado a fundar uno nuevo, no es un organizador. Es un agitador, no un constructor. Capaz de provocar un enconado asalto contra la Iglesia de Roma, de azuzar el odio de las masas insensibles contra frailes y monjas, de destruir con la rabia de su puño las tablas de piedra de la vieja ley, ante las ruinas se queda desconcertado e indeciso. Y ahora que en el lugar de la desbancada religión católica es necesario establecer en Ginebra un nuevo dogma, Farel fracasa por completo. Siendo como es un espíritu puramente destructivo, sólo sabe crear un espacio vacío para el nuevo, pues un revolucionario callejero no puede realizar nada espiritualmente constructivo. Con la destrucción, su misión ha finalizado. Para ocuparse de la reconstrucción, ha de surgir otro.
No sólo Farel sufre en ese momento crítico la inseguridad que se produce tras una rápida victoria. También en Alemania y en el resto de Suiza, los dirigentes de la Reforma, desavenidos e inseguros, vacilan ante la tarea histórica que recae sobre ellos. El propósito original tanto de Lutero como de Zvinglio no era más que el de llevar a cabo una depuración de la Iglesia existente, una vuelta de la fe en la autoridad papal y conciliar hacia la olvidada enseñanza evangélica. En un principio, para ellos la Reforma, en el sentido estricto de la palabra, significaba únicamente reformar, es decir, mejorar, purificar, volver a los orígenes. Pero como la Iglesia católica se mantuvo rígida en su punto de vista y no fue capaz de hacer una sola concesión, su tarea creció de modo inesperado, y en lugar de poner en práctica la religión que reclamaban en el seno de la Iglesia católica, hubieron de hacerlo fuera de ella, con lo que enseguida, al pasar del plano de la destrucción al de lo productivo, los espíritus se dividieron. Naturalmente, nada habría sido más lógico que el que los revolucionarios religiosos —Lutero, Zvinglio y los demás teólogos de la Reforma— se hubieran unido fraternalmente en una forma unificada de fe y de culto dentro de la nueva Iglesia. Pero, ¿cuándo se ha producido en la Historia lo lógico y lo natural? En lugar de una Iglesia protestante universal, por todas partes proliferan las Iglesias independientes. Wittenberg no quiere adoptar la doctrina de Zurich o de Ginebra, ni las prácticas de Berna. Cada ciudad quiere implantar la Reforma a su manera, zuriquesa, bernesa o ginebrina. En esta crisis se refleja ya proféticamente la presunción nacionalista de los Estados europeos a la escala reducida del espíritu cantonal. Lutero, Zvinglio, Melanchthon, Bucero y Karlstadt, todos aquellos que unidos socavaron el gigantesco edificio de la Iglesia universal, derrochan sus mejores fuerzas en pequeñas pendencias, sutilezas teológicas y tratados. Impotente, Farel se encuentra en Ginebra ante las ruinas del viejo orden, eterna tragedia de un hombre que ha llevado a cabo la acción histórica que le estaba encomendada, pero que no se siente a la altura de las circunstancias.
Por eso, para el trágico triunfador es una verdadera suerte enterarse por casualidad de que Calvino, el famoso Jean Calvin, a su paso hacia Saboya, se detiene por un día en Ginebra. De inmediato, le visita en el lugar en el que se hospeda, para pedirle consejo y solicitar su ayuda en la obra de reconstrucción, pues, aunque con sólo veintiséis años, casi veinte menos que Farel, este joven es considerado ya como una autoridad indiscutible. Hijo de un recaudador, secretario del obispo, nacido en Noyon (Francia), educado, como Erasmo e Ignacio de Loyola, en la estricta escuela del Colegio de Montaigu, destinado primero al sacerdocio y después a la abogacía, a los veinticuatro años Jean Calvin (o Cauvin) tuvo que abandonar Francia y huir a Basilea, por haber tomado partido a favor de la doctrina luterana. Pero para él, a diferencia de la mayoría, que con la patria pierde la fuerza interior, la emigración supone una ganancia. Precisamente en Basilea, esa encrucijada europea de caminos, en la que se encuentran y enemistan las distintas formas del protestantismo, Calvino comprende, con la mirada genial del lógico perspicaz, lo imperativo de aquella hora. Del núcleo de la doctrina evangélica se desprenden ya tesis cada vez más radicales. Panteístas y ateos, visionarios y exaltados comienzan a descristianizar y recristianizar el protestantismo. En medio de un baño de sangre y horrores, se consuma en Münster la espeluznante tragicomedia de los anabaptistas. La Reforma amenaza con desmoronarse en una serie de sectas independientes y convertirse en nacional, en lugar de erigirse en un poder universal como su adversaria, la Iglesia de Roma. Contra semejante autoparcelación, así lo estima con una seguridad profética este joven por entonces de veinticuatro años, se ha de encontrar un cuerpo doctrinal, un modo de cristalizar espiritualmente la nueva religión en un libro, una fórmula, un programa. De una vez por todas, hay que redactar un manual práctico del dogma evangélico. Así, mientras los verdaderos dirigentes aún lloriquean por nuevos detalles, este desconocido jurista, este joven y resuelto teólogo, con la espléndida audacia propia de la juventud, tiene como objetivo, desde el principio, el conjunto. En un año, con su Institutio religionis Christianae (1535) establece el primer compendio de la doctrina evangélica, el manual y la guía, la obra canónica del protestantismo.
Esta Institutio es uno de los diez o veinte libros del mundo de los que, sin caer en la exageración, se puede decir que han cambiado decisivamente los acontecimientos de la Historia y la faz de Europa. La obra más importante de la Reforma, después de la traducción de la Biblia por Lutero, gracias a su lógico rigor y a su tenacidad constructiva, ejerció desde el primer momento una influencia decisiva sobre sus contemporáneos. Un movimiento espiritual necesita siempre de un hombre genial que lo inicie y de otro que lo lleve a término. Lutero, el inspirador, puso la Reforma en marcha. Calvino, el organizador, la detuvo antes de que se deshiciera en mil sectas. Por eso, en cierto sentido, la Institutio pone fin a la revolución religiosa, como el Código de Napoleón a la francesa. A un movimiento que fluye en masa y que se desborda, ambos le quitan el fuego líquido del principio, para imprimirle forma de ley y estabilidad. Con ello, de la arbitrariedad surge el dogma. De la libertad, la dictadura. De la exaltación anímica, una rígida norma espiritual. Ciertamente, como toda revolución cuando termina, también ésta pierde en su última etapa algo de la dinámica original. Pero a partir de ahora, frente a la Iglesia católica como único poder espiritual en el mundo hay otro, el protestante.
Es propio del ímpetu de Calvino el que jamás suavizara ni modificara la rigidez de su primera formulación. Las posteriores ediciones de su obra suponen únicamente una ampliación, nunca una corrección de sus primeros y decisivos juicios. A los veintiséis años —al igual que Marx o Schopenhauer— antes de cualquier experiencia, ha meditado su ideario minuciosamente, hasta el último detalle. Los años siguientes sólo sirven para imponer sus ideas organizativas en el espacio de la realidad. Jamás modificará una palabra esencial, sobre todo si es suya. No retrocederá ni un paso y nunca saldrá al encuentro de nadie. A un hombre semejante sólo se le puede hacer pedazos. O ser hecho pedazos por él. Cualquier intento de apaciguamiento resulta inútil. Sólo cabe una elección: negarle o someterse a él por completo.
Eso Farel lo percibió de inmediato —y en ello no deja de haber cierta grandeza humana— durante el primer encuentro, durante la primera conversación. Y aunque veinte años mayor, desde ese instante se puso por completo a las órdenes de Calvino. Reconoció en él a su jefe y maestro. Se convirtió desde ese preciso momento en su lacayo espiritual, en su subordinado, en su criado. Jamás, durante los próximos treinta años, se atreverá Farel a expresar una sola réplica en contra del más joven. En cada batalla, en cada cuestión, tomará su partido. Acudirá a todas sus llamadas, desde cualquier parte, para luchar por él y bajo sus órdenes. Farel es el primero en ofrecer el modelo de esa obediencia incuestionable, acrítica, abandonada a sí misma, que Calvino, el fanático de la subordinación, exige en su doctrina de cualquier hombre como el más alto deber. Una única reclamación le planteó Farel en toda su vida, y lo hizo en ese mismo momento: que Calvino, como el único digno de ello, tomara la dirección espiritual de Ginebra y que con su fuerza superior edificara la obra reformadora, para la que él era demasiado débil.
Más tarde, Calvino relató durante cuánto tiempo y cuán fuertemente se resistió a atender ese inesperado llamamiento. Para el hombre de espíritu, abandonar la esfera de lo puramente intelectual para incorporarse a la enrarecida de la política práctica, supondrá siempre una decisión de gran responsabilidad. Este miedo secreto se adueña de Calvino. Vacila, titubea, alude a su juventud, a su inexperiencia, le pide a Farel que le deje en su mundo de los libros y de las ideas. Finalmente, Farel se impacientará ante la obstinación de Calvino a la hora de eludir la misión, y con la fuerza bíblica de los antiguos profetas gritará al indeciso: «Te escudas en tus estudios, pero, en nombre de Dios Todopoderoso, te anuncio que la maldición de Dios caerá sobre ti si niegas tu ayuda a la obra del Señor y te buscas más a ti mismo que a Jesucristo.»
Esta invocación persuade a Calvino y decide su vida, al declararse dispuesto a edificar en Ginebra el nuevo orden: lo que hasta ahora ha diseñado en palabras y en ideas, se convertirá en hechos y obras. En lugar de en un libro, tratará ahora de imprimir su voluntad a una ciudad, a un Estado.
Siempre son los contemporáneos los que menos saben de su propia época. Los momentos más importantes escapan, sin que se den cuenta, a su atención, y los verdaderamente decisivos casi nunca encuentran en sus crónicas la debida consideración. Así, tampoco el acta del Consejo de Ginebra del 5 de septiembre de 1536, que toma nota de la solicitud de Farel de colocar a Calvino de modo indefinido como «lecteur de la Sainte Escripture», considera oportuno registrar ni una sola vez el nombre de ese hombre que dará a Ginebra una fama inconmensurable ante el mundo entero. Secamente, el escriba del Consejo apunta el hecho de que Farel propone que «iste Gallus» —ese galo— pueda proseguir su actividad predicadora. Eso es todo. ¿Para qué molestarse en deletrear el nombre y hacerlo constar en acta? Conceder un pequeño salario a ese predicador extranjero y sin recursos parece una decisión que no compromete a nada, pues el magistrado de la ciudad de Ginebra aún cree que no ha hecho nada más que colocar a un funcionario subalterno, que en adelante habrá de cumplir con su cargo de modo tan discreto y obediente como cualquier maestro de escuela, empleado del fisco o verdugo recién nombrados.
Por supuesto, los honrados miembros del Consejo no son eruditos. En sus horas de ocio no se dedican a leer obras de teología, y seguramente ninguno de ellos ha hojeado siquiera la Institutio religionis Christianae de Calvino, pues en ese caso se habrían sobresaltado, ya que allí, con palabras muy claras, quedaba autoritariamente establecido el alcance del papel que «iste Gallus» reclama para el predicador en el seno de la comunidad: «Claramente se ha de consignar aquí el poder con el que deben ser investidos los predicadores de la Iglesia. Al haber sido nombrados administradores y heraldos de la palabra divina, pueden atreverse a todo y obligar a todos los grandes y poderosos de este mundo a doblegarse ante la majestad de Dios y a servirle. Pueden dar órdenes a todos, desde el más alto al más bajo. Tienen que implantar la ley de Dios y destruir el reino de Satanás, proteger a los corderos y exterminar a los lobos. Tienen que amonestar e instruir a los dóciles; acusar y eliminar a los resistentes. Pueden hacer y deshacer, lanzar rayos y truenos, todo ello conforme a la palabra de Dios.»
Estas palabras de Calvino acerca de que los predicadores «pueden dar órdenes a todos, desde el más alto al más humilde» escaparon, sin duda alguna, a los señores del Consejo de Ginebra. Si no, jamás se habrían apresurado a ponerse en manos de semejante pretencioso. Sin sospechar que este emigrante francés al que contratan en su Iglesia está desde el principio decidido a convertirse en el amo de la ciudad y del Estado, le dan cargo y dignidad. Pero desde ese día, su propio poder toca a su fin, pues, gracias a su energía implacable, Calvino se apoderará de todo. Despiadado, llevará a la práctica sus exigencias totalitarias y con ello convertirá una república democrática en una dictadura teocrática.
Ya las primeras disposiciones dan fe del alcance de la lógica y de la perseverante tenacidad de Calvino. «Cuando llegué por primera vez a esta Iglesia —escribe más tarde sobre esta época en Ginebra—, allí no había nada. Se predicaba, y eso era todo. Se apilaban las imágenes de los santos y se quemaban. Pero aún no había una Reforma. Todo era confusión.» Calvino es un espíritu nacido para el orden: todo aquello que no esté regulado ni sistematizado, repugna a su exacta naturaleza matemática. Si se quiere educar a los hombres en una nueva fe, primero hay que hacerles saber en qué deben creer y qué deben profesar. Han de poder distinguir claramente qué es lo que está permitido y qué lo que está prohibido. Todo reino espiritual necesita, al igual que cualquier reino terrenal, unos límites visibles y unas leyes. Por eso, pasados tan sólo tres meses, Calvino presenta al Consejo un catecismo que, con claridad y concisión, formula en veintiún artículos los principios de la nueva doctrina evangélica. Ese catecismo —en cierto modo, el decálogo de la nueva Iglesia— será aprobado por el Consejo con el acuerdo de la mayoría.
Pero Calvino no se contenta con un simple acuerdo. Reclama una obediencia íntegra y hasta la última coma. No le basta con que la doctrina haya sido formulada, pues con ello al individuo le sigue quedando siempre algo de libertad a la hora de decidir cómo y hasta qué punto se quiere someter a ella. Y Calvino jamás, bajo ningún concepto, tolera la libertad en cuestiones de doctrina o de vida. En lo que se refiere a asuntos intelectuales y religiosos, no está dispuesto a ceder ni lo más mínimo a la opinión particular del individuo. La Iglesia tiene, en su opinión, no sólo el derecho, sino también la obligación de imponer a todos los hombres una obediencia ciega, incondicional, e incluso de castigar implacablemente cualquier tibieza. «Que otros piensen lo que quieran, yo no creo que los límites de nuestra función sean tan estrechos como para que tras haber mantenido nuestra prédica, como si con ello hubiéramos cumplido ya con nuestro deber, podamos quedarnos de brazos cruzados.» Su catecismo no debe representar simplemente una pauta para la fe, sino que debe constituirse en ley orgánica del Estado. Por ello, solicita al Consejo que los habitantes de la ciudad de Ginebra sean obligados por la administración a reconocer y jurar públicamente uno por uno ese catecismo. De diez en diez, como si fueran escolares, los ciudadanos, conducidos por los anciens, tienen que dirigirse hacia la catedral y allí, con la derecha levantada, prestar juramento a lo que el secretario de Estado les lee. Y quien se niegue a prestar ese juramento será obligado de inmediato a abandonar la ciudad. Esto significa claramente y de una vez por todas que, de ahora en adelante, dentro de las murallas de Ginebra no puede vivir ningún ciudadano que en cuestiones espirituales se aparte lo más mínimo de las exigencias e ideas de Calvino. En Ginebra, la «libertad del hombre cristiano» que reclamara Lutero, la concepción de la religión como una cuestión individual de conciencia, ha llegado a su fin. El discurso ha triunfado sobre la ética; la letra, sobre el sentido de la Reforma. Desde que Calvino entró en Ginebra, se ha puesto término a toda clase de libertad. Una única voluntad ejerce ahora el dominio sobre todos.
Una dictadura que no haga uso de la violencia resulta impensable e insostenible. Quien quiere conservar el poder, necesita tener en sus manos los medios del poder. Quien quiere imponerse, debe tener también el derecho a castigar. A Calvino, de acuerdo con el decreto que regula su cargo, no le corresponde el más mínimo derecho a ordenar el destierro por delitos contra la Iglesia. Los miembros del Consejo han contratado a un «lecteur de la Sainte Escripture» para que exponga la Escritura a los fieles, a un predicador para que predique y exhorte a la comunidad a profesar la verdadera fe en Dios. En cuanto a la competencia penal sobre la conducta legítima y moral de los ciudadanos, suponían que naturalmente estaba reservada a su propia jurisdicción. Ni Lutero ni Zvinglio, ni ningún otro reformador, habían intentado hasta ahora poner en tela de juicio la autoridad civil de este derecho y de este poder. Sin embargo, Calvino, como naturaleza autoritaria que es, expone enseguida su desmesurada intención de rebajar al magistrado a simple órgano ejecutor de sus órdenes y decretos. Y como legalmente no tiene ningún poder para ello, lo hace por derecho propio implantando la excomunión. En un giro genial, convierte el misterio de la Eucaristía en un medio personal de poder y de presión, pues el predicador calvinista permitirá participar en la «Eucaristía del Señor» sólo a aquellos cuyo comportamiento moral a él personalmente le parezca intachable. Pero todo aquel al que el predicador le niegue la Eucaristía —y aquí se muestra toda la fuerza de esta arma—, queda excluido del derecho civil. Nadie puede hablar con él. Nadie puede venderle o comprarle nada. Con ello, la disposición decretada por la autoridad religiosa, aparentemente sólo eclesiástica, se convierte de inmediato en un boicot social y económico. En el caso de que el excluido siga sin capitular e incluso se niegue a someterse a la sanción pública impuesta por el predicador, Calvino ordenará su expulsión. Por consiguiente, ningún adversario de Calvino, aunque se trate del más respetable de los ciudadanos, puede vivir mucho tiempo en Ginebra. La existencia civil de todo aquel que no cuente con la simpatía del clero está de ahora en adelante amenazada.
Con ese rayo en sus manos, Calvino puede destruir a cualquiera que le ofrezca resistencia. De un solo y audaz golpe se ha hecho con un arma que en otro tiempo ni el obispo de la ciudad pudo utilizar, pues dentro del catolicismo era necesario recorrer un interminable camino, desde la más alta hasta la más baja instancia, antes de que la Iglesia se decidiera a expulsar públicamente a uno de sus miembros. La excomunión era un acto que estaba muy por encima de lo personal, que escapaba por completo a la arbitrariedad de un solo individuo. Sin embargo, Calvino, perseverante e inflexible en su deseo de llegar al poder, pone ese derecho de excomulgar diariamente en manos de los predicadores y del Consistorio, convierte esa terrible amenaza en una pena casi habitual y, como psicólogo que calcula muy bien los efectos del terror, gracias al miedo frente a ese castigo logra acrecentar enormemente su autoridad personal. Con dificultad, consigue el magistrado que la dispensa de la Eucaristía tenga lugar únicamente cada trimestre y no, como pretendía Calvino, mensualmente. Pero nunca más permitirá Calvino que su arma más poderosa le sea arrebatada, pues sólo con ella puede empezar su verdadera lucha: la lucha por la totalidad del poder.
Por lo general, es necesario que pase algún tiempo hasta que un pueblo se dé cuenta de que las ventajas temporales de una dictadura, su rígida disciplina y su creciente empuje colectivo, se pagan siempre a costa de los derechos personales del individuo y que inevitablemente cada nueva ley cuesta una vieja libertad. También en Ginebra esta idea va surgiendo desde el principio de manera paulatina. Con el corazón en la mano, los ciudadanos dieron su conformidad a la Reforma. Voluntariamente se reunieron en el mercado al aire libre para, alzando la mano como hombres independientes, manifestar su reconocimiento hacia la nueva doctrina. Pero su orgullo republicano se rebela frente al hecho de que, de diez en diez y bajo la vigilancia de un alguacil, se les empuje hasta la catedral como si fueran presos enviados a galeras, para que presten allí solemne juramento a cada párrafo escrito por el señor Calvino. No han apoyado una reforma más austera de las costumbres para que este nuevo predicador les amenace diariamente con el destierro y la excomunión por el simple hecho de haber cantado alguna vez alegremente ante un vaso de vino o porque los vestidos que llevaban al señor Calvino o a Farel les parecieran demasiado llamativos o demasiado suntuosos. El pueblo empieza a preguntarse quiénes son al fin y al cabo esos hombres. Esos que se comportan de modo tan autoritario, ¿son ciudadanos de Ginebra? ¿Son gente establecida allí de antiguo, que haya colaborado en el engrandecimiento y enriquecimiento de la ciudad? ¿Se trata de probados patriotas, unidos y emparentados desde hace siglos con las mejores familias? No. Son recién llegados, que como fugitivos han venido desde otro país, desde Francia. Se les ha acogido hospitalariamente, se les ha dado comida, medios de subsistencia y una colocación bien pagada, y ahora ese hombre, el hijo de un recaudador venido del país vecino, que enseguida se ha traído también a su hermano y a su cuñado hasta el nido, se atreve a denostar, a reprender a los habitantes autóctonos. ¡Él, el fugitivo, al que ellos han colocado, pretende decidir quién tiene derecho a permanecer en Ginebra y quién no!
En los comienzos de una dictadura, cuando los espíritus libres aún no han sido amordazados ni expulsados los independientes, la oposición tiene siempre cierto empuje: en Ginebra los que simpatizan con la república declaran que no creían que llegarían a dejarse sermonear «como si fueran ladronzuelos». Calles enteras, sobre todo la rue des Allemands, se niegan a prestar el juramento exigido. Murmuran en voz alta y en franca rebeldía que ni jurarán ni abandonarán su ciudad natal por orden de ese francés advenedizo y muerto de hambre. Aun así, Calvino consigue forzar al Pequeño Consejo, rendido ante él, a que condene al destierro a todos aquellos que se nieguen a prestar el juramento, aunque aún no se atreven a poner en práctica tan impopular medida, y el resultado de las nuevas elecciones muestra claramente que la mayoría de la ciudad ha empezado a protestar contra el poder arbitrario de Calvino. En el nuevo Consejo de febrero de 1538, sus partidarios incondicionales pierden la supremacía. Una vez más, la democracia ha sabido defenderse frente a las autoritarias pretensiones de Calvino.
Calvino ha actuado de un modo demasiado impetuoso. Los ideólogos políticos conceden siempre un escaso valor a la oposición que se fundamenta en la indolencia de la naturaleza humana. Siempre creen que en el plano real las novedades decisivas pueden llevarse a la práctica con la misma rapidez que dentro de sus construcciones mentales. La prudencia debería haber ordenado a Calvino, ya que aún no había puesto de su parte a los poderes terrenales, un comportamiento más benévolo, pues su causa sigue teniendo partidarios. Por otro lado, el recién elegido Consejo le trata sólo con cautela, no con enemistad. Hasta sus más enérgicos adversarios han tenido que reconocer en este corto periodo de tiempo que el fanatismo de Calvino está basado en un deseo absoluto de regeneración de las costumbres, que a este hombre impetuoso no le mueve una mezquina ambición, sino una gran idea. Farel, su hermano en la lucha, sigue siendo el ídolo de la juventud y de la calle. De modo que, si Calvino hubiera puesto en práctica su diplomática astucia y hubiera adaptado sus hirientes y radicales reclamaciones a las prudentes opiniones de la población, la tensión podría haberse suavizado fácilmente.
Pero en este punto choca uno con la naturaleza granítica de Calvino. Con su rigidez de hierro. Durante toda su vida, a este exaltado nada le resultó más ajeno que contemporizar. Calvino no conoce el camino intermedio. Sólo conoce un camino: el suyo. Para él, únicamente existe el todo o la nada. La autoridad completa o la completa renuncia. Nunca llegará a un compromiso, pues para él tener razón y conservarla es una suerte de atributo, de modo que no es capaz de comprender ni de imaginar que ningún otro pueda tener igualmente razón en su terreno. Para Calvino es un axioma que sólo él está llamado a enseñar y los demás a aprender de él. Honrada y sinceramente convencido, dice: «De Dios recibo lo que enseño, y eso ratifica mi conciencia.» Con una alarmante seguridad en sí mismo, equipara sus tesis a la verdad absoluta: «Dieu m’a fait la grâce de déclarer ce qu’est bon et mauvais.» Poseído de sí mismo, siempre que algún otro se atreve siquiera a expresar una opinión contraria a la suya se siente irritado. De por sí, cualquier desacuerdo provoca en él una especie de ataque de nervios. La sensibilidad espiritual salta hasta en lo más profundo de su cuerpo. El estómago se revuelve. Vomita bilis. Y aunque el adversario exponga sus objeciones todo lo objetiva y doctamente que quiera, el mero hecho de que se haya atrevido a pensar de modo distinto lo convierte, a ojos de Calvino, no sólo en un enemigo personal, sino en un enemigo declarado del mundo, en un enemigo de Dios. Este hombre exageradamente comedido en su vida privada califica a los principales humanistas y teólogos de su tiempo de serpientes que silban contra él, de perros que le ladran, de bestias, rufianes y siervos de Satanás. El «honor de Dios» se ve ofendido en la persona de su «servidor» en cuanto se contradice a Calvino, aunque sólo sea de modo totalmente académico. Y la «Iglesia de Cristo amenazada», en cuanto alguien se atreve a acusar al predicador de san Pedro de ambición de poder. Para Calvino, conversar significa que el otro ha de convertirse y aceptar su opinión. Durante toda una vida, este espíritu, por lo demás clarividente, no duda un solo instante de su legitimidad exclusiva a la hora de exponer la palabra de Dios y de ser el único que conoce la verdad. Pero precisamente gracias a esa rígida fe en sí mismo, a esa extraordinaria monomanía, Calvino se salió con la suya en el plano de la realidad. Sólo esa pétrea imperturbabilidad, esa rigidez glacial e inhumana explica el misterio de su triunfo político, pues sólo semejante seguridad en sí mismo, un autoconvencimiento tan espléndidamente obtuso, convierte en la historia universal a un hombre en caudillo. La humanidad, que sucumbe ante lo sugestivo, jamás se ha sometido a los pacientes y justos, sino siempre únicamente a los grandes monomaniacos que tuvieron el valor de anunciar su verdad como la única posible, y su voluntad, como la fórmula de la justicia en el mundo.
Por tanto, a Calvino no le hace la más mínima impresión el hecho de que en el nuevo Consejo de la ciudad la mayoría esté en contra de él y que del modo más amable le sugieran que, en bien de la paz, renuncie a esa manía salvaje de amenazar y excomulgar y que se una a la opinión más moderada del sínodo de Berna. Un intransigente como Calvino, desde el momento en que ha de ceder en el más mínimo punto, desestima la paz aunque pueda obtenerla a buen precio. Para su naturaleza autoritaria, cualquier compromiso resulta imposible, y en el momento en que el magistrado le contradice, él, que para sí mismo reclama de todos los demás la subordinación más absoluta, se convierte sin reparo alguno en un revolucionario frente a la autoridad superior. Abiertamente, insulta desde el púlpito al Pequeño Consejo y declara que «prefiere morir a arrojar a los perros el cuerpo sagrado del Señor». Otro predicador califica en la iglesia al Consejo de la ciudad de «asamblea de borrachos». Como un peñasco, rígido e inamovible, los adeptos de Calvino se enfrentan a las autoridades.
El magistrado no puede permitir semejante sublevación por parte de los predicadores frente a su autoridad. De momento, se limita a dictar una sentencia inequívoca según la cual el púlpito no podrá ser empleado para fines políticos, sino sólo para exponer la palabra de Dios. Pero como Calvino y los suyos, indiferentes, pasan por alto este decreto, no queda más remedio que prohibir a los predicadores el acceso al púlpito. El más arrogante entre todos ellos, Courtauld, será incluso arrestado por hacer un abierto llamamiento a la revuelta. Con ello, la guerra entre el poder eclesiástico y el estatal queda declarada. Calvino la emprende con decisión. Con sus secuaces, penetra en la catedral de san Pedro, ocupando con obstinación el púlpito que le ha sido vedado. Y como partidarios y adversarios de ambos partidos acuden con espadas a la iglesia, unos para forzar el prohibido sermón, otros para impedirlo, estalla un espantoso tumulto y a punto está de producirse una Pascua sangrienta. La paciencia del magistrado ha llegado a su fin. Convoca al Gran Consejo de los Doscientos, la más alta instancia, y plantea la cuestión de si se debe despedir a Calvino y a los otros predicadores que, pertinaces, han desatendido sus órdenes. Una aplastante mayoría contesta que sí. Los clérigos rebeldes serán destituidos de sus cargos y conminados enérgicamente a abandonar la ciudad en el plazo de tres días. La pena del exilio, con la que Calvino amenazó a tantos ciudadanos en los últimos dieciocho meses, se vuelve ahora contra él.
El primer asalto de Calvino contra la ciudad de Ginebra ha fracasado pero en la vida de un dictador un revés semejante no es nada pernicioso. Al contrario, al ascenso definitivo de un déspota absoluto corresponde de modo casi obligatorio el que al principio haya de sufrir un dramático descalabro. El exilio, la prisión, el destierro, nunca suponen un obstáculo para los grandes revolucionarios, sino únicamente un estímulo para su popularidad. Para ser idolatrado por la masa es necesario haber sido mártir, y precisamente la persecución por parte de un sistema odiado procura al líder popular la condición anímica previa para su posterior y decisivo éxito entre las masas, pues con cada prueba la aureola del futuro líder se acrecienta ante el pueblo hasta alcanzar el plano místico. Nada es más necesario para un gran político que el ser relegado temporalmente a un segundo término, pues con su desaparición se convierte en leyenda. Como una nube, la fama glorificadora se cierne en torno a su nombre, y cuando regresa, se le recibe con una expectación centuplicada que, aun sin su intervención, se ha ido formando, como si dijéramos, atmosféricamente. Gracias al exilio, casi todos los héroes populares de la Historia han logrado un poder aún mayor sobre los sentimientos. César en las Galias, Napoleón en Egipto, Garibaldi en Sudamérica, y Lenin en los Urales, se hicieron más resistentes por medio de su ausencia de lo que lo hubieran sido con su presencia. Y lo mismo, Calvino.
Es cierto que, en el momento de la expulsión, todo parece indicar que Calvino es un hombre acabado. Su organización está destrozada. Su obra, malograda por completo. Y de su esfuerzo no queda más que el recuerdo de una fanática voluntad de orden y un par de docenas de amigos incondicionales. Pero en su ayuda vienen, como les ocurre siempre a las naturalezas políticas que, en lugar de pactar, se retiran con decisión en los momentos críticos, los errores de sus sucesores y adversarios. Con verdadero esfuerzo, para sustituir a las personalidades imponentes de Calvino y de Farel, el magistrado ha encontrado a un par de predicadores dóciles, que, por miedo a ser poco estimados por el pueblo a causa de la dureza de sus medidas, prefieren arrastrar con indiferencia las riendas por el suelo a tirar de ellas con fuerza. Con ellos, la construcción de la Reforma iniciada por Calvino en Ginebra de modo tan enérgico, incluso demasiado enérgico, queda muy pronto detenida. Y de los habitantes se apodera una incertidumbre tal en cuestiones de fe que la desbancada Iglesia católica cobra progresivamente valor y, por medio de astutos agentes, intenta reconquistar Ginebra para la fe de Roma. La situación se vuelve cada vez más crítica. Poco a poco, los propios reformados, para los que Calvino resultó demasiado duro y demasiado severo, comienzan a inquietarse y a preguntarse si al fin y al cabo semejante disciplina férrea no es preferible a la amenaza del caos. Cada vez más ciudadanos, e incluso algunos de los adversarios de otro tiempo, exigen que al proscrito se le restituya en su cargo. Finalmente, el magistrado no ve más salida que corresponder al deseo general del pueblo. Las primeras embajadas y cartas dirigidas a Calvino no son más que precavidas demandas, pero se vuelven cada vez más abiertas y apremiantes. De modo inequívoco, la invitación se convierte en ruego. Pronto, el Consejo no escribe ya al «señor» Calvino diciéndole que puede regresar para socorrer a la ciudad, sino que se dirige al «maestro» Calvino. Al final, los desorientados miembros del Consejo piden literalmente de rodillas al «buen hermano y único amigo» que acepte de nuevo el puesto de predicador, incluyendo ya la promesa de que «se comportarán con él de modo que tendrá motivos para estar satisfecho».
De haber sido un hombre de escaso carácter que se conformara con una victoria fácil, Calvino podría haberse contentado con el desagravio de ser llamado tan encarecidamente de vuelta a la ciudad que dos años antes le había expulsado desdeñosamente, pero quien todo lo codicia, nunca se dejará indemnizar con algo incompleto. Para Calvino, en esta cuestión, que para él es la más sagrada, no se trata de su orgullo personal, sino del triunfo de la autoridad. No quiere que ningún otro poder interrumpa su obra por segunda vez. Si vuelve, en Ginebra deberá haber únicamente una voluntad: la suya. Hasta que la ciudad se le entregue por completo y con las manos atadas, y declare concluyentemente que se subordinará, Calvino rehúsa dar una contestación afirmativa, y con aversión estratégicamente exagerada rechaza durante largo tiempo las apremiantes ofertas. «Prefiero cien veces la muerte a empezar de nuevo esas atroces luchas de antaño», le escribe a Farel. No da un solo paso para salir al encuentro de sus antiguos adversarios. Cuando finalmente el magistrado, hincado ya de rodillas, suplica a Calvino que vuelva, incluso Farel, su amigo más próximo, se impacienta y le escribe: «¿Al final esperas que hasta las piedras te llamen?» Calvino, sin embargo, se mantiene firme, hasta que Ginebra se rinde sin condiciones. Sólo una vez que ésta ha prestado juramento de observar el catecismo y la exigida discipline según su voluntad, una vez que los Consejos dirigen cartas humillantes a la ciudad de Estrasburgo, implorando fraternalmente a la ciudadanía de allí que renuncie a ese hombre imprescindible, una vez que Ginebra se ha rebajado no sólo ante él, sino ante el mundo entero, Calvino cede y se declara por fin dispuesto a recibir su antiguo cargo con renovada plenitud de poderes.
Ginebra se prepara para la llegada de Calvino como una ciudad vencida ante su conquistador. Se hace todo lo imaginable para aplacar su enojo. Los viejos y severos edictos son restaurados a toda prisa, sólo para que desde el principio Calvino encuentre sus órdenes espirituales en vigor. Personalmente, el Pequeño Consejo se encarga de buscarle una vivienda con jardín, adecuada para el añorado, y de proporcionarle las comodidades necesarias. El viejo púlpito de san Pedro es reconstruido expresamente, para que cuando él declame le resulte más cómodo y para que todos los presentes puedan ver en todo momento la figura de Calvino. Un homenaje sucede a otro, y antes incluso de que Calvino pueda marcharse de Estrasburgo, le envían un mensajero para que cuando esté en camino le salude en nombre de la ciudad. A costa de la ciudadanía, su familia será recibida con todos los honores. Al fin, el 13 de septiembre, el coche de viaje se acerca a la puerta de Cornavin, y de inmediato se reúnen grandes masas de personas para jubilosamente conducir al que regresa dentro de los muros. Blanda y flexible como si fuera de barro, la ciudad está en sus manos. Y no la dejará escapar en tanto no haya esculpido en ella la obra de arte de un pensamiento organizado. Desde este momento, Calvino y Ginebra, espíritu y forma, el creador y su criatura no se pueden separar.